Cuando Triana era Guantánamo y Sevilla el Imperio

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"Auto de fe de la Inquisición", de Goya.

Langer, en su Philosophy in New Key, nos recuerda que el hombre es capaz de adaptarse a cualquier cosa que su imaginación sea capaz de afrontar menos al caos. El caos tiene que ser periódicamente conjurado, constreñido a una imagen que lo reduzca, lo limite y lo haga manipulable. Un espectáculo que, reiteradamente, absorba la falta de sentido, el excedente de sufrimiento que conlleva la existencia humana. Pocas comunidades como la sevillana han sabido, a lo largo de los siglos, trabajar ese ámbito y la relación entre símbolos y conductas sociales como una ontología, una cosmología, una estética y una moral. Las cuatro han ordenado la experiencia de esta comunidad. Y los individuos que han ignorado las normas morales y estéticas que formulaban, cada vez, los símbolos, han sido condenados por ello.

Así, pocas ciudades en el mundo podrán vanagloriarse de tener por santas y patronas a dos terroristas. Perdón, el orden debe ser invertido. Justa y Rufina, destructoras del patrimonio escultórico de la Sevilla del siglo III, circunstancia que las llevó a ser condenadas, se convierten en mártires siglos después, cuando su iconoclastia, lejos de ser tal, se torna virtud. Así es; Justa y Rufina, en su fervor cristiano, pusieron todo su empeño en la destrucción de toda la estatuaria pagana de la ciudad de Sevilla. A cambio, por Real Cédula de Fernando III se promovió la multiplicación de imágenes de ambas santas para su veneración y culto. Goya las pinta con los restos de su hazañas esparcidos a sus pies, con la Giralda al fondo, con Onda Giralda más al fondo aún y los ecos de Nicolás Salas, por una vez, animando la acción.

Siguiendo esa línea argumental, y en la medida de que el Reino de España se declara constitucionalmente aconfesional, deberíamos esperar ver un día rehabilitado también a Rodrigo de Valer, cuyo camisón fue colgado a guisa de bandera en la Catedral de Sevilla, con la inscripción: «Rodrigo de Valer, ciudadano de Lebrija y Sevilla, apóstata, falso apóstol, quien pretendió ser enviado de Dios».

Reivindicados los magistrales del cabildo de la catedral Juan Gil (Egidio) y Constantino Ponce que, acusados de herejía, no por ya muertos se libraron de ser desenterrados y quemados su huesos.

Recuperado Antonio Enríquez Gómez, también víctima de la Inquisición sevillana, autor de El siglo pitagórico, novela en verso y prosa que narra la trasmigración de un alma en diversos cuerpos (un ambicioso, un chismoso, una dama, un hidalgo, un valido) sobre un esquema fijo; el alma describe la maldad de su ocupante y le acusa, éste se disculpa: su maldad es la tónica de la época y, por tanto, no puede considerarse delito; y autor de la Vida de don Gregorio Guadaña, una novelita picaresca en la que se nos narra cómo el vicio y la corrupción se señorean en la corte de Felipe IV.

Reclamados los humanistas Juan Pérez o Francisco de Zafra, ambos quemados en efigie.

Rehabilitadas más de treinta mil personas, morerías, aljamas enteras, sinagogas, el Monasterio de San Isidoro del Campo con todos sus frailes jerónimos y otros laicos reformistas que allí se daban cita, con Casiodoro de Reina, primer traductor de la Biblia completa al  castellano a partir del hebreo y del griego, y Cipriano de Valera revisor de la misma. Esperemos, aunque tengan que pasar también mil años, que Sevilla reivindique a quienes dijeron de ella que era la primera ziudad de nuestra España, que en nuestros tiempos conoziese los abusos, superstiziones i idolatrías de la Iglesia Romana.

Tal vez un día la condena de la ONU al Imperio por las condiciones en que mantiene a los presos de Guantánamo se extienda a aquel Castillo de la Inquisición, sito en Triana, donde una expresión poco afortunada o una actitud equívoca podían acarrear la delación si en ellas se adivinaba el rictus de lo herético. Allí iban, sin juicio previo y sin saber por cuánto tiempo, arrebatados del lecho en mitad de la noche, amigos y enemigos, parientes y desconocidos, delatores y delatados. Todos presos, incomunicados, aterrados, ignorantes del cargo del que se les acusaba y de quién les había acusado. Simplemente se les interrogaba sobre si conocían el motivo del arresto, exhortándoles a la confesión de todos sus errores y pecados mediante tortura, si era necesario. La acusación difusa e inconcreta podía colocar al reo en una situación dramática. Porque sucedía a menudo que él no sabía por qué estaba allí o suponía algo distinto de lo que se le imputaba, lo que retrasaba el proceso y abría nuevas pistas a otros complementarios.

La inseguridad, la desconfianza y el peligro se instalaron durante los siglos XV-XVII en una sociedad amenazada por sí misma de forma no muy diferente a la situación que se vive en la Sevilla del golpe militar de 1936 y en los años siguientes. En una y otra ocasión, curiosamente, la convivencia arruinada se refugia detrás del aparato barroco de la ciudad. Será esta vieja máquina, prácticamente desahuciada en las coyunturas republicanas, la que vuelva a organizar, con aparatosa solemnidad, los espectáculos que habrían de servir para exaltar la fe, conmocionar al pueblo y exhibir la fuerza y poder del régimen. De nuevo en marcha la extraña función, los tres actos del teatro de la sombras, los tres actos de la temporalidad franquista: la matanza, la ceremonia religiosa y el espectáculo que, todavía hoy, continúa.