Casi coincidiendo con el aniversario de un incendio declarado junto al casco urbano de Almonaster la Real hace un año y después de otro, también de pequeña envergadura, declarado en la aldea de Minaconcepción a principios de este verano, se dieron las circunstancias para la declaración de lo que los gestores de fuegos denominan ahora incendios de sexta generación, que todavía (siete de septiembre) no ha sido definivamente extinguido. Sus primeros focos aparecieron el 27 de agosto en el territorio minero al sur del extenso término municipal de esta localidad, ubicada en la linde meridional del Parque Natural de Aracena y Picos de Aroche. Llevo casi dos décadas pasando un tiempo del verano en este pueblo, de modo que pude apreciar cómo se vive la angustia de un incendio forestal en las conversaciones cotidianas, cuando llegaban los vecinos de aldeas afectadas por la proximidad del fuego a instalaciones municipales, a partir de medios de comunicación y mediante mensajes de whatsapp con personas afectadas.
En primer lugar, vamos a lo de las generaciones de incendios. En términos estadísticos, hay una recesión en el número de fuegos y en las hectáreas calcinadas; sin embargo, los desatados, cada vez más, son más feroces y difíciles de controlar. Para identificarlos, los grupos de expertos bautizan los episodios de incendio por generaciones, como si fueran camadas continuadas de un software (libre), a partir de atributos como su grado de amenaza a entornos urbanizados, su extensión, su velocidad de propagación, su fisonomía, entre otros. La etiqueta sexta generación se ha creado para calificar a un incendio forestal de extraordinaria magnitud e intensidad, de sorprendente velocidad de propagación, con capacidad de transformar la meteorología local mientras sucede –al modificar la estructura vertical de la atmósfera, creando, por ejemplo “pirocúmulos”, que pude apreciar desde los oteaderos del pueblo-, hasta el punto de que las técnicas convencionales de extinción son insuficientes. Esto puede ayudar a explicar, por ejemplo, que el fuego lleve activo casi dos semanas a pesar de los medios asignados a su extinción, dentro del Plan Infoca y con el apoyo de unidades especializadas de la UME: operarios de tierra, maquinaria pesada y, por supuesto, los medios aéreos, en los que suele depositarse mayor confianza. Por tanto, la cuestión clave para entender la virulencia y la obstinación del fuego es qué ha cambiado en el territorio rural y forestal para la aparición de esta nueva modalidad de incendios, capaces de asolar ya masas forestales en lugares como Canadá o Siberia y ante los que los retenes se sienten impotentes.
En primer lugar están los elementos coyunturales, contingentes, que no dejan de ser importantes. El día en que el incendio se declaró junto a la Mina de Aguas Teñidas, en el paraje de Olivargas, la temperatura frisaba los treinta grados, pero el viento empezó a azotar fuerte, del norte. La abrupta orografía del terreno, cruzado de barrancos, hizo imposible atar en corto el fuego de inmediato y favoreció su rápida propagación hacia el sur. Después están las condiciones climáticas. Un julio sobresalientemente cálido y un nivel de humedad muy baja durante todo el mes de agosto (cada vez son más extrañas las tormentas de verano en la zona, que tanto refrescan el ambiente y los ánimos) incrementan lo que los biólogos denominan el estrés hídrico del bosque mediterráneo y de su manto arbustivo, creando condiciones para una fácil ignición y propagación llegado el momento del fuego. Hablamos entonces de determinados patrones que pueden guardar relación con el cambio climático.
Pero los factores no pueden circunscribirse a fenómenos recientes o globales, sino que se retrotraen en la escala local a décadas atrás. Vamos a llamarlos causas profundas en el terreno, resultado de la progresiva cesura del diálogo, más o menos tenaz e incluso violento en la domesticación, de los pobladores dentro de su ecosistema. Y ojo, estos factores no sólo explican la aparición y recurrencia de focos de incendio, sino que ayudan a comprender la virulencia que les hace acreedores de su nueva denominación.
