Guerra social, sí, pero desde arriba

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La Mano Negra la podemos seguir considerando como aquella organización anarquista, secreta y violenta que actuó en área de Jerez de la Frontera a finales del siglo XIX, asesinando, destruyendo cosechas e incendiando edificios o bien considerarla en su justo término como otro montaje policial más, en este caso para incriminar y desbaratar el potente movimiento obrero que se estaba fraguando en el campo andaluz al calor tanto de la extensión de la Federación de Trabajadores de la Región Española (FTRE), de corte anarco-colectivista, creada en 1881, como de la pésima situación que viven los jornaleros del campo. Así, al asesinato de un campesino en 1882, las fuerzas del orden respondieron con una oleada represiva que llevó a la cárcel durante meses a más de seis mil personas en toda Andalucía, de ellas, dos mil en Cádiz y tres mil en Jerez, que sigue con multitud de torturas, palizas y vejaciones, y concluye con diez cadenas perpetuas y  siete asesinatos tras una farsa judicial escandalosa donde, una vez más, se dieron la mano la judicatura, las fuerzas del orden y la prensa, todos ellos al servicio de los intereses de los grandes terratenientes de la zona.

Cincuenta y dos años después del crimen legal, durante el golpe de Estado militar, los descendientes de dos de los asesinados, los hermanos Corbacho, constataron hasta qué punto la derecha jerezana podía dilatar su sed de sangre a la hora de volver a colocar a los obreros en el lugar que, según ellos, les correspondía, bajo su yugo o en las fosas comunes.

¿Pero qué es lo que en realidad estaba en juego en esta guerra social donde los de abajo intentaban, organizándose, cambiar su penosa realidad de abusos y miseria? Bastaría echar una hojeada a los datos del catastro para ver cómo, a finales del siglo XIX, el 42% de las tierras de España pertenecen a algo más de cien familias. La Iglesia, por su parte, conserva otro 20%; a ambas habría que sumarle un sinfín de propiedades inmobiliarias. En un país con más de 18 millones de habitantes, esta minoría acapara más de los dos tercios de toda la riqueza del país. Al otro lado, en su extremo, una masa de obreros intenta desarrollar un sindicalismo moderno que expresase sus reivindicaciones, y que, concentrados sobre todo en la mitad sur peninsular, encadenan, entre 1878 y 1905, un motín tras otro en su lucha por cambiar sus condiciones de vida. La alarma entre los terratenientes de la baja Andalucía por la creciente conflictividad que las organizaciones campesinas estaban promoviendo a favor de los derechos de los trabajadores (salarios mínimos, fin del destajo, limitación de la jornada, repartos de tierra, etc.) será lo que ponga en marcha la maquinaria represora del Estado, maquinaria que, con las lógicas variantes y acomodo a los tiempos, continúa hoy vigente como bien saben los trabajadores del SAT.

Pero no todo lo explica la creciente conflictividad organizada de los obreros. También tendríamos que tener en cuenta que el sistema político caciquil que instaura la Restauración necesita de la docilidad y el beneplácito de los trabajadores para funcionar, para que las clases dominantes pudieran seguir haciendo su política libre por completo de injerencias obreras y donde se entendía que los derechos de estos no podían existir más que otorgados por la gracia y largueza de sus patronos, y para todo ello, para mantener a la masa en la más absoluta obediencia, nada mejor que tenerlos sometidos por el hambre. Incluso un gobernador civil, como Carlos Solsona, lo dejó así escrito en sus memorias sobre el campo andaluzafirmando que el señorito andaluz no es avariento, que de hecho se puede gastar en una sola noche de juerga muchos miles de duros, “más, mucho más, que lo que pudiera importar la diferencia de jornales que tanto se discutió… el propietario andaluz no es tacaño. Lo que no quiere es que la gente de abajo se acostumbre mal. En este juego está la realidad de la vida en la campiña andaluza. Y uno piensa con tristeza que todo esto desgraciadamente no lo acaba más que la violencia”. La amenaza no está pues en lo que reivindican los trabajadores sino en el mismo hecho de que reivindican, porque es la reivindicación lo que pone en tela de juicio la autoridad suprema y absoluta de una oligarquía que se ve amenazada así en sus privilegios.

