En sus orígenes, el fútbol en Latinoamérica se negaba por cuestiones sociales, económicas y, sobre todo, raciales. Se trataba de un reducto endogámico y excluyente de las clases burguesas. Tan era así que Carlos Alberto, primer jugador mulato de la historia de Brasil, tenía que blanquearse la cara con polvo de arroz antes de salir al campo de juego con el Fluminense. En Uruguay, campeona Mundial, ocurría exactamente igual. Y así, en cada rincón del Planeta.
El fútbol es racista. Desde su origen hasta nuestros días. El fútbol es racista como lo es la sociedad. El fútbol es racista, más allá de lo que considere un jugador en particular. Y esta afirmación no pretende entrar en el caso Cala y Diakabhi, tengo mi opinión, pero faltan pruebas y datos objetivos para emitir un juicio. Pero sí rebatir una afirmación del defensa del Cádiz que negó hasta en dos ocasiones que el fútbol fuera racista. Que él no lo haya sufrido en sus carnes tiene una explicación muy sencilla: es blanco.
Porque existen realidades que demuestran que tanto el fútbol español como La Liga son racistas. Sin ir más lejos, su presidente, Javier Tebas, militó en Fuerza Nueva y ha manifestado públicamente su simpatía por Vox, dos formaciones que han evidenciado sus inclinaciones segregacionistas. El fútbol español es racista porque en sus gradas hay cabida abiertamente para grupos ultras de ideologías fascistas, que tienen patente de corso para desplegar pancartas y banderas confederadas, franquistas y nazis.
El fútbol es racista porque si algo ha descubierto esta situación es la absoluta ausencia de un protocolo para atajar experiencias xenófobas sobre el césped. Más allá de las pruebas, las interpretaciones o los malentendidos, se olvida que una persona se sintió herida y dolida por su color y su origen y el desenlace fue que se quedara en la grada con una tarjeta amarilla.
El fútbol es racista porque se han repetido descalificaciones como «mono» de un jugador a otro, se han lanzado plátanos en un saque de esquina o se han imitado sonidos de orangutanes desde los fondos. El fútbol es racista, que le pregunten a Marcelo, Iñaki Williams, Eto’o, Balotelli o a Etienne, un chaval gaditano de 16 años que partido tras partido sufrió los insultos de los padres y los integrantes de los equipos rivales. A esa edad…
Y ante esto, no puede existir la equidistancia. Sólo hay dos posiciones: Racismo o antirracismo. «Si eres neutral en situaciones de injusticia, has elegido el lado del opresor», decía Desmond Tutu.
El fútbol es racista porque lo es la sociedad. Y cuando se pretende igualar el negro de mierda al blanco de mierda, olvidando que el color de piel ha sido motivo de discriminación desde el origen de los tiempos, caemos en el racismo.
Porque nunca a un blanco, menor de edad, se le criminalizó por nacer al sur de Tarifa. Porque nunca a un blanco un partido político le amenazó con expulsarlo sin argumento legal, basándose en el odio y su afroascendencia. Porque los blancos no fueron esclavos, porque los blancos no se dejan la vida en el Estrecho, porque los blancos no terminan hechoS jirones con las cuchillas de la valla de Melilla, porque los blancos no cargan en sus espaldas un pasado colonial y arrebatado.
Por todo esto, el fútbol es racista, lo que vivimos en las redes sociales, en el día a día y la forma de proceder durante el encuentro es racismo. Y José Manuel Soto, además de lo evidente, un triste y un llorón absolutamente anacrónico.