El accidente nuclear de Palomares: entre el sainete costumbrista y la tragedia clásica

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Imagen 1. El ministro de Información y Turismo y el embajador de Estados Unidos saludan a periodistas en la playa de Quitapellejos, Palomares (Almería).

En el corazón del áspero invierno de 1966 tuvo lugar un accidente aéreo en Palomares (Cuevas de Almanzora, Almería) que ha quedado clavado en la memoria sobre el franquismo gracias a los calzones de su Ministro de Información y Turismo, Manuel Fraga Iribarne, saludando a las cámaras de TVE y del Nodo en la playa de Quitapellejos. El objetivo era no dañar el lanzamiento de la campaña turística, de tanta significación política, económica y cultural en aquellos años de la fase desarrollista del régimen. La imagen de un Fraga saludando, chusca en el peor sentido del término, ha contribuido a velar la siniestra naturaleza del incidente, que no sólo puso en el mapa a la pedanía levantina, sino que dejó al descubierto un tétrico plan de vuelos de B52 estadounidenses, cargados con bombas atómicas: había cuatro en el vientre del bombardero siniestrado aquella mañana del 17 de enero. Los aviones sobrevolaban el Atlántico por la Europa aliada y la España del Generalísimo, en su fase de madurez y en tránsito hacia su modernización tecnocrática y modernamente capitalista, con la intención de llegar al límite del espacio aéreo soviético para hacer entender por la vía de los hechos que los pesados aeroplanos de la muerte podrían dirigir sus torpedos contra Moscú en respuesta a cualquier ataque. Y así un día tras otro. La colaboración logística de España era clave, al permitir el despegue de aviones de aprovisionamiento en altura de combustible de los bombarderos: a la ida, desde la base aérea de Zaragoza; a la vuelta, desde la de Morón de la Frontera (Sevilla).

Enero-marzo de 1966: la búsqueda de las bombas y la primera limpieza como escenario del poder tecnocrático

Gracias a un excelente trabajo documental en cuatro capítulos –Palomares, días de playa y plutonio (2021), de Álvaro Ron- podemos seguir todo el proceso de la herida abierta aquel año en el extremo oriental de Andalucía: desde sus prolegómenos hasta la demanda actual para poder cerrar de un modo más digno el lamentable episodio. En la docuserie podemos apreciar cómo los vecinos de la zona, agricultores y pescadores en su mayoría, avistaban cada mañana, en un cielo habitualmente límpido, las maniobras de dos aviones que se aproximaban hasta casi colisionar, permanecían juntos como insectos apareándose, para volver a recuperar rumbos distintos. Y así hasta que un día el apareamiento concluyó en una bola de fuego que desparramó por los campos yermos, de cultivo y por la costa almeriense toneladas de fuselaje, siete cadáveres y cuatro supervivientes, pilotos de los bombarderos. Las cuatro armas de destrucción masiva que transportaban los aviones eran bombas termonucleares de 1,5 megatones cada una, en las que los materiales radiactivos quedaban envueltos en 800 kilogramos de peso. Se convirtieron en lo que el lenguaje de inteligencia militar estadounidense denomina flechas rotas, macabra expresión que juega con el armamento de caza y bélico de las comunidades nativas norteamericanas; es decir, una bomba nuclear tronchada, accidentada. Gracias a que contaban con dispositivos de explosión convencional en caso de impacto, la detonación atómica quedó inutilizada en los dos artefactos que sufrieron desperfectos graves. De haberse producido su detonación…., bueno, no es fácil imaginarse el resultado, porque no hay referentes, teniendo en cuenta que esos explosivos lanzados al vuelo con vocación precautoria superaban unas 75 veces los arrojados sobre Hiroshima y Nagasaki, poco más de veinte años antes. Pero lo que no se evitó fue la dispersión de una nube de finas partículas con los óxidos de elementos transuránicos de las dos bombas dañadas, sobre todo plutonio y, con el tiempo, americio, altamente radiactivos. Esa contaminación está sobre el terreno[1] y aún puede medirse, pues sus efectos perduran miles de años.

