Pensar que será en internet donde los movimientos sociales lograrán derribar o reformar el sistema es cuando menos de una candidez paralizante. Que esos oligopolios de lo virtual, punta de lanza de un nuevo empresariado caracterizado por sus rasgos autoritarios, jerárquicos, antisindicales, alérgicos a pagar impuestos, especializados en la explotación laboral y la destrucción medio ambiental, tengan algún interés en ello es algo aún por demostrar, más bien apuntan con sus hechos hacia todo lo contrario. Internet, de momento, es un arma sí, pero a su servicio; al servicio de la aceleración de la producción, la disolución de los tiempos y espacios privados, la escisión entre comunicación y corporeidad, la fragmentación de la identidad y la negación de la realidad y lo humano. Lejos de tejer comunidad reduce los cuerpos a información, los limpia de su incomoda y fastidiosa materialidad. Mientras estos engordan y se vuelven engorrosos en lo real cada vez se hacen más livianos y delicados en lo virtual, y por eso es necesario esconderlos a la vez que se produce una saturación de su exposición en lo virtual.
Internet nos blinda contra lo cercano, que termina siendo prescindible, fastidioso, sencillamente porque lo cercano exhibe su materialidad, su olor, sus ruidos, su presencia y nos encandila con la espectralidad de lo lejano, del acto visual separado del contacto, porque toda emoción ha quedado reducida a un solo sentido falsificado; el de la vista del que cree ver.
Internet odia los cuerpos pero no el trabajo que producen y que en él se oculta bajo el eufemismo de inmaterial para alejarlo de lo que en realidad es una relación que produce autoexplotación en un extremo y beneficios en otro, mientras intenta convencernos de lo imposible, las excelencias y compatibilidad de un superficial e individualista general intellect con el mercado capitalista y la propiedad privada. En el tiempo de la emergencia del capitalismo cognitivo lo único que está sucediendo es la apropiación, la expropiación, la privatización y la vampirización de lo común inmaterial; sin que esto signifique que el trabajo directamente productivo haya desaparecido sino que sencillamente se ha desplazado, deslocalizado y externalizado hacia la periferia con todos los costes sociales y ecológicos que conlleva.
Pero a través de lo virtual no sólo nos deshacemos de los cuerpos, también nos deshacemos de nosotros mismos en tanto seres corpóreos y en tanto consciencia ética de la universalidad del ser como cuerpo extenso. Se quiebra el imperativo categórico kantiano. No hay empatía, y si somos incapaces de ponernos en el lugar del otro, si somos incapaces de vernos reflejados en el otro, ninguna ley moral nos obliga, todo está permitido, el sociópata se convierte en el estado natural del ser humano. Podemos ver a los demás sufrir o gozar pero no sabemos si ese sufrimiento o ese gozo tienen algo que ver con nosotros porque nosotros somos incapaces de gozar o sufrir con los otros.
A través de internet lo que fluye, fundamentalmente, es la máquina narrativa del poder, su ecología de simulación y seducción, de represión y miedo sobre el escenario de una imaginación castrada y autoritaria que niega la posibilidad de otra forma de construcción de la realidad o de relación entre los seres humanos. Produce deseos (estructurados, controlados, reiterados), que acaban transformándose en signos que circulan en la infoesfera como sobredosis de lo mismo; pero niega el desear, fuerza motriz de todo movimiento erótico y político, como posibilidad de creación sin fin.
De ahí que lo único que de verdad hagan crecer estas tecnologías de lo virtual es el desierto, porque han conseguido enfermar a todos los mecanismos de producción de realidad que teníamos a nuestra disposición: la razón, la pasión, la ilusión, la locura, la ficción. El capitalismo ha generado un exceso infinito de signos que circulan saturando la atención individual y colectiva hasta secarla; funda su poder en la sobrecarga, en la hiperestimulación constante de la atención, en la aceleración y proliferación de los flujos semióticos hasta alcanzar el rumor blanco de lo indistinguible, de lo irrelevante y de lo indescifrable que nos devuelve un mundo sin sentido, donde es imposible interpretar críticamente un discurso o elaborar emocionalmente al otro, donde la imaginación colectiva es incapaz de ver posibles alternativas a la devastación, el empobrecimiento o la violencia capitalista.
Vivimos tiempos de inflación comunicativa. La palabra se ha espectacularizado hasta abarcar toda significación y perder así todo sentido comunicativo. Hablamos pero somos cada vez menos nosotros los que hablamos y cada vez más es el ruido blanco el que habla a través nuestro, nos recuerdan Franco Berardi Bifo y León Rozitchner, en Conversaciones en el Impasse; un ruido que nos satura tanto como nos absorbe, nos paraliza en un presente sin futuro, en una realidad atomizada, fragmentada, hecha pedazos, y nos imposibilita para la acción política porque es imposible entender nada o entenderse con alguien, es imposible en medio del ruido hacer crecer un sujeto político coherente, colectivo y compartido.
Es el fin de la izquierda política y de la democracia social, la consumación de la civilización humanista e ilustrada que quería construir un mundo de progreso, de garantías sociales y derechos políticos conquistados a lo largo de un siglo de luchas obreras y democráticas. La politización tradicional ha dejado de funcionar, no parece que volvamos a avizorar ningún ciclo de luchas sostenido sobre la dualidad capital/trabajo, izquierda/derecha u obreros/empresarios. La conflictividad tiene hoy un alto componente defensivo o identitario. Todo ha sido desactivado por un hipercapitalismo desregulador que corroe las bases mismas de la civilización que un día le dio a luz, que destruye la comunidad y reduce la individualidad a un signo sin persona. Pareciera como si no hubiera alternativa al capitalismo globalizador, que un abismo se hubiera abierto entre el sujeto y la colectividad y los problemas de uno y de todos nada tuvieran que decirse, no fueran vasos comunicantes de una misma impotencia, una misma afección, un mismo malestar que es vital y que es social a un tiempo. Ante la pobreza de la experiencia vital, el capitalismo despliega sus tecnologías de la incomunicación o reduce la militancia a un ciberactivismo que, desde facebook u otras redes sociales, constituyen el último aliciente desmovilizador que nos vende la lógica del sistema.
Hasta el arte del siglo XXI se nos aparece desorientado, lleno de miedos, vaciado de sentido, carente de la energía que en otros tiempos le otorgaba su compromiso en la fenecida lucha de clases.
A este vacío del ser que se repliega como único futuro para la humanidad, sólo nos queda oponer, con nuestras vidas, una intensa producción de prácticas antagónicas, de tiempo libre, de ternura, de generosidad y coraje existencial para defender lo que queda de comunidad entre nosotros, para reivindicarla, desplegarla y dignificarla contra la devastación capitalista, resistir desde ella mientras no podamos subvertir este orden, como residuo, como pulsión alegre, combativa, desprendida, suficiente, vital, emocional y cotidiana.