Quiero decir, este incendio es también la consecuencia de una prolongada alienación de cada vez más hectáreas de territorio forestal y rural que no están sometidas a las prácticas de mantenimiento que eran hábito hasta mediados del siglo XX: la retirada de la leña y el forraje (porque se usaba como combustible), el laboreo de muchos campos, el pastoreo de muchas cabañas que menudeaban en tierra que, históricamente, habían sido dehesas (con árboles y matorrales acostumbrados al fuego) o monte pelado. Era un paisaje mosaico, con distintos biotopos, más o menos entrelazados, heterogéneo, lo que redunda en su mayor resiliencia y diversidad de lo que los ecólogos llaman servicios ecosistémicos (todos los bienes para la vida que resultan del funcionamiento de esas tramas interconectadas). Desde el desarrollismo de segunda mitad del siglo XX, por el contrario, se retroalimentan dos procesos para favorecer el empobrecimiento de suelos y ecosistemas. En primera instancia, la plantación de manchas de árboles no autóctonos, pinos y eucaliptos, que generan un ecosistema más homogéneo y con gran capacidad de ignición, especialmente en las copas, favoreciendo la velocidad del fuego con vientos fuertes. En segundo lugar, el progresivo abandono de núcleos de población menores, que vivían de actividades como la minería o la agricultura y ganadería familiar y la horticultura, en el entorno situado entre Almonaster en su vertiente sur y el Cerro del Andévalo, el escenario de este fuego. En Almonaster la Real quedan catorce aldeas pobladas, pero hubo casi el doble. Si nos desplazamos a otros pueblos del corazón de la sierra, como Valdelarco, Santa Ana la Real o Alájar, por sólo citar algunos, no será extraño que asistamos a un paisaje un tanto fantasmagórico: ruinas de edificios de trabajo, molinos desechos junto a frágiles cursos de agua contaminada, frutales abandonados a la condición de salvajes, olivares de montaña que ya no se cosechan, encinas enfermas y castaños huecos…. Está hollando un suelo más empobrecido y erosionado, pero para la perspectiva del urbanita, que acude puntualmente los fines de semana para pasear por las veredas, se trata de un limpio acceso a túneles de “naturaleza” en un apreciable estado de pureza. Sin embargo, estamos en un territorio en el que se ha producido un brusco cese de su historicidad humana, aquella que mediante caminos, molinos, huertas, cabañas de ganado, frutales, etc., tenía el monte ahormado, mucho más limpio, y sin toneladas de biomasa que sirve como combustible vegetal listo para entregarse al incendio. Y ello en un contexto de episodios cada vez más frecuentes de sequía y de incremento de las temperaturas medias, no lo olvidemos. Es este paisaje degradado y asalvajado lo que favorece que los nuevos incendios se aproximen con velocidad a núcleos habitados, provocando alarma social y los episodios de desplazamientos de vecinos, como ha ocurrido en este caso. Aldeas esparcidas, como testigos de una historia que se deshace, pero también aldeas recientemente habitadas, por distintos procedimientos, por los que son peyorativamente denominados como jipis, han sido evacuadas. Más de 3000 vecinos, que se iban sumando conforme el fuego avanzaba de norte a sur, al compás del viento[1].
In situ pude comprobar la indignación que provocaban las declaraciones de Carmen Crespo, curtida política del Partido Popular que está al frente de la Consejería de Agricultura, Ganadería, Pesca y Desarrollo Sostenible de la Junta de Andalucía, al afirmar que la superficie que estaba siendo arrasada por el fuego tenía poco o ninguno valor ecológico. Quizá de modo inconsciente, la Consejera reproducía la mirada que sobre el paisaje forestal proyecta quien no vive en el campo e incluso puede tener una sensibilidad ecologista: al no afectar a los ecosistemas más característicos del Parque Natural –donde conviven en pisos medios el bosque mediterráneo de encinares, alcornoques, quejigos o acebuches, con distintos tipos de robles y castañares en los pisos altos, y con álamos, fresnos o chopos en zonas de ribera-, la perspectiva de quien mira desde la ciudad se tranquiliza. Pero en las manchas de pinares y eucaliptales plantados desde los años sesenta, y en toda la cubierta arbustiva de la zona siniestrada (las diversas especies de jara, empezando por la pringosa, y jaguarzos; las aulagas; la retama; el brezo y el madroño; los coscojares y los zarazales de los barrancos; toda una variedad de gramíneas y un sinfín de especies) se acomodan pequeños ecosistemas que también ofrecen sus “servicios” a distintas formas de vida –empobrecidos respecto a las zonas más altas-, pero que sirven de territorio para las distintas actividades humanas que son muy significativas para esas pedanías y aldeas desalojadas, desde la ganadería a la caza pasando por la agricultura familiar. Son estas familias, ahora desalojadas, testigos de esa historia que se ha ido desvaneciendo con el despoblamiento rural de la zona, y que ahora ven menospreciados sus paisajes, plantas, animales y actividades.
