De montes y monterías. A propósito de la declaración de las monterías y rehalas como Actividad de Interés Etnológico en Andalucía.

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El perrero conduce a la rehala por la mancha. Autor: David Florido

A finales de junio de 2019 daba inicio el expediente de la declaración como Bien de Interés Cultural (BIC) de la montería y las rehalas en el Catálogo del Patrimonio Histórico de Andalucía, en la categoría de actividad de interés etnológico. A principios de agosto, el Consejo de Gobierno Andaluz acordó la inscripción. De este modo culminaba una iniciativa que había sido lanzada en 2016 por la Federación Andaluza de Caza, la Asociación Española de Rehalas y la Asociación de Terrenos de Caza, que contó con un informe de valores culturales en el que uno de los autores de este artículo participó como investigador de campo[1].

Dado que la caza es objeto predilecto en debates sociales y políticos, caracterizados por una creciente e intensa polarización y crispación desde posiciones favorables y abolicionistas –especialmente desde que la caza se ha introducido en la agenda de determinados partidos políticos-, la controversia en torno a la declaración se ha agudizado. Todavía podemos recordar una de las primeras entrevistas concedida por la presidenta cesante del gobierno andaluz, Susana Díaz, tras las últimas elecciones autonómicas que la apearon del poder. Llegaba a admitir que uno de los factores del resultado electoral, insuficiente, había sido no atender a la Andalucía rural de las comarcas serranas. Parecía referirse, entre otras cosas, a que su gobierno no había impulsado esta declaración, a pesar de tener el expediente en su poder en 2018, antes de las elecciones, con el apoyo de más de 100 municipios y diputaciones y más de 200 sociedades cinegéticas de esa Andalucía rural que también es forestal. Es decir, a pesar de que existe una imagen socialmente muy extendida del carácter elitista de la caza, y en especial de la caza mayor –una imagen que tiene sus fundadas razones socio-históricas- desde las últimas décadas las monterías, en algunas de sus formas de realización, se han convertido en una actividad más interclasista de lo que pueda suponerse. Así, en el BOJA de 10 de agosto en el que se publica su declaración como BIC, se refiere la montería como  “práctica cinegética de caza mayor (ciervo, jabalí y gamo, fundamentalmente), que en su vertiente de caza social, recreativa y sostenible [subrayado nuestro], representa, además de una forma de apropiarse materialmente de elementos de la naturaleza y de incidir en las relaciones ecosistémicas del territorio forestal en el que la actividad cinegética tiene lugar, un modo de relación cognitiva con ese universo que tiene una vertiente pragmática que guía los movimientos y estrategias en el monte, tanto de cazadores como rehaleros; así como una dimensión sensorial, emocional y ética que conforman los valores culturales de la actividad cinegética”.

No queremos plantear un debate sobre la actividad cinegética, en sus distintas posiciones y argumentos –valga el artículo citado o el publicado por nuestro colega Pablo Palenzuela en este mismo medio[2]-, sino precisamente llamar la atención sobre la importancia que puede tener una iniciativa como la declaración patrimonial, si las agencias públicas y las entidades sociales concernidas no son plenamente conscientes de las consecuencias medioambientales y sociales que la actividad patrimonializada puede tener. Entre las ambientales podemos destacar las interacciones sobre y entre especies, el efecto sobre el mosaico de cubiertas vegetales y arboledas y la salud de este manto vegetal. Entre las socio-económicas, territoriales y políticas, cabe preguntarse si la actividad cinegética es compatible o no con otras actividades; qué relaciones de fuerza son favorecidas en el territorio, entre las localidades y agencias económicas externas; o qué grado de identidad y, por tanto, legitimidad, generan las prácticas cinegéticas según su modelo de gestión.

Acto de comensalismo festivo entre monteros y perreros en una montería social (Paterna del Campo, Huelva). Autor: David Florido.

Hay que recordar que la actividad montera se despliega en nuestros montes siguiendo distintos modelos de organización, desde los más sociales a los más orientados al lucro y a la reproducción de capital en determinados territorios forestales, como el que vamos a ejemplificar aquí. Si bien en todos esos modelos podemos corroborar la importancia de los valores socio-culturales que justifican la declaración (asociacionismo que vertebra a los municipios serramos, ritualidad, modos de apropiación de esos entornos, que sólo son mantenibles mediante formas de conocimiento sobre la fauna y sus interrelaciones), es deseable hacer una distinción en los modos de gestión del territorio cinegético que cada uno de esos modelos comporta.

De las formas de organizar las monterías en Andalucía –de sociedades de cazadores, de peñas de monteros, las gestionadas en fincas privadas por las así llamadas orgánicas y las que se ofrecen determinadas élites económicas por un sistema de intercambio de dones de prestigio que vehicula otras relaciones sociales y de negocio- la más preocupante puede llegar a ser la montería de orgánicas. Este modelo tiene como principal objetivo rentabilizar el territorio de bosque privado mediante la organización de monterías, con una serie de prácticas medioambientales que, si bien no son ni mucho menos generalizadas –y ni siquiera existentes en los otros tipos- sí están cobrando cada vez un mayor protagonismo: la eliminación de animales que no sean las especies objeto, la cría de especies cinegéticas que son importadas en los cotos para garantizar el abatimiento de ejemplares numerosos y con el calibre suficiente, o el vallado con cercones de las fincas, rompiendo las reglas éticas del buen cazar….