Pareciera que el proletariado agrario andaluz tiene, un siglo después, los mismos problemas, que por él no ha pasado el tiempo y, por supuesto, tampoco las reformas. Que aquella guerra abierta que se inició a finales del siglo XIX lo que ha ido haciendo es cambiar de intensidad en función de la energía que las organizaciones jornaleras han sabido o han querido imprimir a la lucha de clases, porque del otro lado, la burguesía rural sigue todavía hoy jugando las mismas cartas que hace un siglo: obstaculizar las vías legales e impedir el desarrollo de políticas reformistas que pudieran modificar su estatus, mantener, al fin, las muchas injusticias, desigualdades y abusos que se siguen dando en el campo andaluz.

Hace un siglo, las derivas de la guerra social se trataban en la prensa burguesa desde la exageración, la tergiversación y la manipulación constantes y, si venía al caso, desde el terror, en la idea de fomentar un estado de alarma social propicio a los intereses de la oligarquía caciquil y la Iglesia a la que servían, señalando, de paso, contra quién debían dirigirse las fuerzas represivas y, por otra parte, deteriorar la imagen de los colectivos obreros al punto de disuadir de ellos nuevas adhesiones, desprestigiarlos y denigrarlos  para aislarlos socialmente. Las campañas contra las acciones emprendidas por los sindicatos o contra personas vinculadas a ellos fueron el ingrediente básico de las noticias que la prensa burguesa ofrecía a sus lectores. Poco importaba que lo que se dijera fuera completamente falso, lo importante es que cumpliera con su función, que hicieran el mayor daño posible. Basta echar una ojeada a sus periódicos, no del siglo XIX, sino los de ahora, para constatar la saña con que se sigue persiguiendo al jornalero andaluz, tachado hasta la saciedad de vago, defraudador, subvencionado, tabernario, etc. Estamos ante la construcción interesada de una imagen que no sólo difama al obrero sino que, y esto es lo es más importante para la oligarquía, desacredita cualquier lucha que los jornaleros decidan emprender contra sus enemigos de clase, los  convierte automáticamente en un sujeto al que difícilmente podremos mostrarle nuestras simpatías, nuestra solidaridad y nuestro apoyo. La prensa burguesa tapa y ocluye al jornalero andaluz hasta el extremo que lo que sabemos de él en estos cien años es únicamente lo que la prensa burguesa nos ha contado sobre él.

Las Misiones Pedagógicas se pueden ver como el máximo exponente de la actividad revolucionaria de nuestros intelectuales de la Edad de Plata de la cultura española, o bien como parte del programa político republicano que aquí se materializa en la pretensión por llevar el imaginario cultural de la burguesía  (la poesía, el teatro y la pintura del Siglo de Oro) y las tecnologías de la cultura urbana de consumo espectacular (museo, teatro, cine, gramófono) a zonas todavía insertas en dinámicas propias del Antiguo Régimen que había que redimir para el capitalismo.

En pueblos donde la gente aún utiliza el arado romano ellos llevaran documentales sobre las fábricas Ford y allí donde se iluminan con candiles, enseñan cómo se construyen las presas hidroeléctricas que iluminan las ciudades. Es la fe en el nuevo régimen político lo que llevan a los pueblos los misioneros republicanos, y como todo misionero, su labor es que el pueblo crea en el mensaje, aunque lo que anuncia ese mensaje de progreso material aún quede lejos y poco más que las imágenes fantasmales del cinematógrafo puedan argüir como pruebas los nuevos misioneros del progreso.

Sin embargo, frente al  optimismo en el mundo futuro, dominando por la producción en cadena y las tecnologías, ni el krausista ministro de Instrucción Pública ni los cuadros de la intelectualidad orgánica republicana son capaces de pensar o mostrar un arte y una cultura igualmente de vanguardia. Al contrario, defienden como propia la del Siglo de Oro, paradójicamente asentada en los mismos modelos socioeconómicos del Antiguo Régimen que critican, dando lugar a una cultura neopopulista dominada por el romancero, las músicas populares, tradicionales o cultas, y el teatro de Calderón. Estamos, en fin, ante un conglomerado que remite a una estética españolista, tradicionalista, católica y rural, defendida también por otros proyectos republicanos como La Barraca de García Lorca, que será asumida sin grandes conflictos por el fascismo español como propia.

