Inmunes al dolor ajeno

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El estado de bienestar tiene grietas e imperfecciones. Tiene sus carencias, sus áreas de mejora, pero más que todo, tiene sus excluidos, sus marginados. Hay un colectivo, más numeroso de lo que se percibe, más amplio de lo que se enseña, más importante de lo que se reconoce, que se siente huérfano de Estado y de representantes públicos.

En el siglo XX, se ha producido un formidable esfuerzo por la mejora de la calidad de vida de todos y los avances logrados, muchos de ellos sin retroceso, hemos de ser honestos, sin posibilidad de retroceso. En la primera parte del siglo pasado, los partidos de izquierdas hicieron suya la vida y la lucha de la clase obrera. Fueron los artífices, los que articularon mecanismos formales y legales que fortaleció la igualdad en las sociedades democráticas. Tanto fue el logro que, para muchos, dejó sin sentido la lucha de clases. El concepto ha quedado erradicado de muchos espacios de opinión.

En contraposición, la derecha, o la social democracia según corresponda, se convirtió en el brazo político de la clase acomodada, la burguesía incipiente y los empresarios. Con distinta composición de fuerzas, con diverso discurso según los territorios, pero han sido en las últimas décadas el adalid de la propiedad privada y la articuladora de que siga existiendo el acaparamiento de poder en pocas manos.

La mejora de los derechos ha conseguido que los hijos de los obreros tengan sanidad y salud pública, que se hayan convertido en universitarios, en clase administrativa, en cuerpo funcionarial y en autónomos y pequeños empresarios. Esto es, para una amplísima mayoría, su renta sigue dependiendo del trabajo de sus manos, pero el confort del que disfrutan los equipara con el concepto tradicional de burguesía.

En este lento pero inexorable trasiego de nivel educativo, sanitario, derechos y condiciones de vida, los partidos tradicionales de izquierda han evolucionado junto a esos hijos de obreros, hoy gran cuerpo social de administrativo-tecnológicos. Asistí hace unos días a un ejercicio revelador. Dos personas pusieron en un papel, de forma paralela y autónoma, el decálogo de cuestiones más importantes y prioritarias en su vida. El ejercicio los intentaba suponer en el supuesto que pudiesen tomar decisiones de gobierno. Cuando las pusieron en común, coincidieron en nueve. Uno es militante del PSOE, el otro, militante del PP. Los resultados de las encuestas sociológicas a preguntas sobre principales temas que preocupan, áreas de interés y prioridad, etc., si se cruzasen con intención de voto, ofrecerían resultados similares.

El resultado de la deriva y prioridades de los grandes partidos clásicos, cuyos programas electorales, discursos y prioridades se han centrado en esta preocupación colectiva, es, que en la crucial crisis económica y social sufrida en la última década, un colectivo más extenso del percibido se ha quedado huérfano de voz, de representantes, de discurso, de relato, de partido político. Unas personas que se siguen sintiendo traicionados por unas instituciones que lo controlan, lo fiscalizan, pero que no les permite alcanzar el grado de bienestar del que se sienten merecedores.

El que no sepa, no quiera leer y enlazar con esta realidad, con esta necesidad, seguirá dando palos de ciego. La izquierda, si quiere recuperar su identidad, su legitimidad, tiene que ser capaz de trabajar, de conectar, de identificarse con los colectivos que hoy, con muchas razones, se sienten defraudados, abandonados, utilizados.

Hay que rescatar la voz de la calle. Esa, sigue hablando de lucha de clases, de derechos básicos, de abusos de la oligarquía de poder. La voz del Pueblo implica trabajar para que todos estemos en la solución, todos seamos iguales. Porque, como decía mi adorada Concha Caballero, a las personas de izquierdas, nos duele el sufrimiento ajeno.