El episodio de Palomares es ilustrativo de distintos y significativos planos. En primer lugar, porque las bombas de hidrógeno portan materiales transuránicos, es decir, más allá del uranio, un plus ultra que marca la superación de una nueva frontera traspasada por la hiperespecializada ingeniería de la energía nuclear en un rincón del universo cada vez más caliente gracias a la guerra fría. La bomba era el resultado de una tecnología y una ciencia que no dejaban de perforar, de penetrar, de reorganizar el mundo subatómico, pero también el de los ecosistemas, las relaciones comunicativas y sociales o las dinámicas atmosféricas y estratosféricas, mostrando que para la tecnocracia del capitalismo y el socialismo maduro de los sesenta no había membrana, ni órgano, ni relación trófica o energética en la biosfera, ni siquiera capa celeste que pudiesen quedar incólumes al poder del capital convertido en técnica, o de la tecnociencia convertida en capital. Sencillamente porque la ciencia y su vástago la tecnología, que ya se había vuelto tiránica en una nueva manifestación de la paradoja siervo-ama de Hegel, fueron despojadas de cualquier criterio ético como fundamento en su deambular histórico.

Pero el accidente también mostró la relación jerárquica entre el poder bélico y el civil; las relaciones coloniales de la patria del Plus Ultra de vocación colonial apolillada con Estados Unidos ejerciendo un patronazgo mandón. Sirvió así mismo para descubrir el del papel de los medios de comunicación, entre el colaboracionismo y la denuncia, según medios y según el país; o el uso de la propaganda mediante el espectáculo televisivo. Se pudo apreciar cómo una democracia tecnocrática puso en marcha toda su capacidad de organización para rastrear un área extensa de territorio, someter el terreno al poder de la pantometría, de la medición. Su capacidad para evacuar toneladas de tierra contaminada, adquirir toneladas de tomateras a precio de mercado y prohibir la faena tanto a familias agricultoras como a pescadoras mientras continuaban las labores de rastreo de las flechas rotas y de limpieza de fuselajes. Lo que al principio fue una atracción por el espectacular despliegue del campamento militar  de los americanos se convirtió para los habitantes locales en una sorda amenaza que impedía su modo habitual de vida, pues los vecinos estaban cada vez más turbados al comprobar los aparatos de medición de radioactividad y las medidas de seguridad que usaba el personal militar, mientras que ellos iban a cuerpo gentil y a pulmón descubierto respirando los venenosos aerosoles. La Junta de Energía Nuclear de España envió a ingenieros y físicos expertos en energía nuclear a tomar sus propias mediciones, porque las relaciones entre las cúpulas militar y de ingeniería de ambos estados fluían del muy franquista modo entre el permitir y el desconfiar. Condescender con entregar toda la operación de limpieza y rastreo de las bombas a los ultratecnócratas americanos, al mismo tiempo que enviar a los propios técnicos por si sus intenciones eran arteras.

Imagen 2. una pareja de guardias civiles al pie de uno de los aviones siniestrados. La población y la guardia civil colaboraron en la tareas de rastreo para buscar las bombas, sin ningún tipo de protección.

Se sucedieron campañas de repartos de alimentos por el patrón americano, porque las tareas de búsqueda de la última flecha rota se prolongaron durante casi tres meses. La ocultación a la sociedad española de lo que los vecinos de Palomares veían con sus ojos y la propaganda en los medios de comunicación patrios discurrían en paralelo con artículos en prensa internacional que, sobre el terreno, comprobaban que no todo estaba bajo control, que los niveles de contaminación apreciados eran imposibles de medir con los dispositivos convencionales: tal era la magnitud del material liberado. Ante la amenaza de un destartalado buque soviético que vino a husmear en las estribaciones del litoral almeriense ante las primeras sospechas de que la cuarta bomba reposaba en el lecho marino, llegó un importante contingente de la VI flota de EE.UU, lo que reforzó la tramoya y la espectaculizarión. Había que evitar a toda costa que la tecnología nuclear comprimida en el alma de la bomba sin alma fuese a parar a las desalmadas manos de la URSS –Dios la tenga en su gloria-. ¿Qué hubiera sido del promisorio futuro de progreso tecnocrático de la humanidad?

Los pescadores y sus conocimientos para la localización del artefacto: intrahistoria de los humildes.

