En unas sociedades con un altísimo grado de división del trabajo y de interconexión social como las del capitalismo neoliberal los virus gozan de magníficas oportunidades para prosperar.
Nos enseñan Epicuro y Lucrecio que la filosofía tiene como finalidad luchar contra el miedo y conquistar, vencido ese miedo, la tranquilidad. En el caso de la pandemia de coronavirus que en estos tiempos nos ocupa, la causa principal de nuestro miedo está íntimamente relacionada con las sociedades en que vivimos y las relaciones de poder que las atraviesan, unas sociedades que, por sus características propias, están sirviendo de vector al virus.
Para entender algo en todo esto será necesario adoptar algunas precauciones epistemológicas. En primer lugar deberemos deshacernos de dos grandes prejuicios relacionados con la actual pandemia: el prejuicio fatalista y el prejucio de la contingencia.
El prejuicio fatalista es el que pretende explicar la pandemia por el designio de un poder superior, sea éste el de los dioses (fatum, hado) o el de una conspiración de fuerzas humanas oscuras. Se busca consuelo frente al miedo en este prejuicio, pues gracias a él se identifica un origen del mal y el miedo parece disiparse, pero ese consuelo desaparece y se convierte en una angustia aún mayor cuando se intenta indagar la realidad de la conspiración.
El prejuicio contrario es el de la contingencia absoluta. Quien sostiene esta idea afirma que el coronavirus es un fenómeno natural cuyo encuentro contingente con las sociedades humanas era absolutamente imprevisible e invitable pues no obedecía a causas humanas. Frente a un acontecimiento de este tipo la sociedad no tiene responsabilidad alguna, no existen ni relaciones de poder, ni clases sociales, y la humanidad es una y sin fisuras. De ahí el llamamiento de numerosos gobiernos a combatir el coronavirus como se combate una amenaza exterior, identificando la lucha contra el coronavirus con una guerra. El virus es algo que hay que combatir y que solo hay que intentar conocer en sus aspectos meramente naturales, dejando de lado sus determinantes económicos, sociales y políticos.
Ambos esquemas de explicación tienen como raíz una idea de trascendencia absoluta de las causas respecto de la naturaleza y, en concreto, de esa parte de la naturaleza que es la sociedad humana.
Si se quiere entender el coronavirus hemos de interrogar nuestras relaciones sociales de producción. El coronavirus no es un virus marciano, sino un tipo de vida que sigue de cerca los circuitos del sistema económico vigente, encontrando en él sus lugares de incubación y sus caldos de cultivo, así como sus vectores de transmisión. La particularidad del coronavirus actual es que el agente patógeno no solo es transportado por los circuitos comerciales sino que, incluso, es producido como un subproducto o una externalidad necesaria por la agricultura intensiva capitalista que entra en contacto de manera cada vez más frecuente con territorios salvajes y especies animales silvestres. El virus se transmite al ser humano, ya directamente, ya a través de las granjas aviares o porcinas que desarrollan una producción intensiva y constituyen un terreno predilecto para una rápida mutación y selección de las distintas variedades de virus. A esto se añade la destrucción masiva de bosques y otras zonas vírgenes para desarrollar monocultivos como la soja o la palma. Esta destrucción acaba con el hábitat de especies silvestres y las pone en contacto con poblaciones humanas. En conclusión: el virus se produce en los entresijos mismo del sector agrícola capitalista y su velocidad de mutación está directamente determinada por la búsqueda de un beneficio cada vez mayor a través de una producción intensiva de proteína animal o de cultivos intensivos a menudo destinados a la producción de proteína animal.
Las relaciones sociales de producción en las que producimos y vivimos son relaciones sociales capitalistas. El capitalismo ha sido en la historia de las sociedades humanas un poderosísimo acelerador del desarrollo de las fuerzas productivas. El resultado ha sido una enorme y nunca vista multiplicación de la riqueza. Todo esto ha generado una desigualdad creciente cuyos niveles actuales no han sido conocidos nunca por la humanidad desde que ésta existe. Formas de vida hacinada que se convierten en caldo de cultivo para la extensión de patógenos. Desigualdes descomunales, pues, entre el primer y el tercer mundo, pero también dentro de cada uno de estos mundos y dentro de cada sociedad.
Además de esa desigualdad, el reverso tenebroso del capitalismo incluye dos grandes externalidades negativas. Una externalidad corresponde a sus efectos sobre los seres humanos y la naturaleza. Toda realidad puede convertirse en mercancía incluidos el ser humano y la tierra, lo que tiene consecuencias gravísimas para ambos. El ser humano no se vende como tal, pero sí que está en venta la capacidad de producir de los individuos humanos, su fuerza de trabajo. El lazo de cooperación que constituye la sociedad se somete así a la mediación de los intercambios de mercancías, pero un intercambio mercantil concreto es particularmente destructivo: el de fuerza de trabajo por dinero, pues éste liquida toda forma de cooperación social activa, toda planificación consciente del proceso de trabajo.
La segunda externalidad negativa es la destrucción de la naturaleza. El capitalismo liquida sistemáticamente hábitats naturales ocupando cada vez más territorio para la producción de mercancías. El capitalismo destruye el pacto social de nuestra especie con el planeta.
El capitalismo, se nos dice, podría integrar estos aspectos en sus cálculos económicos e incluso obtener beneficio de una “transición ecológica”. Esta idea es tan utópica, sin embargo, como la de un capitalismo sin explotación de una fuerza de trabajo humana. Un capitalismo que renunciase a la explotación de los trabajadores no sería un capitalismo bueno o ecológico sino un capitalismo muerto. Esto nos conduce a la cuestión de los límites políticos del capitalismo.
Vivimos en sociedades en las que se ejerce y circula un tipo preciso de poder que Michel Foucault llamó “biopolítico”. El poder biopolítico interviene activamente en la producción, organizándola en el marco del mercado capitalista y sus diferentes formas de empresa. Un esquema de poder biopolítico se refuerza cuando establece un marco de seguridad para la vida, pero ¿qué ocurre cuando el propio marco de seguridad que establece genera agentes de muerte no intencionales en tal cantidad que la vida carece ya de seguridad y corre el riesgo de ser destruida? Nos encontraríamos en tal caso con el límite absoluto, con una gravísima crisis de legimitidad del poder. Un poder biopolítico incluye siempre una faceta necropolítica, la de un necesario juego con la muerte que se presenta como algo exógeno, pero no llega a su límite cuando se comprueba que lo que parecía venir de fuera, lo aparentemente exógeno viene de las entrañas mismas del régimen, constituye una externalidad negativa necesaria de su base material capitalista.
¿Será posible tras la crisis sanitaria y la más que probable crisis económica que la seguirá una vuelta a la normalidad? Cabe dudarlo. El capitalismo nunca en su historia tuvo que parar tan masivamente la producción y los movimientos de personas como lo está haciendo hoy. La solidaridad de las poblaciones parece esencial hoy para combatir la epidemia, una solidaridad que ni el Estado ni el capital pueden organizar por sí solos: el éxito de la lucha contra el contagio del coronavirus depende en gran medida de la movilización moral y cívica de una multitud que toma en sus manos su protección y la de los demás. Una multitud protagonista por primera vez en mucho tiempo, una multitud que puede avanzar hoy en el sentido de una fuerte democratización de un orden político y social que ha mostrado ser incapaz de defender sus vidas.