El rabino Philippson y la libertad de cultos

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Expulsión de los judíos de España (año de 1492). Pintado en 1889 por Emilio Sala.

Hace 168 años, otoño de 1854, que el rabino reformista Ludwig Philippson, influido por la obra de Amador de los Ríos: Los judíos de España. Estudios históricos, políticos y literarios (1848), envió a las Cortes constituyentes un escrito solicitando que la nueva Constitución recogiese la libertad de cultos: “una necesidad irrecusable en toda nación civilizada”. Además, pidió la revocación formal del edicto de expulsión de los judíos, firmado por los Reyes Católicos el 31 de marzo de 1492, suponiendo la “reparación de un agravio antiguo” cuyas consecuencias siguen vivas hasta nuestros días. Esta petición cuestionaba por primera vez la unidad católica de España establecida por los reyes Isabel y Fernando mediante la implantación del Tribunal de la Inquisición, la expulsión de los judíos y la conversión forzosa de los musulmanes, y que el Concordato con la Iglesia católica de 1851 blindaba.  Las Constituciones liberalitas-católicas de 1812, 1837 y 1845 no osaron en cuestionarlo, cuyo modelo sería el de una monarquía constitucional basada en la ciudadanía católica.

Tales fueron las medidas protectoras del catolicismo como única religión verdadera que llevaron a establecer los estatutos de limpieza de sangre, que discriminaban a los católicos descendientes de judíos y musulmanes, llamados los cristianos nuevos a diferencia de los cristianos viejos o puros: “descendiente de cristianos, sin mezcla conocida de moro, judío o gentil”, según la RAE. Siglos atrás, Francisco de Quevedo, un cristiano viejo, llegaría a burlarse de la poca limpieza de sangre de su enemigo literario, Luis de Góngora., que al igual que Luis Vives, Teresa de Jesús, Juan de la Cruz o Miguel de Cervantes eran descendientes de judíos.

En las Cortes constituyentes de 1854 el debate sobre la libertad de conciencia defendida por los demócratas fue el más intenso y prolongado. Este tema como el sufragio universal, o los derechos de reunión y asociación fueron rechazados. Solo lograron que se aprobase una mera tolerancia religiosa: “Ningún español ni extranjero podrá ser perseguido por sus opiniones o creencias, mientras no las manifieste por actos públicos contrarios a la religión (católica)”. Tuvieron que esperar a la Revolución de 1868 para que se aprobasen las demandas expuestas por los demócratas, que la Constitución de 1876 volvió a suprimir.

No nos debe extrañar esta obstinación por negar todo lo que no fuera católico, la seña de identidad de la llamada “nación española”. A diferencia de otros países, como Francia, que no tomaron la religión como pretexto excluyente para configurar su reino. Es el caso de Enrique IV de Francia (1589-1610) muy alejado de su coetáneo Felipe II. Baste con recordar el Edicto de Nantes (1598) que autorizaba la libertad de conciencia. Un hecho que podríamos calificar de inicio del proceso de secularización, reconociendo la separación entre nación y confesión. Algunos autores lo calificarían como “el triunfo del poder político sobre el poder de la jerarquía católica”, otros como “momento decisivo en el surgimiento del Estado moderno”. Su contrapunto lo encontramos en el mencionado Felipe II totalmente identificado con la Contrarreforma, proclamándose salvaguarda de la fe católica contra las herejías. Su reinado continuo la política de sus ascendientes, depurando todos sus territorios de credos que desvirtúen la unidad político-religiosa de la “gran patria”. Una ideología política y religiosa basada en que la fidelidad al rey se cimentase en todos sus vasallos sobre una adhesión firme al catolicismo.

Después de Trento, Felipe II, emprendió una gran cacería contra los luteranos, teniendo la muestra más palpable en los autos de fe de Valladolid y Sevilla, 1559 y 1560. Años más tarde, 1567, dictó la Pragmática Sanción, que limitaba las libertades culturales y cultuales, lo que provocó la rebelión de las Alpujarras entre 1568 y 1571. Una vez sofocada la rebelión se deportaría a los moriscos del Reino de Granada por diferentes ciudades de la corona de Castilla. Aparte de las muertes y de las expulsiones, miles fueron vendidos como esclavos. En el año1573 había en Córdoba unos 1500 esclavos moriscos. Años más tarde, Felipe III remataría la faena decretando la expulsión de los moriscos en 1609. Fue una decisión dramática para las 350.000 personas que tuvieron que abandonar su tierra, sus hogares, sus pueblos o ciudades, sus bienes, su vida. Una etapa más en el proceso homogeneizador, excluyente y criminal comenzado por los Reyes Católicos, ratificando la cristiandad como eje transversal de los reinos de lo que más tarde denominarían España.

¡Qué caminos tan distintos los seguidos por Francia y España! No nos debe extrañar que en 1789 sucediese la revolución francesa, que dio lugar a la ilustración y con ella la llegada de las democracias y los derechos humanos. Mientras que España seguía estancada en su catolicismo más cavernoso e inmovilista. Una España que en el siglo XIX gritaba ¡vivan las caenas! e introducía el término reconquista para anular o ningunear la historia de al-Ándalus, parte esencial de la historia del pueblo andaluz y del Estado español. Al-Ándalus molesta para los que escriben la historia desde una óptica de cristiandad, pretendiendo amputarla de la memoria colectiva como si de un miembro gangrenoso se tratase. Por eso Andalucía en particular y España en general seguirán padeciendo la tensión ideológica e identitaria mientras siga existiendo una monarquía confesionalmente católica e ideológicamente negacionista de la pluralidad nacional del Estado español.

Andalucía no puede estar cómoda en un Estado que no solo no reconoce su historia, sino que la desprecia. Hace falta contarla tal y como fue, sintiéndonos orgullosos de esa etapa llena de luz en plena Edad Media. Mientras no haya una voluntad inclusiva para escribir la historia sin trampas ni falsos relatos este país está condenado a vivir en la división de los unos, siempre ganadores, y los otros, siempre perdedores. No es de recibo que las calles y plazas de nuestros pueblos y ciudades estén presididas por personajes históricos que poco o nada han aportado a nuestra historia colectiva. No es de recibo que en las fiestas andaluzas ondeen los pendones de Castilla que demuestran una y otra vez que nos negaron nuestra memoria y nos hicieron creer que ya no éramos Andalucía sino la Nueva Castilla. Andalucía no se siente representada en el escudo del Estado, no somos la pequeñita granada que está en su apéndice. Andalucía fue la que más en Europa y en el mundo conocido, llevamos nuestra sabiduría a muchos rincones del planeta, irradiamos nuestro arte por todo el mundo, e incluso nuestro patrimonio inmaterial (gastronomía, costumbres, fiestas, cante) está reconocido por la Unesco.

De haber conseguido el rabino Philippson la libertad de cultos otro gallo nos hubiese cantado. Estos limos serían muy distintos porque aquellos barros hubiesen sido diferentes. No hubiésemos escrito la historia desde la única perspectiva de la religión, siempre interesada, dogmática y exclusiva. Posiblemente España sería republicana, federal y laica, un Estado moderno reconocedor de todas sus idiosincrasias y valías, plural y de encuentros, reconciliado y dignificado, donde la igualdad sería el denominador común de toda la ciudadanía.