Y es en este punto de la historia donde se produce un giro inesperado, un guiño prometeico insospechado, porque el saber hacer de un pescador catalán afincando en Águilas, Francisco Simó, Paco el de la bomba, se convirtió en el protagonista de la escena. En el documental, los ingenieros y pilotos de los submarinos, de empresas civiles, altamente cualificados para rastrear en simas bajo el agua, recuerdan el sentimiento de impotencia, de desasosiego, al comprobar la zona que debían cubrir en sus inmersiones, un plano euclidiano organizado en cuadrículas, sin contar con algún criterio aparente, salvo el de rastrear sistemáticamente desde la primera cuadrícula a la última trazada.

Un pequeño grupo de pescadores artesanales, con embarcaciones de apenas unos metros de eslora, ya había tenido un papel protagonista “el día que ardió al cielo”. Tras la bola de fuego, vieron varios paracaídas en descenso, y se dirigieron a toda máquina a rescatar los cuerpos, tres en distintos puntos, según las inveteradas normas de socorro en el mar. Con cinta adhesiva y estopa de motor uno de ellos cerró una herida abierta en un glúteo de uno de los pilotos; a otro bastó con arroparlo con mantas y calentarle el ánimo con café y brandy de los que llevan los marineros en los barcos para acompañarse en la frialdad de noches y amaneceres. Pero Paco Simó había visto dos paracaídas que se sumergieron sin dejar más huella. Haciendo uso de un modo vernáculo de posicionamiento en el mar, el sistema de marcas, alojó en su memoria aquél punto de localización. El sistema de marcas permite a los pescadores ubicar con alto grado de precisión puntos de pesca o de elementos de riesgo para la navegación mediante la modesta técnica de su capacidad visual y su memoria. Mediante el cruce de referencias visuales de dos o tres puntos de la costa –un sistema que puede hacerse más sofisticado contando con el tiempo de navegación desde un punto de la cosa y, si es posible, con la referencia de profundidad-, los pescadores han generado archivos inmateriales de memoria colectiva, pero aprehendidos de modo personal y sólo transmitidos a los más allegados, “porque las marcas, aunque te las enseñe alguien, las tiene que aprender uno, que tiene que tenerlas uno dentro” –recuerdo este testimonio de un pescador de Chipiona-. Paco fue llamado a consulta para que explicara la forma y el tipo de balanceo de los paracaídas que había avistado y uno de los ingenieros de la bomba dedujo por el dibujo que le presentó que se trataba de la flecha rota perdida.

Cuando los mandos navales se apercibieron de la magnitud de la empresa, “encontrar una aguja de unos tres metros en el fondo del mar”, solicitaron a Paco que les dijese el sitio exacto del avistamiento, hasta en tres ocasiones. Él estaba absolutamente seguro del posicionamiento y lo transmitió, pero, para su sorpresa, el dispositivo de búsqueda se desplegó siguiendo el sistema de coordenadas trazado sobre el plano y sin atender preferentemente el posicionamiento por él indicado basado en sus capacidades visuales y cognitivas. Es difícil encontrar una expresión más nítida de la dicotomía de espacio liso-estriado de los filósofos Deleuze y Guattari[2] para entender dos modos diferentes de relacionarse y representar el espacio marino. Mientras que la navegación de altura –y la militar, añadiríamos- se fue desarrollando mediante la instauración de un espacio estriado, construido sobre la marcación de puntos en el espacio marítimo como consecuencia de la sobreimposición de líneas, una vez que el estado impulsó el dominio territorial de los mares, la navegación de zonas litorales siguió el modelo de espacio liso a partir de las referencias experimentales de navegantes de cabotaje, marineros y pescadores.