Son estas menguadas poblaciones quienes deberían estar en el foco de la gestión pública, pues, mal que bien, siguen manteniendo, aun en reducidas dimensiones y de modo claramente insuficiente, prácticas de relación diaria con pastizales, con matorrales, con arboledas, con ese territorio que transita entre lo que los romanos denominaban el saltus (espacio no cultivado, más agreste, pero no por ello en cierto modo humanizado) y lo que denominaban el ager (el territorio cultivado por técnicas agro-ganaderas). Un ejemplo del empeño de estos pobladores de mantener su sitio en el mundo han sido las prácticas de ayuda mutua desencadenadas para acoger a los vecinos de pedanías y aldeas desplazados –y aquí el papel de las mujeres ha sido destacado-, así como las aportaciones voluntarias de alimento y terrenos tanto para el ganado doméstico como para la fauna salvaje, que pululaba errabunda por los yermos del incendio conforme el suelo se iba enfriando.
Sin embargo, desde las ciudades y los despachos oficiales, cuando se habla de nueva ruralidad se piensa en términos de nuevas funciones económicas, siendo el turismo la principal actividad, secundada por la actividad cinegética privada en los espacios forestales. Ésta bien merece un artículo aparte, pero desde luego el turismo es una actividad que, a la vista está, aporta renta dineraria a empresas del sector y salarios; pero desde luego, en lo que a los incendios respecta, no resta combustible, ni está contribuyendo ni con trabajo ni con rentas para las prácticas de mantenimiento del monte. Ni la mirada del turista espera otra cosa que arboleda en estado deshumanizado, ni los ayuntamientos parecen haberse dado cuenta de que de lo que reciben del turismo debe reorientarse a sus descuidados espacios forestales. Ya no es que la dehesa esté degradada por el despoblamiento o que haya un avance del matorral en muchos entornos como consecuencia de la dinámica social de las últimas décadas, es que las nuevas actividades humanas crean nuevas presiones y no se están destinando medidas ni medios para aplacarlas. Todo esto subyacía a la indignación de los pobladores ante las palabras de la consejera, que se disculpó de inmediato para explicar que lo que quería decir era que el fuego no había penetrado en el Parque Natural. La rectificación hacía justicia a esa mirada absorta del ecologista de la ciudad, cuya predilección por lo que entiende por naturaleza en su pureza arrastra a multitud de senderistas entusiastas[1].
El domingo 30 de agosto me adentré por el llamado antiguo camino de Almonaster, que une el casco urbano con las aldeas del sur, todavía con focos activos del incendio. Atravesar lo que en su día fue un camino empedrado para animales de tiro y que debió estar abrazado por distintas fincas y espacios adehesados, se encuentra hoy en su mayor parte dejado de la mano del hombre, salvo algún caserío impenitente aislado. Esta constatación fue más penosa que contemplar la acción de los medios aéreos desde la cumbre de un eucaliptal a unos cinco kilómetros del pueblo. Pero ese camino fue el que usó el alcalde para desplazarse a esos focos aún activos, dado que las carreteras de acceso a la zona de minas estaban cortadas. Sólo espero que en su viaje en coche por ese camino polvoriento pudiese comprender la relación entre el paisaje deteriorado y los incendios de nueva generación, que tomase en cuenta el valor, humano, social y paisajístico de las aldeas que no reciben turistas por no estar próximas al parque natural, y que fuese consciente que desde las corporaciones locales se debe reclamar a los urbanitas de las oficinas de Sevilla una nueva mirada para cuidar el monte y ayudar a quienes se empeñan en mantenerlo poblado, aportando formas de gestión del espacio forestal de las que recomiendan esos mismos ingenieros que han dado la voz de alarma con los incendios 6.0: retirada de combustible, limpieza de sotobosque mediante fuegos controlados en condiciones óptimas, recuperación del laboreo de ganadería y de espacios cultivados, que enriquezcan el mosaico del paisaje serrano, con la involucración de pobladores en estas tareas. En caso contrario, el matorral pirófito seguirá colonizando unos territorios, los más desabridos a nuestra sensibilidad. Y el turista otros, los más densamente poblados y frondosos, y el divorcio entre campo y ser humano hará irrumpir incendios cada vez más dañinos, como corresponde a la naturaleza que ha creado y gusta imaginar a nuestro modo de vida, llamémosle, capitalista.
[1] Para profundizar en esta paradoja recomiendo la lectura de El jardín de Babilonia, de Charbonneau.
[1] Mina Concepción, Cueva de la Mora, Monteblanco, El Patrás, Los Serpos y Rincomalillo (Almonaster la Real), Traslasierra (El Campillo); El Villar, El Pozuelo y El Buitrón (Zalamea la Real), además de La Zarza-El Perrunal, los núcleos residencias de Los Pinos, La Florida, Los Campiños y Puerto Blanco (Valverde del Camino) y la pedanía de Sotiel Coronada (Calañas).