Mucho menos conocido es el plan mejor guardado de la dictadura franquista, tal vez por haber sido también continuado por el Estado democrático surgido de la transición. Nos referimos a la destrucción no sólo del patrimonio material de los anarquistas españoles, sino también a su persecución y aniquilación física y espiritual hasta hacer desaparecer esa otra manera de pensar, de estar, de entender y practicar esa sociabilidad igualitaria y colectivista sobre la que los anarquistas querían edificar el mundo nuevo. Desprestigiados por idealistas. Desautorizados, estigmatizados y perseguidos por violentos. Desaparecidos ellos y sus prácticas, la silueta de los vencidos se conservó en la memoria popular hasta poco más allá de lo biológicamente posible y aún ésta, tras siete décadas de represión, miedo y descomposición material y moral poco tenía que oponer a la visión mucho más interesada que desde el poder se había fijado de ellos y de ese tiempo: El anarquista de la bomba y la pistola, el malhechor abominable que sembraba el terror se construyó como propaganda desde los medios de comunicación burgueses al servicio del Capital, pasó a la historia oficial como otra herramienta más en la defensa y consolidación del Estado nación y, después, sencillamente, el esperpento se convirtió en un personaje histórico que hoy nadie discute en señal de supina ignorancia sobre lo que en realidad fue el anarquismo para los españoles y especialmente para los andaluces.