Y así se iniciaron los días de rastreo de los submarinos siguiendo el modelo estriado, sin resultado. Mientras que los pilotos de navegación submarina se descorazonaban ante lo titánico de la tarea, Paco acabó por atreverse a explicarle a los periodistas que él sabía dónde estaba exactamente lo que buscaban y que en su barco los llevaría con exactitud al punto. De algún modo, uno de los pilotos del Alvin, el ingenio submarino más sofisticado, se preocupó por robar el fuego prometeico del saber vernáculo, experimental, no sistematizado pero sí incorporado de Paco y, desobedeciendo las órdenes del almirante West que controlaba las operaciones desde su mapa estriado de cuadrículas, decidió un día alejarse de la ruta submarina marcada. Al cabo de varias horas de navegación, dio con la bomba, no visible al estar envuelta en el paracaídas en el que se había enrollado en su hundimiento y deslizamiento. La ingeniería civil de alta capacidad estadounidense, tras un primer intento fallido, logró sacar a flote el explosivo, con un dispositivo denominado Curv, no tripulado. Tomando prestada de Lévi-Strauss la contraposición entre el saber del bricoleur (el de los pescadores) y el del ingeniero (el desplegado por los científicos civiles y militares en la zona), el cuento tuvo final feliz gracias a la colaboración de ambas formas de pensar y actuar. Paco Simó reclamó una indemnización que pusiese precio a su conocimiento de valor incalculable, reclamando al gobierno estadounidense, sin suerte.

Imagen 3.Recuperación de la cuarta bomba, enredada en su paracaídas, ochenta días después de ser avistada por Paco Simó. Es la primera fotografía de una bomba atómica difundida públicamente. Un ingeniero matemático que asistió a las operaciones afirma que sin la ayuda del pescador hubiesen tardado probablemente un año.

El posoperatorio del accidente de Palomares: continua el poder de la tecnocracia.

Resuelta la principal preocupación para el ejército de Estados Unidos, la recuperación de las bombas, había que solucionar el problema de la contaminación, aún hoy  pendiente. Las toneladas de una parte de la tierra contaminada fue evacuada a Carolina del Sur, las tomateras arrancadas y los tomates y hortalizas fueron comprados, mientras que los restos del fuselaje se hundieron mar adentro y allí estarán como registro arqueológico de la supeditación a la potencia amiga. En 1967, hubo una manifestación que se prolongó apenas 200 metros, encabezada por la Duquesa Roja, María Luisa Álvarez de Toledo, que le valió un año de cárcel y una multa, lo que pone de manifiesto que, a pesar de la conclusión mediática del accidente, la población seguía preocupada. Los propietarios de huertas y parcelas de cultivo recibieron documentos de descontaminación e indemnizaciones, lo que les permitió seguir laborando sus tierras en los siguientes años. Sin embargo, a mediados de los ochenta se reanudan los problemas.

Por una parte, las autoridades gubernativas hispano-estadounidenses, reaseguradas mutuamente por cláusulas de confidencialidad, pusieron en marcha un proyecto de investigación, el Indalo, que tenía por objeto monitorizar la huella de elementos radioactivos. Los análisis médicos se hacían anualmente en Madrid, pero no se aportaban resultados, ni siquiera había un programa de salud pública para responder a eventuales enfermedades. Las nuevas mediciones de las tierras confirmaron, por otra parte, la contaminación, lo que condujo a la prohibición de cultivos. Emergió entonces la figura de la alcaldesa Antonia Flores, que logró convertir, en la década de los ochenta y bajo el gobierno González, el tema de Palomares en actualidad de nuevo: asambleas ciudadanas y manifestaciones lograron que una representación del CIEMAT (antigua Junta de Energía Nuclear) acudiera al pueblo, que aportaran resultados del proyecto Indalo y que, personalmente, entregaran los informes médicos a los afectados que los solicitaron. A pesar de los datos de salud, muy elocuentes, nunca ha habido una respuesta de salud pública ni coordinación prevista entre especialistas de salud y de energía nuclear y contaminación. Algo similar ha ocurrido entre los militares y técnicos estadounidenses que estuvieron en las tareas de descontaminación en 1966, en quienes, al cabo de dos décadas, se empezaron a declarar cuadros clínicos compatibles con la exposición al plutonio. Sólo una iniciativa particular en el senado de Estados Unidos, ¡en abril de 2021!, parece que puede lograr que se estudie la conexión entre sus cánceres y enfermedades inmunológicas con la radiactividad. Hasta el momento la ley de acero de la causalidad de la ciencia convencional moderna persiste implacable: no se puede aseverar con total certeza la correlación entre la exposición a materiales radiactivos y enfermedades, pues depende de mutaciones genéticas que no se dan en todos los pacientes y de dinámicas difusas que se despliegan en el tiempo.

