La empresa privada (y, en particular, la sociedad por acciones como forma predominante de organización empresarial desde el s.XIX) se ha convertido en la principal institución del capitalismo moderno. Y no nos referimos ya a la principal institución privada, sino a la PRINCIPAL INSTITUCIÓN –con mayúsculas-, pública o privada. De manera que hoy, numerosos autores hablan de la empresarialización de la vida social o, lo que es lo mismo, de la creciente subordinación de toda la vida social y sus instituciones (recordemos que no sólo son las formalmente establecidas, sino que instituciones son todos los usos, reglas, hábitos, y costumbres de una colectividad) a la lógica empresarial. Esta subordinación de toda la vida social y natural a la lógica de la acumulación lleva implícito un mecanismo que podríamos desglosar en los siguientes elementos.
La mistificación de la empresa privada. La empresa privada se nos presenta como la principal protagonista de la actividad económica. Es la que crea riqueza y también empleo. Provee a la sociedad de los bienes y servicios que necesita y demanda. Su objetivo es crear valor, gracias al esfuerzo, al riesgo, a los méritos, al afán de superación y mejora del empresario. El trabajo asalariado, y por extensión las personas que lo ejercen, no son nada sin el emprendedor. Él (¡más que ella!), es el que pone en funcionamiento y moviliza todos los recursos de una sociedad y con ello crea valor. Sin su intervención, la mayoría de los recursos sociales y naturales serían improductivos, no serían utilizados eficientemente. La empresa privada es fuente de innovación, de conocimiento, de eficiencia y de eficacia. Ninguna otra organización aporta tanto bien a la sociedad.
En esta imagen idealizada de la empresa, sin embargo, se oculta, que el valor que crea la empresa, particularmente, la gran corporación, lo hace a costa de explotar al trabajador y de apropiarse de la riqueza que este genera a cambio de un salario; también se esconde que esta “riqueza” (valor añadido) que aporta, genera numerosos costes sociales y ambientales que son externalizados, a terceros o a la sociedad en su conjunto, y que por tanto no son asumidos por la misma; un mecanismo que podríamos definir como “socialización de costes y privatización de beneficios”. Se esconde también el hecho de que dicho tipo de empresa se sustenta en una matriz de relaciones asimétricas y de poder, y en su lugar se construye un discurso económico que intenta convencernos de que el mercado es el resultado de procesos autónomos e independientes, que tienden al equilibrio y al bienestar general.
Dada tanta perfección, es lógico que se reclame la extensión de esta lógica empresarial y de esta forma institucional, al resto de instituciones: Estado, familia, redes sociales, incluso al individuo mismo (individuo-empresa). La empresa privada (gran corporación) se erige, por tanto, como modelo; un modelo extensible al resto de la vida social. Así se habla de “optimizar” antiguas formas de gobierno público, de mejorar la empleabilidad de los trabajadores, del “capital humano”, o de la “ciudad empresa y mercancía”. Las lógicas que hasta no hace mucho tiempo guiaban el funcionamiento de estas instituciones, se consideran ahora ineficientes, “politizadas”, arcaicas…y, por tanto, son despreciadas y rechazadas; se deberían eliminar. Un ejemplo de esta suplantación de valores es el surgimiento de lo que se ha venido a denominar el “sujeto empresarial” o “individuo-empresa” (al igual que la “ciudad empresa” en la planificación estratégica urbana, o el “Estado promotor” en la globalización, etc…). En efecto, bajo este nuevo enfoque, el individuo se convierte en una empresa de sí mismo. Cada persona debería encarar su existencia como un proyecto empresarial: trabajar sobre sí mismo –mediante la formación continuada- con el fin de transformarse permanentemente, de valorizarse sin cesar como “capital humano”, de volverse más eficiente y eficaz “para el mercado”, que es equivalente a “para la gran empresa”. Ya no basta con vender la fuerza de trabajo (el tiempo y las destrezas que se intercambian por un salario); no se quieren trabajadores cumplidores, ahora hay que conseguir la “excelencia”, la máxima empleabilidad. Esto exige, por un lado, convertir el trabajo y el desarrollo profesional, en el centro de la vida de las personas (cambio cualitativo), pero también, un cambio cuantitativo, puesto que cuanto más tiempo y energía se dedique a “perfeccionarse uno mismo” mejor será para él/ella y para el conjunto de la sociedad.
En principio, el afán de superación y mejora que lleva implícito este enfoque, podría ser positivo para la persona, siempre y cuando fuera un proceso de desarrollo personal y de mejora desde, por y para sí misma. El problema es que los criterios de mejora y perfeccionamiento son establecidos “desde fuera”, por el potencial empleador que es, asimismo, el principal beneficiario de la misma. El trabajador-empresa, a diferencia de la empresa-empresa, no produce y vende una mercancía a cambio de un beneficio, sino que él mismo es la mercancía y con su venta no obtiene un beneficio sino un salario. Lo que define a la empresa capitalista no es que vende mercancías, sino que utiliza las mercancías que se producen en la empresa para obtener un beneficio.
Por tanto, si de lo que se trata aparentemente es de copiar el modus operandi de la empresa privada, de convertir a los sujetos, Estados, ciudades, etc. en empresas, qué mejor que los que dirigen las empresas más exitosas y eficientes (grandes corporaciones), “ayuden” al resto de individuos e instituciones a “mejorarse”, “perfeccionarse” u “optimizarse”. El “corporate predator” se convierte así en un “development partner”; una institución generosa dispuesta a compartir sus más valiosos secretos: su know-how, experiencia, etc.
Las normas, por tanto, las define el “corporate governance” y lo hace, obviamente, a su favor: dictando al Estado cómo debe actuar; a los trabajadores cómo pueden mejorar su empleabilidad; a la Universidad cómo puede contribuir mejor al bienestar social, formando jóvenes “empleables”, etc… Es decir, poniendo a todas las instituciones a su servicio más intensamente para así poder ser mejor aprovechadas, utilizadas y explotadas por el capital. Estas “recomendaciones”, por tanto, lejos de acercar al resto de individuos e instituciones a la posición privilegiada de la que gozan las grandes empresas privadas y aquellos que las dirigen y poseen, lo que provocan es una subordinación, dependencia y explotación de los mismos cada vez mayor.
Ahora bien, esta estrategia de confundir los intereses de una minoría con el bienestar general, tan antigua como extendida, tiene en este caso una difícil defensa, por dos motivos fundamentales: uno, porque la gran corporación no es lo que se “pinta”. Como se señaló anteriormente, su éxito y su supuesta eficiencia se alimenta de la explotación y de la externalización de los costes sociales y medioambientales que genera, lo que se deriva, a su vez, de su situación de poder; dos, y como consecuencia de lo anterior, porque el modelo no es extensible al conjunto de la sociedad, ya que es, por definición, el resultado de un “bien posicional”. Por tanto, copiar el modus operandi de la empresa privada, NI ES POSIBLE NI ES DESEABLE socialmente, porque está basado en la EXPLOTACIÓN de las personas y de la naturaleza. Consecuentemente, más que “empresarializar” nuestras sociedades, lo que deberíamos hacer debería ser precisamente lo contrario: socializar y humanizar a nuestras empresas.
Autoría: Carolina Márquez Guerrero.