Más aún cuando puestos a indagar sobre qué y cómo se ha construido la identidad nacional, resulta que muchas veces sus mismos cimientos sirven para levantar identidades antagónicas o excluyentes. Este sería el caso del flamenco que ha sido reivindicado por el nacionalismo español, el nacionalismo andaluz y hasta por la progresía izquierdista como fenómeno de clase. Para estos últimos, el flamenco es la expresión pura, genuina y ancestral de un campesinado marcado por la pobreza y la explotación; aunque sea muy difícil de creer que desde la pobreza, el hambre y el sufrimiento alguien pueda pensar en cualquier otra actividad que no sea procurarse la satisfacción de sus necesidades primarias. Frente a esta visión heroica de la izquierda ortodoxa, se nos hace más sugerente la hipótesis de que sea en momentos de bonanza económica y expansión de las clases populares cuando éstas se puedan abrir a nuevas formas de ocio (tabernas, ventas, tablaos, fiestas, etc.) que amplían el precario mercado laboral entre un lumpenproletariado que genera así nuevas formas culturales (músicas, cantes, jergas, modas, etc.) caracterizadas por su remezcla y bastardía con imaginarios, modos y maneras de hacer tanto propios como extraídos de referentes culturales lejanos, ajenos y hasta antitéticos, pero apropiados para dar carnalidad al historicismo fantástico que la burguesía quiere construir. En efecto, tras los grandes procesos desamortizadores emprendidos por la burguesía liberal capitalista, en plena expansión agroindustrial y comercial de la baja Andalucía y otras ciudades portuarias, éstas se llenaron de inmigrantes expulsados del mundo rural, gitanos y bohemios que abandonaron la vida ambulante, tanto por la intensificación de la presión que en el campo empezó a realizar la Guardia Civil desde mediados del siglo XIX contra sus formas de vida basadas en el nomadismo, como por las nuevas posibilidades económicas que se abrían en unas urbes en expansión y donde el elemento étnico, ya muy diluido a finales del siglo XVIII, como recoge Townsend al hablar de ellos en su libro de viajes por España, acabará por disolverse en gran parte, produciéndose, entre los elementos del lumpen, un curioso fenómeno por el que los gitanos se apayan y los payos se agitanan como mecanismo de supervivencia práctica y táctica situacional de quienes de alguna manera vivían o actuaban fuera de los límites morales, religiosos o políticos aceptados en aquella época y que serán conocidos, despectivamente, como flamencos, gente de costumbres y ambientes poco aconsejables. Mezclados con moriscos, indios, criollos y morenos, estos grupos se ubicaban en los arrabales (Triana en Sevilla, Santiago y San Miguel en Jerez, Santa María en Cádiz, El Perchel en Málaga, etc.) y a ellos llevaron también sus formas de vestir, sus bailes y su cantes, reforzados y transformados por vecindad y familiaridad en este conglomerado burbujeante que constituyen los estratos más bajos y despreciados de la sociedad que poco a poco irían definiendo una conducta y unos artefactos culturales que serán recolectados por el liberalismo romántico, que ve en ellos los elementos objetivos necesarios para la construcción de una cultura nacional opuesta al clasicismo y la rigidez de las formas estereotipadas entonces en boga; pero para ello, antes, estos bailes y cantes tienen que ser reelaborados por la burguesía intelectual que, si bien registra el aroma del mundo que los impregna, también es verdad que los desarrolla, reglamenta y codifica, armonizándolos con diferentes técnicas y ajustándolos a géneros, en principio, tan dispares como el ballet, la ópera y la zarzuela románticas, y con nuevas letras que escriben para uso de unos cantaores que ellos legitiman fomentando su profesionalidad en los nuevos espacios por donde se extiende el ocio burgués (cafés cantantes, salones, teatros, ferias, fiestas, academias de baile, etc.), y donde también se escenifica lo que va a ser el flamenco. Ocurre igual con las formas de vestir, asimiladas por la oligarquía en tanto moda, con lo que disfrazarse de gitana para acudir a fiestas, romerías, verbenas y otras celebraciones se vuelve habitual, dando lugar a toda una corriente que se impone incluso en París, la capital cultural del mundo, y que después, al igual que ocurre con otros muchos artefactos flamencos volverán a bajar desde la alta cultura hasta los estratos más populares, modificando en este caso las formas de los trajes y los peinados populares. Nada nuevo, pues durante el siglo XVIII los trasvases e intercambios entre lo popular y lo aristocrático habían sido frecuentes. Un buen ejemplo de lo dicho lo constituye el fandango, que como recoge Townsend en su Viaje a España hecho en los años 1786 y 1787, “está desterrado de la buena sociedad, y con razón. La manera como lo baila el pueblo es verdaderamente asquerosa; pero cuando es bailado con refinamiento por personas de un rango más elevado, y está cubierto por un velo elegante aunque transparente, deja de desagradar”. A mediados del siglo XIX, lo marginal y lo popular pasará a ser reivindicado y asimilado como factor de cohesión comunitaria y urbana en la medida que se oponen a lo aristocrático rural y de paso se puede culpar a los defensores del Antiguo Régimen de ser los causantes de estas situaciones; soslayando que la marginalidad y lo popular son, en realidad, efectos del modelo económico que terminó imponiendo la burguesía liberal urbana. Durante el último tercio del siglo XIX, la penetración de las ideologías socialistas y anarquistas hará tambalear la alianza que la burguesía liberal estaba construyendo con las clases populares sobre un pretendido sustrato cultural común desde el que escamotear los conflictos de clase y definir los elementos cohesionadores de la Nación, generándose, entre el proletariado consciente, una relación muy conflictiva con el flamenco; pero el proceso de construcción del flamenco como cultura popular no se detiene, al contrario, se expande, diversifica y globaliza gracias a su puesta en valor por el historicismo fantasioso y, sobre todo, a su ablandamiento y adecentamiento de cara a su mercantilización. Lugares, vestimenta, literatura, etnia y hagiografía flamenquista son construcciones de este historicismo orientalista del XIX puesto al servicio del espectáculo y el turismo. Una construcción tan evidente que para protegerse inventa, en la primera mitad del siglo XX, el mito de la pureza y el primitivismo como programa creativo, haciendo de Mairena un innovador en la medida que intenta fijar una situación completamente nueva en el flamenco, la que excluye de él toda heterodoxia. Quién sabe si en la misma medida que el programa purista avanza, los mismos flamencos no encuentren en él sino una forma extrema de resistencia que cediendo a la mercantilización e instrumentalización de sus aspectos estéticos salva así todo un modo de vida de las servidumbres y sevicias de la proletarización. Un salvar los cuerpos, poder seguir haciendo su vida al margen del poder, aunque sea al precio de sacrificar todo lo demás que, como refiere Pedro G. Romero en su texto El sol cuando es de noche, le ha permitido al flamenco ser moderno y antimoderno, vanguardista y tradicional, delincuente e institucional, puro acontecimiento y rígido texto. En los años setenta del siglo XX, a falta de lengua autóctona, el nacionalismo andaluz comienza la batalla por la apropiación en exclusiva de lo que el nacionalismo español, primero republicano y después franquista, había institucionalizado como fundamento incondicional del folclore patrio. Hoy, como “Patrimonio de la Humanidad”, es el provincianismo institucional de la Junta de Andalucía el que pretende arrogarse derechos exclusivos sobre él, penúltima paradoja en la historia del flamenco.