La haine o cuando la Virgen deja de hacer milagros

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La estampa de familias visitando el Ayuntamiento para pedirle a la concejala de Servicios Sociales, que interceda por ellos ante la Junta, no es nueva, por desgracia se repite con monótona cotidianidad en nuestra comunidad … Las ratas nos comen, los niños no pueden salir a jugar a la puerta -se queja Arturo-. Hay que andar con cuidado para que los niños más pequeños no jueguen entre escombros ya que corren el peligro de pincharse con las jeringuillas que hay por la zona. Los técnicos de la Dirección General de la Vivienda estuvieron visitando a las familias afectadas. Nos han dicho que las casas están muy bien y que tengamos paciencia… Mientras tanto, seguimos rodeados de ratas.

Las soluciones de la administración, en los mejores casos, no son tales, fluctúan entre el chantaje con viviendas de protección oficial que nunca llegan a cambio de someterse a unos planes de integración para conseguir que se incorporen a la sociedad, hasta la más caritativa de pagarles un alquiler en cualquier punto de la ciudad, una medida estéril por las dificultades de encontrar viviendas o pisos disponibles. ¿Viviendas o propietarios dispuestos a alquilárselas? ¿Estamos sólo ante un ejemplo del fracaso de las políticas sociales de vivienda? ¿Construimos solidaridad o construimos guetos? Probablemente nadie le hizo esta pregunta a Minoru Yamasaki cuando recogió en 1951 el premio del American Institute of Architects al mejor conjunto de viviendas construidas ese año: Pruitt Igoe en Saint Louis (Missouri). Hoy, sin embargo, Yamasaki es recordado por ser el arquitecto con mayor record de escombros de la historia moderna.

Alambres y cámaras de vigilancia para las fronteras exteriores y hormigón sombrío en parajes desolados y mal comunicados para los enemigos interiores, la metáfora de El Álamo al revés, el no lugar, peligroso y descontrolado, asolado por los basurales y las escombreras, sitios marginales convertidos en hipermercados del narcotráfico, saturados de televisión, dominados por la delincuencia, la desocupación, las toxicomanías y la depresión.

La Pólvora, Corea, Los Vikingos, Fuerte Apache, El Bronx, Vietnam, Las Malvinas, Camboya… a menudo los mismos nombres anuncian que la ciudad también tiene sus zonas de guerra. Son lugares cercados por el chabolismo, las basuras, la chatarra y los escombros. Lugares donde la desolación paisajística llega hasta las azoteas de los bloques degradados donde se celebran peleas de gallos. Cuando cae la tarde, sube hasta ellas el humo de las hogueras, el ladrido de los perros de presa y el olor a llanta quemada de los trompos que hacen desde sus coches jóvenes tatuados que se ganan la vida con el menudeo.

El paro y las drogas campan a sus anchas en estos barrios que no saben qué es una biblioteca, un cine, un buen servicio de transporte o alumbrado. Los borrachos buscan bares que no hay. Los que aún sueñan con ser clase media y se resisten a su situación de exclusión, tienen que dar direcciones falsas si quieren encontrar trabajo. La gente corre a casa antes de que llegue la noche para encerrarse, de vez en cuando suenan disparos, pero ningún policía se atreve con estos barrios, tampoco las ambulancias. En la prensa tienen una sección fija en la página cotidiana de sucesos, pero su función es aleccionar y amedrantar a los que viven fuera del gueto, no denunciar las causas y buscar soluciones a lo que pasa dentro.

Los niños abandonan pronto la escuela, a los trece años muchos de ellos ya son consumidores habituales y el treinta por ciento de los varones que los habitan morirán antes de cumplir los diecinueve años, a los veinticinco muchas chicas ya son viudas o cadáveres, a la violencia en las calles y entre pandillas le continúa la violencia familiar en los ámbitos domésticos. El analfabetismo alcanza al 80% de la población que vive en ellos.

Son entornos construidos para autoconsumirse, en los que sólo crecen el brachichiton y el ginkgo biloba, dos árboles famosos por resistir los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki y, por supuesto, cualquier acto vandálico.

Los políticos populistas se rasgan las vestiduras al ver como sus políticas de inserción fracasan una y otra vez cada vez que se acuerdan de esas zonas oscuras de sus ciudades donde crece el barraquismo vertical y la ciudadanía se protege de los olvidados.

Muchos ven un problema de urbanismo donde lo único que hay es un problema de pobreza. Los pobres allí alojados no tienen para pagar a un administrador de fincas, no pueden afrontar los costos de mantenimiento de sus edificios, servicios de limpieza comunitarios, alumbrado, jardineros, etc. Vivir ya les sale demasiado caro a quienes llevan inscrito en el cuerpo los lugares donde viven, la lumpenización y el deterioro de sus vidas va parejo al de sus casas, su único delito acaso sea vivir en un sistema criminal, tal vez por eso se siguen construyendo.

Ahora los franceses de las banlieux queman, en su desesperación, los coches de sus vecinos, un cambio de estrategia que los ha hecho, por primera vez, visibles ante la opinión pública. Antes se quemaban a sí mismos y eso no era noticia. En las tierras de la opulencia y el bienestar tenían el triste récord de suicidios de Europa.

Sarcelles, Clichy-sous-Bois, Villiers-le-Bel, Otxarkoaga, Los Colorines, Los Pajaritos, las 3.000, las 1.000, las 624, La Coma, El Gancho, Palma Palmilla, El Torrejón, Penamoa, Ventanielles, Las Barranquillas, El Poligramo, El Príncipe, El Vacie, La Mina… Michel de Certeau, en The practice of Everyday Life, los llama lugares donde no se puede creer en nada, sitios donde la Virgen ya no hace milagros, lugares donde la única práctica cotidiana asequible es alimentar el odio.