El CIEMAT inicia una nueva investigación a finales de los años noventa que descubre zanjas con material radiactivo sepultado en la intervención de los sesenta y confirma la existencia de plutonio, uranio y americio. Se procede a nuevas expropiaciones y al vallado de las zonas contaminadas (imagen 4). Se definen unos umbrales de radioactividad que requerirían una nueva limpieza, en la que debería involucrarse la potencia causante. Desde 2010, se han reanudado las relaciones diplomáticas España-Estados Unidos, saliendo el asunto en una  comparecencia conjunta de Hillary Clinton y Trinidad Jiménez, en 2011, y en cuyo marco se firma un protocolo entre John Kerry y Margallo, para el cincuentenario del accidente, que no ha generado ninguna acción concreta. Lo que sí parece ponerse de manifiesto a nivel diplomático (y no al nivel de Sanidad ni de Medio Ambiente) es que España solicita la retirada de nuevo material y ventajas comerciales, así como contratos en EE.UU. para grandes empresas de infraestructuras a cambio de hacer descender las exigencias en los umbrales admisibles de radioactividad en la zona y de dar por zanjado el asunto[3]. En este contexto, lo que están denunciando organizaciones como Ecologistas en Acción y partidos locales como IU o Ciudadanos, es la obligación del gobierno español de acometer un proyecto de rehabilitación, realizado por los expertos nucleares, pero que se mantiene en secreto[4]. Bruselas ha solicitado al gobierno español la desclasificación de este plan y que acometa un plan, de acuerdo con las directivas propias, en la zona[5].

Lo que sí ha quedado al descubierto es otra sucesión de acciones gubernamentales basadas en el secretismo y la aparición de manejos diplomáticos que atienden a intereses económicos y políticos que nada tienen que ver ni con la salud o los medios de vida de los afectados ni con la contaminación.

Imagen 4. Reconstrucción en tres dimensiones de zonas afectadas por contaminación radioactiva, según el CIEMAT.

En síntesis, a propósito de Palomares, es difícil encontrar una expresión más sincera y desnuda de cómo la tecnocracia se pasea impune ante una sociedad inerme: sin información ni conocimiento, sin percepción de riesgo, sin ningún dispositivo ni ninguna posibilidad de responder a un enemigo invisible que se quedaría impregnado en la tierra, en los cuerpos  y en los objetos hasta un futuro imposible de definir. El episodio ha dejado un reguero de tics de las tecnocracias occidentales, ya sea en el estado dictatorial ya en el democrático: como la subordinación del poder civil al militar; la supeditación de intereses de salud pública y contaminación a objetivos geoestratégicos y económicos; el abuso de la clasificación de documentos y el secretismo de acciones gubernamentales y la contumacia en estrategias de publicidad y desinformación para crear estados de opinión. Por tanto, es mejor pensar en figuras como las de Paco Simó Ortiz o Antonia Flores que en el baño de Manuel Fraga a lo Spain is different; preferible apoyar iniciativas políticas locales y ser duramente críticos con la tramoya diplomática intergubernamental. Y es exigible contraponer, frente al farisaico y aparatoso sainete del baño de los políticos en las playas de Mojácar y Quitapellejos, gestas de la instrahistoria local. Me refiero a del pescador en 1966, la de duquesa de Media Sidonia un año después, la de la alcaldesa en los ochenta, o la de organizaciones locales en los últimos años. Todas ellas me parecen acreedoras de haber formado parte de una tragedia clásica, en la que el conocimiento humilde y el sentido político de justicia se habrían opuesto, sin éxito, a una tecnocracia transgresora de límites que deberían haber sido intocables.

[1] https://novaciencia.es/accidente-nuclerar-de-palomares-hoy/

[2] Deleuze, G. y Guattari, F. (2004). Mil Mesetas. Capitalismo y esquizofrenia. Valencia, España: Pre-Textos.

[3] https://novaciencia.es/accidente-nuclerar-de-palomares-hoy/

[4] https://www.nytimes.com/es/2016/06/21/espanol/aun-sin-estallar-cuatro-bombas-de-hidrogeno-dejaron-cicatrices-profundas-en-palomares-espana.html

[5] https://www.larazon.es/cultura/20210422/ethncol5q5egjfeauoall6ence.html [22 de abril de 2021]