El año que cambió nuestras vidas

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Finaliza el invierno. La primavera ya está aquí. Han pasado cuatro estaciones. Y parece que fue ayer. Pues no, ha pasado ya un año desde la declaración del estado de alarma en marzo de 2020. Nadie pensó que la propagación del virus iba a ser tan contagiosa y tan peligrosa, bueno sí, muchos mentirosos dijeron saberlo, con tal de atacar al Gobierno de Sánchez e Iglesias. Hoy, sí lo sabemos. Más de 72.000 fallecidos y más de 3.180.000 contagiados en España. Y en el mundo, más de 120 millones de contagiados y 2.650.000 fallecidos, hasta el momento. Y las varias y polémicas vacunas que nos hacen concebir esperanzas para derrotar a la SARS-Cov-2

¿Cómo se han transformado nuestras vidas en tan solo un año?

Hemos introducido en nuestra cotidianidad, los geles, el lavado frecuente de las manos, las mascarillas de quitar y poner cuando salimos, e incluso en casa, según y como. Hemos alterado nuestra forma de vida. Durante unos meses a las ocho salíamos a las puertas, ventanas, o balcones a aplaudir a nuestros sanitarios y a cuantos no han dejado de trabajar para que la vida continuase, y entre ellos a los productores y repartidores de alimentos. Muchos han decidido hacer compras por Internet. Se han ido a Amazon y han dejado al tendero o a la pescadera, al pequeño comercio, o a la librería del barrio, al pairo. Yo he seguido comprando presencial o virtualmente en estos pequeños comercios que mantienen viva la vida del barrio, del pueblo, de la ciudad, de la comunidad. Antes quedábamos con familiares y amigos para celebrar lo que fuera, un cumpleaños, la Semana Santa, la Feria, las fiestas navideñas. Esto ha cambiado, por cuánto tiempo? Antes hacíamos planes para salir de excursión los fines de semana; preparábamos las vacaciones de verano, y algún viaje extra a lo largo del año. Ya no viajamos, ni hacemos planes a corto plazo. Los confinamientos locales, provinciales y autonómicos impiden los desplazamientos. Nos hemos hecho fuertes en nuestras casas, donde nos creemos a salvo del virus. Cada semana hemos incorporado una nueva obligación en nuestras vidas: estar atentos al parte oficial de la Comunidad, a ver si seguimos encerrados o si se abre el portillo para poder salir un día al campo, ir de compras, o a un restaurante, eso sí, con garantía de terraza al aire libre, y las distancias de seguridad pertinentes. Echamos de menos el vino y la cervecita con los amigos.

Hemos anulado de nuestras agendas los actos culturales y sociales. Ya no vamos al teatro, o vamos poco por los horarios intempestivos. Hemos dejado de ir a los conciertos musicales. No vamos al cine, por el riesgo que supone un espacio cerrado, aunque nos ofrezcan todas las garantías.. Yo iba a natación en invierno, ya no voy, por estar cerrado el espacio. Si voy al gimnasio, pero exigimos a la monitora y al centro que sea siempre al aire libre, y hemos aguantado así todo el invierno. Ahora sigo yendo a clases de yoga, con reducción de alumnos y abriendo ventanales. En los meses duros, hemos seguido tablas de gimnasia y de yoga desde casa. Hemos incorporado salir a pasear, o a caminar, o a correr, o a montar en bici (han aumentado las ventas y el uso de las bicis), o en patinete, bien solos o bien acompañados por nuestras parejas, nuestros hijos, o amigos. Hemos descubierto espacios, senderos, caminos entre olivos y trigales. Si te encuentras de frente con alguien, te pones la mascarilla por deferencia, luego yo me la quito. Si paseo por una calle céntrica con gente, llevo mi mascarilla bien puesta por respeto a mi, y a los demás.

Hemos quedado con amigos, cuatro, seis, según las normas en cada etapa, para ir a una terraza a comer. Mesas y comensales separados, mascarilla al llegar, luego, me la quito y me la pongo, a ratos, mientras comemos. La llevo en el bolsillo de la camisa o del pantalón. En las casas lo mismo, con más libertad.

El confinamiento ha aumentado nuestros contactos telefónicos y las videoconferencias con amigos y familiares. Nos hemos familiarizado con las reuniones online, zoom, webinar, aunque a veces silenciemos el micrófono, o el pequeño se nos cuele en la reunión. También ha aumentado el teletrabajo. Ahora ya no vamos 8 horas presenciales, ahora estamos casi todo el día colgados del trabajo desde casa. Confinados hemos desarrollado otras habilidades, hemos rescatado los juegos de mesa familiares con nuestros hijos e hijas; en la cocina, hemos aprendido nuevas recetas culinarias, hemos compartido las tareas domésticas, y hemos aprovechado las largas horas del día para leer nuevos libros y obras que teníamos pendientes. Ha aumentado el nivel de lectura medio y eso es una buena noticia. Esuchamos música, valoramos la soledad y el silencio, también la conversación con la pareja, y hemos aumentado ¡Ay!, el uso del móvil y las demás pantallas. También nuestra presencia y dependencia de las redes, con chats y vídeos de todo tipo, que nos hacen esclavos de la pantallita. Y eso ha podido generar algún problema de espalda, de vista, de tendinitis, de comunicación interfamiliar, y de adicción al androide.

En este último año, la reducción de la movilidad del transporte aéreo, fluvial, marítimo, por tren y por carretera, han hecho que se reduzca la contaminación y el aire se volviera más limpio y respirable, y los cielos más hermosos. Hemos aprendido que en los pueblos el confinamiento se ha llevado mejor que en las ciudades, y que en el medio rural se respira una mejor calidad de vida. Hemos aprendido a ser solidarios ante una crisis sanitaria y económica sin precedentes. Ha habido quienes lo han pasado peor que otros, con las prohibiciones y los cambios de normativa: los autónomos, los restauradores, los pequeños y grandes comercios. Pero, estas crisis golpean siempre a los más débiles, a las familias más necesitadas y vulnerables social y económicamente.

Mucha gente ha tenido que sobrellevar el confinamiento con sacrificios personales y mentales. Otros no han podido. Ha habido quien ha recurrido al tabaco, alcohol, fármacos, tranquilizantes, para sobrellevar el día y la noche. Han aumentado las depresiones, los cambios de humor, la tristeza y el miedo a salir a la calle. Enfermos de otras patologías graves que no se han atrevido a ir al hospital o al centro de salud, por temor a contagiarse de la Covid-19. Las vacunas nos han devuelto la esperanza y nos atrevemos a sonreír, pero ¿cuántos se han ido sin poder despedirse de sus seres queridos? Decenas de miles de personas singulares, con nombre y apellidos, se fueron en este año fatídico. Los niños y niñas se han adaptado rápido a la nueva situación de las mascarillas y recordarán 2020, como ese año en el que no pudimos ver a los abuelos, ni a los amiguitos, ese año de la Covid-19 que cambió nuestras vidas.

Sin embargo, hemos aprendido a amar más a los seres queridos, nos hemos reconocido sin tanto estrés social y de trabajo, nos hemos sentido débiles y vulnerables ante la enfermedad, nos hemos solidarizado con los familiares de los fallecidos y de los enfermos graves, y hemos valorado que la salud es lo más importante, ante quienes a toda costa han tratado de imponer criterios económicos y financieros, dejando a un lado lo esencial en una pandemia: ¡Salvar vidas!

Autoría: Ezequiel Martínez. Periodista y escritor.