Planteamos focalizar esta problemática en el Parque Natural de los Alcornocales, en el corazón serrano de la provincia de Cádiz. Los costes socioecológicos de este tipo de caza se cifran en la incompatibilidad, creciente, entre este modelo de prácticas cinegéticas con otros tipos de aprovechamiento tradicionales.  De modo que los sistemas socio-económicos locales quedan subordinados a lógicas externas que poco tienen que ver con los intereses de las poblaciones del lugar. Los grandes cotos ubicados en los alcornocales del sur andaluz surgen de las decisiones tomadas por propietarios absentistas que han posibilitado una gestión de las fincas más centralizada y menos relacionada con las poblaciones locales. Del mismo modo, la especialización cinegética ha dificultado o hecho imposibles otros aprovechamientos ganaderos y forestales  que hasta entonces habían constituido estos sistemas socioecológicos en dinámicas de evolución compartida. Igualmente, el control y la organización de las monterías vinculadas a agentes externos, con una perspectiva estrictamente empresarial de los bosques,  provoca una gestión externalizada del territorio, donde sólo una parte de pobladores locales rinden servicios en el nuevo entramado empresarial: guardería de cotos, arreadores del ganado cinegético, acarreadores de piezas o a lo sumo sirviendo como camareros y cocineras en el comensalismo festivo anterior y posterior a estos eventos, a los que asiste una élite económica que queda encarnada en los  monteros, normalmente foráneos, que acuden a esas citas.

Sorteo de los puestos o puertas, montería en una finca de Hornachuelos (Córdoba). Autor: David Florido
Monteros de camino a los puestos del cazadero. Los Barrios (Cádiz). Autor: David Florido.

Del lado estrictamente ecológico, otro efecto, no menos destacable, es el impacto que tiene para la reproducción del arbolado la existencia de unas cabañas cinegéticas cuyo número de ejemplares es excesivo. En este sentido, son cada vez más las voces que vinculan la escasa reproducción del alcornocal del sur andaluz en el contexto actual a la voracidad de unas especies, la mayoría alóctonas, que arrasan con los brotes tiernos del nuevo árbol. Por tanto, los servicios ecosistémicos de los bosques acaban siendo alterados y siendo aprovechados por grupos cada vez más minoritarios pero con mayor capacidad de decisión sobre el territorio.

No se trata ya de que adquiere fuerza un capitalismo forestal cinegético –puesto que el modelo capitalista está infiltrado en todos los sectores-, sino del nuevo entramado relacional que genera allí donde se expande: qué espacio deja a otros aprovechamientos que no son rentables, qué sustentabilidad en el tiempo tiene el nuevo modelo de aprovechamiento económico en este ámbito forestal de Andalucía, bajo el predominio de élites económicas que vienen a desfigurar prácticas y modos de identificación de sociedades locales con sus entornos.

Ante este cuadro de dinámicas, cabe preguntarse el grado de compatibilidad de la declaración patrimonial con este modelo de gestión del territorio y de la actividad cinegética, a pesar de todos sus valores culturales. Y es que la política patrimonial, dependiente de Cultura, sin embargo, afecta a otros ámbitos competenciales; en este caso, Medio Ambiente, Medio Rural, Agricultura y Ganadería, además de estar conectada con políticas municipales de diverso cuño. Habría que esperar, por tanto, una acción política coordinada para evitar los perniciosos efectos de determinados modos de gestión cinegética del monte andaluz, en colaboración con los actores sociales del territorio. Porque los servicios ecosistémicos y socio-económicos de los bosques, aunque estén privatizados legalmente, tienen un carácter común y constituyen bienes que deben gestionarse con amplios consensos, incluyendo por supuesto a los propietarios de esas fincas, pero también a otros actores y colectivos afectados por sus prácticas. Los valores culturales de las monterías, necesariamente, incluyen la salvaguarda de esos bienes y servicios que son patrimonio común, de modo que, como dicta el tercer punto del Decreto 107/2020 del 4 de agosto mediante la que la Consejera de Cultura y Patrimonio Histórico mediante el que se inscriben monterías y rehalas como BIC, “los propietarios, titulares de derechos y simples poseedores de los bienes” tienen “el deber de conservarlos, mantenerlos y custodiarlos, de manera que se garantice la salvaguarda de sus valores”, y no queremos, ni tenemos por qué, entender que esos valores sean monetarios, estrictamente medibles en rentas del capital forestal, puesto que sus contenidos culturales, sociales y medioambientales son mucho más complejos y ricos.

Autoría: David Florido del Corral y Agustín Coca Pérez.

 

[1] Puede verse el artículo publicado, a posteriori, por dos principales investigadores que participaron en la redacción del catálogo de valores: Florido, D. y Palenzuela, P. (2017), “Valores culturales, discursos y conflictos en torno a la caza. El caso de las monterías sociales en Andalucía”, Revista Andaluza de Antropología, pp. 53-84.

[2] Palenzuela, P. (2019), “La actividad cinegética como patrimonio cultural y como actividad complementaria en los colegios de Andalucía”, Portal de Andalucía.