Fueron y son singularidades sin identidad, resistentes a la opresión, a lo invivible, sin anclajes de clase, propiedad o nación. Reconocemos a algunos en su marginalidad y plasticidad absoluta bajo el nombre de Diógenes, Epicuro, Basho, Zhuangzi, Villon, Stevenson, Swift, Kropotkin, Lafargue, Thoreau, Salvachoea, Bertrand Russell, Juan Ramón Jiménez, Duchamp, El Bizco Amate, Cage, Vaneigem, Debord, Marcuse, Juan el Camas, Neil Cassady o mis queridos Eladio Orta, Antonio Rigo, David Pielfort… Ellos serían solo una pequeña muestra de un íntimo catálogo infinito de renunciantes, de reinventores de su propia vida. Todos ellos buscaron y transmitieron la buena nueva de los haraganes, el camino de la simplicidad y del desarrollo personal.
Ellos descubrieron que la vida no es un problema a resolver sino una vivencia a experimentar con la mente abierta, sin prejuicios, sin miedo, aprendiendo que la vida es como es, que el mundo no actúa sobre una lógica racional, que es nuestra sociedad la que vive el mundo como enfermedad de la razón y que, por eso mismo, es absurdo proyectar sobre la vida un racionalismo que no es de la vida ni está en el mundo, sino que solo existe en nuestra mente social colectiva que ha construido las ilusorias esencias inmutables del racionalismo. Ellos podrían haber elegido la culpa, la norma, el dominio, la desesperación, la angustia… pero eligieron el gozo de un vivir que consiste en cultivar y aumentar los graneros de amor, gracia y belleza en el mundo.
Ellos descubrieron que lo que la gente llama sobrevivir no era más que renunciar todos los días a la vida, padecer una vida marcada por los imperativos económicos. Vieron ayer a sus contemporáneos y leen hoy las estadísticas para comprobar que nunca como ahora ha habido tanta riqueza y tantos pobres. Cuanto más trabajan los trabajadores más pobres se hacen, resulta paradójico pero es la realidad, menos de cien personas tienen tanta riqueza como 2/3 de la humanidad. Ellos nos roban y luego nos venden lo robado al poner en sus manos nuestras vidas.
Lo paradójico es que hoy esta desposesión elegida ha terminado dándose la mano con la desposesión sobrevenida con que el capitalismo ha expulsado a los sumisos, a los que desde la escuela creyeron en el horario, la competencia, las rígidas jerarquías, la selva laboral, el beneficio, las horas extras, las jornadas interminables y, en definitiva, la servidumbre al capital. Los que trabajaron ayer hasta explotar para consumir, los que han sido tratados como cerdos, los que han conocido condiciones inhumanas de trabajo, los que no se cayeron del andamio ni fueron presa de los cánceres que producían en las plantas químicas en las que trabajaban, y los que hoy trabajan en precario, sin contrato, sin protección sindical, los que se arrastran por debajo de lo humano y no se paran ni para mear, los accidentados, los amputados, los depresivos, los diabéticos, todos están siendo arrojados del paraíso capitalista por el que lucharon tan encarnizadamente y tan en vano. Frente a ellos, la legión de los ociosos les desafía con una lección radical: hay que dejar de vivir bajo la tiranía de lo económico, hay que dejar de sentirse culpables por no encontrar dónde nos exploten, hay que entregarse al ocio fecundo, hay que entregarse a vivir y hay que alejarse de la muerte que nos ronda en la oficina, la fábrica y la televisión. Hay que intentar vivir en los márgenes y tratar ahí de escapar a la violencia que entraña todo trabajo asalariado. Quienes lo consigan dispondrán de inmediato de una extraña e inédita propiedad antes desconocida, habrán ganado su propia vida en medio de un mundo vaciado de sentido.
La vida gitana, la vida flamenca, es decir, encendida, no sería más que la vida libremente dedicada a una actividad elegida, desinteresada en términos de beneficio y prestigio social, pero electrizante, absorta, sin horarios, tal y como sobrevive hoy en el arte, en la escritura, en la investigación. Una actividad que deja mucho tiempo libre para la cooperación, el acontecimiento, la complicidad, la ternura, el placer y la alegría. Una actividad que produjera, finalmente, el pueblo que falta.