Dice el antropólogo Marc Abélès que, más allá de la interdependencia económica, la principal consecuencia de la globalización reside en la interiorización por la ciudadanía de un dato sencillo y conmovedor: ya nunca estaremos a salvo de un más allá amenazante. Vivimos en un mundo en el que una crisis hipotecaria en Estados Unidos te manda al paro en Sevilla. Un mundo en el que un terrorista egipcio educado en Alemania revienta un avión contra una torre de Manhattan. Un mundo en el que un virus de origen chino te obliga a encerrarte en tu piso malagueño en cuestión de días. En el mundo globalizado el peligro se construye en paisajes que desbordan las antiguas fronteras espacio-temporales.
En el Estado español, al igual que en otros lugares, la retórica sobre el peligro del coronavirus se elabora con los códigos de la épica clásica: como si fuese una guerra contra un enemigo externo. Se habla de la lucha contra el virus como una batalla a librar, se apela a la unidad nacional y al orgullo patriótico. Una palabrería emocionante quizás, pero anacrónica, porque como dice Ulrich Beck, no es lo mismo vivir en un mundo de enemigos que vivir en un mundo de peligros. Desde aquella caída del Muro de Berlín, las principales amenazas a nuestras vidas no se encarnan en un otro aislable y controlable en la distancia. Nuestros peligros se filtran en nuestra vida cotidiana, en nuestros lugares más familiares, en nuestros momentos más íntimos.
La crisis del coronavirus ha desvelado algunas de las paradojas espacio-temporales que estructuran el peligro en tiempos de globalización. Sin ánimo de agotar la clasificación, se aprecia al menos tres grandes paradojas en la experiencia espacial de la epidemia, y otras tres paradojas en su experiencia temporal. Resumiendo mucho, serían:
Paradoja espacial 1.- Las personas cercanas son necesarias y son peligrosas al mismo tiempo.
El peligro del coronavirus puede encarnarse en cualquier ser humano. Puede transmitírtelo un terrorista afgano y la tendera de la esquina, un ministro ultraderechista y tu propia madre. En estas condiciones, la natural inclinación a aproximarnos a nuestros seres queridos se ve contrarrestada por la prudencia que aconseja extremar la distancia con respecto a tod@s. Esto lo saben bien en las residencias de ancianos, donde la proximidad física entre inquilinos y cuidadores es obligatoria y ahora también peligrosa. Y las miles de personas que viven solas y necesitan la ayuda cotidiana del vecino, la visita diaria de los familiares. En la distopía vírica que vivimos las personas más queridas, las más cercanas, son también las más peligrosas.
Paradoja espacial 2.- El coronavirus te aleja de tu entorno local y te acerca al mundo global.
Tras una semana de cuarentena, el presidente Pedro Sánchez mencionó en una intervención pública que España llegó a ser por este motivo “el segundo país de la UE en tráfico de datos en Internet, el quinto a nivel mundial”. En efecto, el aislamiento físico en viviendas particulares se ha traducido en un crecimiento de hasta el 80% en el tráfico de datos en internet. Esto significa que, frente a la geografía clásica de las relaciones humanas, donde el encierro de traduce en una pérdida neta de vínculos con el exterior, hoy la misma cuarentena que te separa de tus vecinos te acerca al cine de Hollywood, a las series de Netflix e incluso, a través de las redes sociales, a personas conocidas de las que llevas años sin tener noticias. Nuestra propia percepción del coronavirus y los peligros que entraña refleja en gran medida esta dinámica: más que ser adquirida en contacto con nuestra comunidad, nuestra información se construye de manera discontinua a golpe de vídeos de Facebook y cadenas de Whatsapp.
Paradoja espacial 3.- El aislamiento en el espacio privado refuerza el valor de lo público.
El coronavirus ha desnudado la retórica neoliberal y la ha confrontado brutalmente con sus propias consecuencias. Y es que han bastado siete días de reclusión residencial para que todos y cada uno de nosotros entendamos perfectamente qué implica eso de habitar la “república independiente de tu casa”. Han bastado siete días para reanimar el consenso sobre la importancia de los cuidados colectivos, la solidaridad organizada y, en el centro de todo ello, los servicios púbicos como valor incuestionable. Hoy el último síntoma de participación política organizada es el aplauso de cada tarde –y desde casa- a los profesionales de la sanidad pública. Y por eso mismo, hoy la forma más rápida de suicidio político en España sería defender públicamente los mismos recortes que se hicieron en los últimos años.
Paralelamente, la experiencia del coronavirus se plasma a su vez en formas paradójicas desde el punto de vista de su temporalidad:
Paradoja temporal 1.- En la crisis del coronavirus la excepcionalidad es el horizonte.
