El franquismo que habita entre nosotros

1881
José Aumente Baena.

José Aumente le llamaba franquismo sociológico. El psiquiatra andalucista ya defendió la pervivencia de valores propios del anterior régimen en los albores de lo que entonces era una incipiente democracia. Me pregunto qué hubiera escrito el ideólogo durante estos años de antitransición desde los gobiernos de Rajoy y ante la emergencia irredenta del neofascismo. Ya lo advertía. Si bien el franquismo biológico desapareció en 1975, hubiese sido deseable que se esfumara en 1977; sin embargo, la muerte cultural, política, mental, sociológica, simbólica y, supuestamente tradicional, no ha tenido lugar. Es evidente. Está más vivo que nunca y muchos lo resucitan día a día.

Convencido estoy de que no somos una democracia normalizada dado que es imposible comprenderla sin analizar el techo de cristal que la cobija: oligopolios tiranicidas, sistema patriarcal, nacionalcatolicismo, el llamado “partido militar”, unos medios de comunicación sumisos a élites plutocráticas… o una monarquía que se denomina parlamentaria, pero cuyos negocios y posesiones escapan al control de las cámaras. Este régimen da muestras de agotamiento y regresión y, en este escenario, el levante más reaccionario ha conjurado este tsunami ultraconservador. Así, las puertas giratorias, la defensa a ultranza de los roles en la “familia tradicional”, la invocación militarista por parte de salvapatrias en favor de reconquistas y pasados imperiales, la reiteración heredadas de costumbres y tradiciones normalizadas sin espíritu crítico alguno, los turbios enjuagues policiales de las cloacas del Estado, la preeminencia de las leyes y el poder de la Iglesia por encima del civil, la presencia de corrientes opuistas en la judicatura, la recentralización territorial, el silencio cómplice de la prensa sobre a la casa real… no son más que ejemplos de una extraña anormalidad, no tan pasada y que, hoy por hoy, hacen que las prácticas franquistas no sean ni un hito ni un mito superado.

Es evidente que la transición, por mucha concordia invocada, fue incapaz de superar la dicotomía de las dos Españas y que, la democracia adolescente que vivimos, no ha hecho más que profundizar en dicha fractura. Me preocupa la ausencia, cada vez más, de espacio de reconocimiento del otro y búsqueda de soluciones plurales consensuadas. La pandemia es un ejemplo paradigmático de cómo nos empeñamos en ser una democracia diferente: somos un Estado abrumado por los mismos conflictos, eternamente pospuestos y, tradicionalmente, mal resueltos. Giramos en una noria invisible para permanecer en el mismo sitio. La constante evocación de aquella transición rosa, ejemplar y de papel couché, ha sido incapaz de evitar la emergencia de opciones reaccionaria que ponen en jaque este frágil escenario democrático. Lo que no evoluciona se revoluciona.

La profundización pacífica en los valores cívicos y democráticos debe marcar líneas rojas a un franquismo por el que Franco sigue ganando batallas después de muerto. Cual Cid, el cadáver del Caudillo sigue presente cabalgando por el imaginario colectivo de una ciudadanía que, a diferencia de Alemania, Italia y Japón, no ha marcado distancias preventivas ante sus recientes totalitarismos. No se trata simplemente de desacreditar opciones o deslegitimar los votos que reciben de la ciudadanía, aún por políticamente contrarios. La ultraderecha y buena parte de la “derechita cobarde” tiene su pecado original en una transición inmaculada que, por mucho que la invoquen, ni siquiera la asumen dado que, según ellos, ha degenerado en un perverso parlamentarismo causante de todos los males que padecemos. Más parece que tuvieran mala conciencia por impulsar, tras apertura y reforma, aquel breve resquicio para que pasasen valores de igualdad, libertad y fraternidad; eso sí, siempre enrocados en la mentalidad de esa “España bien entendida”. La que ellos entienden e imponen. Han pasado de arrogarse en exclusiva la presencia de la Carta Magna a decir que “con Franco vivíamos mejor”.

La partitocracia o la excesiva politización de las instituciones han fraguado la distancia y la desafección de una ciudadanía que necesita, ahora más que nunca, obtener claves políticas interpretativas para el análisis sobre lo que vive y padece. Echar la vista atrás o mirar por el retrovisor poco aporta o beneficia. “Desacralizar la política”, escribía el citado ideólogo andalucista. Pero lo cierto es que sin ese franquismo sociológico o cultural, esa mezcolanza ultra de percepciones miopes y distancias eternas, hoy más vivas que nunca, se hubieran superado. Su permanencia, lejos de ser un indicador de vitalidad democrática, se convierte más bien en su factor de anclaje y retroceso.

La muerte cultural de Franco no ha tenido lugar, y hábilmente manipulada penetra, vive y se acomoda en el relato cotidiano. Es más, vil e intencionadamente viene a utilizar los mismos resortes y fábulas ideológicas que para la reacción contra la II República. El problema supera los parámetros parlamentarios y gubernamentales y, desde luego es un lastre de Estado. Es ahí donde surge Andalucía, junto a otros territorios periféricos, como regeneradora, redentora o reinventora -si se quiere- de un nuevo Estado. ¡Qué vivo sigue Blas Infante! Mientras tanto, apelaremos de nuevo a Aumente: “Preparar y prepararse para el `cambio´ debiera ser hoy la gran consigna de los españoles responsables, a fin de que éste fuese pacífico y democrático”. Lo decía en 1978; cuando PSOE y PCE significaban una esperanzadora posibilidad de transformación estructural. Hoy, son parte ya del régimen del setenta y ocho y, padeciendo agudos trastornos de personalidad, han desplazado todo el espectro ideológico hacia la derecha. Paradójicamente, nos encontramos ante el franquismo más activo y frente a la izquierda tradicional más sumisa; tanto, que ya hasta comienza a dejar de serlo cuando se empeña en demostrar que no es de derechas. Corresponde pues a esa izquierda alternativa y periférica, aquella que no recuerda en nada a la derecha, abrir ese debate aplazado de cara al futuro.

España es un proyecto inacabado por eso demando un vigorizante instante re-constituyente. Volver a empezar sin melancolías. Resetear. Vuelva el burro a la noria, y Sísifo a coger la piedra para cargarla por la empinada cuesta y depositarla, esta vez sí, arriba para poder descansar. Párense las norias pues, que los burros están bien para sacar agua pero no para hacer Historia.