Contra los derechos humanos

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A migrant is rescued from the mediteranean sea by a member of Proactiva Open Arms NGO some 20 nautical miles north of Libya on October 3 2016 Thousands of migrants are racing against the clock to make the perilous crossing from Libya to Europe before summer ends with authorities in the conflict-torn country at a loss to stem the flow AFP PHOTO ARIS MESSINIS

Estoy harto de los derechos humanos. Permitan que me explique: no es que me parezcan una mala idea, sino que no entiendo para qué sirven aparte de para encubrir una hipocresía gigantesca, monstruosa, criminal. Me pongo enfermo cada vez que oigo a un presidente o un ministro europeo (o americano o africano o asiático…) reafirmar su compromiso con los derechos humanos. ¿Pero de qué compromiso hablan? ¿Qué están haciendo de hecho para garantizarlos, para que se cumplan, para que sean efectivos? ¿Qué estamos haciendo nosotros al respecto? Se han acabado convirtiendo en una coartada moral, o peor, moralista, con la que se pueden, incluso, justificar bombardeos en nombre de la libertad, la democracia o cualquier aspiración idealista con la que es prácticamente imposible estar en desacuerdo. Algo que genera semejante consenso entre las diferentes posiciones políticas resulta, cuanto menos, sospechoso. Todos los partidos dicen estar a favor de estos derechos inalienables e imprescriptibles de los que somos, supuestamente, sujetos por el hecho de nacer dentro de la especie humana. Bien, qué más da que todos estemos de acuerdo en que toda persona tenga derecho a la libertad de expresión, a la seguridad jurídica, a la educación, a la salud, a una vivienda digna, a un trabajo libremente elegido, a una buena alimentación, a no sufrir trato degradante o cruel y tantos otros buenos propósitos si, al final del día, nos encontramos con que ni siquiera en los países más enriquecidos y “democráticos” del mundo este rosario de derechos ha dejado de ser una quimera para millones de humanos de carne y hueso. Cuando los derechos humanos bajan del mundo de las ideas y de las declaraciones solemnes a la tierra que habitamos, se nos aparecen andrajosos y pidiendo limosna en la puerta de las instituciones públicas.

Entre 1988 y 1989, el filósofo francés Gilles Deleuze concedió una serie de entrevistas a Claire Parnet, amiga y antigua alumna, con la condición de que sólo serían retransmitidas en televisión después de su muerte. Deleuze se suicidó, cansado de malvivir a causa de su enfermedad respiratoria, en noviembre de 1995.  El Abecedario ―ése fue el título del programa, pues la larga entrevista se dividió en veinticinco temas clasificados en orden alfabético donde el pensador comenta algunas de sus ideas y conceptos― se emitió en 1996. En un determinado momento, cuando están hablando sobre la “G” de Gauche (izquierda, en francés), aparece el socorrido asunto de los derechos humanos. Aquí reproduzco unos extractos de la respuesta de Deleuze que, en mi opinión, no tienen desperdicio:

“Escucha, con el respeto de los derechos humanos, la verdad es que a uno le entran ganas de volverse…casi de sostener proposiciones odiosas. Hasta tal punto forman parte de ese pensamiento, del pensamiento blando del periodo pobre del que hablábamos. ¡Es la pura abstracción! ¿Qué son los derechos humanos? ¡Son una pura abstracción, el vacío! Es exactamente lo que decíamos antes acerca del deseo, o lo que trataba de decir acerca del deseo. El deseo no consiste en erigir un objeto y decir: «deseo esto». No se desea, por ejemplo, la libertad – ¡eso no es nada! Uno desea, uno se encuentra en situaciones […]. Los derechos humanos, pero, en fin… ¡Es un discurso para intelectuales! Y para intelectuales odiosos, para intelectuales que no tienen ideas… En primer lugar, me doy cuenta de que, siempre, esas declaraciones de derechos humanos nunca se hacen en función…con la gente afectada: las sociedades de armenios, las comunidades de armenios, etc. Porque, para ellos, el problema no son los derechos humanos, ¿cuál es? Es: ¿qué vamos a hacer? Eso es un agenciamiento. […] Diría que no es una cuestión de derechos humanos, no es una cuestión de justicia: es una cuestión de jurisprudencia. Todas las atrocidades que sufre el ser humano son casos, ¿no? No son desaires a derechos abstractos, son casos abominables. Me dirán que esos casos pueden emparentarse, pero se trata de situaciones de jurisprudencia. El problema armenio es típicamente un problema de jurisprudencia, extraordinariamente complejo: ¿qué hacer para salvar a los armenios y que los armenios se salven a sí mismos de la situación de locos en la que se encuentran? ¡En la que, por añadidura, entra en juego el terremoto! Un terremoto que, en fin, también tiene sus razones: las construcciones que no estaban en buen estado, que no estaban bien hechas. Todo ello son casos de jurisprudencia. Actuar por la libertad, devenir revolucionario, ¡es también operar en la jurisprudencia! Cuando uno se dirige a la Justicia… ¡La Justicia no existe, los derechos humanos no existen! Lo que cuenta es la jurisprudencia: esa es la invención del Derecho. De ahí que los que se contentan con recordar los derechos humanos y recitar los derechos humanos, en fin, ¡no son más que unos imbéciles! ¡Se trata de crear, no se trata de hacer que se apliquen los derechos humanos! Se trata de inventar las jurisprudencias en las que, para cada uno de los casos, esto no será posible.”

Poco más que añadir. Les invito a que nos quedemos con la llamada de Deleuze a que deseemos, juzguemos, creemos y actuemos caso por caso.