Cuando el gobierno español anunció la decisión de imponer las medidas de cuarentena comenzó por fijar el límite temporal de la medida. Éste sería de quince días naturales provisionalmente. Pero en el nuevo escenario de máxima incertidumbre, lo más difícil de creer para cualquiera es que alguien pueda fijar de antemano la fecha del fin de la excepción. Tan pronto como el presidente anunció la duración quincenal de la cuarentena, se asumió de forma generalizada que con toda probabilidad las medidas se extenderían más allá. De esta forma, el control temporal de la amenaza se difumina en la crisis del coronavirus, y la excepcionalidad de la cuarentena se proyecta hacia el futuro, más que como una medida técnica, como un horizonte indeterminado.
Paradoja temporal 2.- La cuarentena se traduce a menudo en un incremento del tiempo de trabajo.
En un escenario típicamente fordista, el freno de la producción se traduce en una ralentización de la vida. Con la fábrica cerrada y las máquinas apagadas, el trabajador clásico ganaba el tiempo libre que le dejaba la pausa del trabajo. En el capitalismo post-fordista esa pausa es imposible por la propia precarización y transportabilidad del trabajo. El anuncio de la cuarentena estuvo acompañado desde el minuto 1 por el impulso de medidas excepcionales de trabajo a distancia. Y esas medidas son solo un acompañamiento a la inmensa carga de trabajo que, de manera formal o informal, ya se realiza a diario en casa. Esto lo saben bien, por ejemplo, los docentes que preparan materiales y evalúan desde casa, los investigadores que se exprimen leyendo y escribiendo en su ordenador personal y los opositores que se encierran a estudiar (ahora con la angustia añadida de desconocer si sus oposiciones serán suspendidas). Para todos ellos la cuarentena representa una carga excepcional de trabajo: porque necesitan aprender e implementar nuevos métodos, contrarreloj, con la dificultad añadida de atender a los hijos que se quedan en casa sin escuela cuidar de una vivienda que se ensucia más cuando no se sale de ella. Este incremento del ritmo de trabajo, por supuesto, alcanza un grado extremo en el caso de las mujeres, muchas de las cuales darían lo que fuera en estos días por salir de casa para poder descansar.
Paradoja temporal 3.- La crisis del coronavirus es nueva y conocida al mismo tiempo.
La experiencia del coronavirus nos enfrenta a un peligro desconocido hasta ahora, pero que conecta al mismo tiempo con los relatos que han enmarcado nuestro consumo cultural desde hace tiempo. Películas poco conocidas hasta ahora, como Contagio (2011) o Virus (2013) disfrutan hoy de un éxito postrero por su sorprendente similitud con las circunstancias que hoy nos obligan a encerrarnos. Pero podríamos incluir en este espectro un amplio repertorio que abarca desde el cine sobre desastres naturales (Terremoto (1974), Armageddon (1998), etc.) hasta el redescubrimiento reciente del accidente de Chernobyl y otras catástrofes tecnológicas como escenario de ficción televisiva. Incluso la cuarentena encuentra eco en experiencias como el programa Gran Hermano, que juegan con la idea del aislamiento extremo como una alteración radical de la vida, planteando a los concursantes una necesidad forzosa de adaptación inmediata. La propia narración periodística de desastres como el tsunami de 2004 en el océano Índico se encabalga y se entremezcla en esta sobredosis de tragedias televisadas. Todos estos relatos ejercen como antecedentes directos de nuestra experiencia actual. Todos ellos han nutrido el imaginario de nuestra sociedad hasta conseguir que una experiencia tan radicalmente nueva como la cuarentena nos resulte a muchos familiar y, en cierto modo, esperada y casi conocida.
La crisis del coronavirus se materializa así en formas espaciales y temporales paradójicas. Necesitamos acercarnos a los más queridos y también distanciarnos, perdemos el contacto con nuestro entorno inmediato para reforzar nuestra conexión con las redes globales de información y comunicación, redescubrimos la necesidad vital de lo público cuando más restringido nos es su uso. Y todo ello en una cuarentena cuyo final es incierto, que incrementa nuestro estrés redoblando nuestra carga de trabajo y que resulta tan nueva como anunciada en los relatos que nutren nuestro consumo cultural. El peligro atraviesa en tiempo real las distancias que antes nos protegían, se cuela en nuestro mundo más cercano e incluso amenaza con entrar en nuestros cuerpos. Todo esto aumenta extraordinariamente nuestra sensación de exposición al riesgo. Pero también nos deja una lección: la necesidad de reafirmarnos en nuestra condición social, en el valor de la vida colectiva y en la importancia de defender lo público. Probablemente será desde ese último reducto desde el que haya que reconstruir todo lo perdido.
Autoría: Curro Cuberos. Antropólogo, investigador en el Departamento de Antropología Social de la Universidad de Sevilla. Miembro de Asamblea de Alcalá y de Asamblea de Andalucía.