La insurrección que llega

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Todo el mundo sabe que esto, tal y como va, no puede sino reventar y, a estas alturas, poco parece que se pueda hacer más allá de tomar posiciones para la gran traca final que, de momento, se niega en todas partes.

Los capitalistas le hablan de trabajo a unos jóvenes que no han trabajado nunca mientras alargan la edad de jubilación de sus padres. Hablan de competitividad a unos trabajadores cada día más precarizados, de crisis a los que llevan toda la vida en crisis, de productividad a los que han echado del curro y, de paso, aprovechan para liquidar los derechos sociales y bajarles el sueldo al resto mientras gestionan su miedo. Hay que ser solidarios nos dicen. Es el socialismo en acción después de la muerte del socialismo, aunque sea socialismo al revés: Privatizar beneficios, socializar pérdidas y seguir repartiendo desconfianza entre los desfavorecidos, buscando terroristas que aún den más miedo que el propio capitalismo, aunque eso sea cada vez más difícil.

Los explotados siguen donde estaban, aún más saqueados, expoliados, reventados,  desolados y asqueados que antes, pero ya no se identifican con ninguna de las siglas políticas de oferta en el mercado, tampoco con los sindicatos. Han sido despojados de sus referentes, de su lenguaje, de su mitografía, carecen, finalmente, de un lenguaje lo mismo que carecen de una experiencia común que pudiera generarlo. Demasiado tiempo sometidos a abundantes dosis de egolatría e individualismo feroz han podrido todo sentido de lo social en ellos.

De un extremo a otro, desde los equipos de fútbol hasta los antidepresivos actúan de precario dique de contención. La televisión habla por todos y las redes sociales en internet generan la única experiencia colectiva accesible, la de las soledades cibernéticas. Por arriba, luchan por defraudar a Hacienda y adquirir una segunda vivienda en quinta línea de playa, por abajo, van de escondidas a hacer las compras en el Lidl y sueñan con veranear en un camping. En medio, los más jóvenes no saben si Sánchez es el socialista o es Feijóo, y muchos menos si realmente importa un bledo que sea uno u otro el que gobierne y para qué; pero de momento nadie se revela, la revuelta griega triunfó en la calle y se perdió en Bruselas. Ante la disyuntiva de vivir la Anarquía, de extender los vínculos, la creatividad, el bricolaje de las nuevas situaciones o seguir muriendo de aburrimiento, una vez más se impuso el viejo orden, el mundo del control y la jerarquía, y su pesado y triste discurrir bajo la atenta mirada de la policía. El día que, antes de salir a las calles, hayamos vencido primero al enemigo que vive dentro de nuestras cabezas, la realidad ya nunca más volverá a ser como antes. Ganados por el aquí y el ahora, nuestro vivir será pura experimentación del inmediatismo. Pero, para ganarnos a nosotros mismos no nos podemos engañar con una palabra tan gastada y reaccionaria como esperanza, tenemos que convencernos de nuestra situación desesperada, y junto a otros desesperados, junto con otros desertores, vincularnos y  organizarnos para perder el miedo al derrumbe del capital, y para subsistir a su gran traca final. El presente ya no tiene futuro. Esta es la insurrección que viene.

Nunca tuvimos nada, nada podemos perder. Nuestra historia es la historia de la colonización de la mente y la de la explotación de los cuerpos, de las migraciones, las guerras de baja intensidad, el exilio laboral, la extrañeza ante un mundo extraño. Rompamos pues con ella, pongamos fin al trabajo alienado, otros modos de hacer nos esperan, basta ya de producir mercancías, basta ya de movilizarnos para ser otro, para vendernos mejor, para transformarnos en nuestros propios patrones. Encarnemos la vida, la única que tenemos, para sobrevivir al tiempo de la muerte.

El trabajo alienado no nos necesita, para él los trabajadores se han vuelto superfluos, la mecanización, la automatización y la digitalización de la producción nos dejan en meros sobrantes disponibles en cualquier parte de un mundo deslocalizado. Mano de obra intercambiable, temporal, indiferenciada, que lo mismo sirve para hacer un día de reponedores que al siguiente de guardias jurados. Obreros sin oficio y, por tanto, sin posibilidad de organizarse a partir de ellos. El trabajo ya no es hoy una necesidad económica de producir mercancías sino una necesidad política de producir consumidores para salvar al capitalismo.

En efecto, es el flujo contaste de las mercancías el que nos necesita movilizados para que nada se pare, por lo tanto, detengámoslo. Basta de engaños y de engañarnos a nosotros mismos. El capitalismo no nos hará ricos, por lo tanto, paremos, detengámonos, decrezcamos. Producir menos y consumir menos es una forma de detener el apocalipsis. Tenemos que crecer hacia la frugalidad y la simplicidad. La economía no puede estar por más tiempo separada de nuestro existir. Volvámonos consumidores de situaciones pero también seamos nosotros los que las provoquemos, no dejemos esa tarea en manos de nuevos gurús, nuevos cultos new age o nuevos paradigmas espirituales, porque ellos no son más que otras de las muchas mutaciones del capitalismo. No estamos aquí para reconstruirle al capital lo que el capital hizo destruir a nuestros padres. Estamos aquí para construir un tiempo del que nos quedemos definitivamente prendados. Es hora de comenzar, de suspender la normalidad. Pongamos en práctica nuestros experimentos, nuestras intuiciones, los vínculos y complicidades, y hagámoslo sin causa aparente para el enemigo, sin líderes, sin reivindicaciones, desde el más absoluto anonimato y bajo unas siglas absurdas que, cuando más, provoquen hilaridad.