En la entrega anterior quise hacer un recorrido histórico por las distintas caras del antitaurinismo, mostrando que se trataba de una rama tan arraigada del árbol intelectual hispano como la propia fiesta. Ese recorrido desembocó en la dialéctica actual, tanto ideológica como jurídico-política, que enfrenta a sectores del animalismo y la filosofía con otros filósofos y taurófilos, pero también a Administraciones entre sí. En Andalucía, la Proposición de Ley sobre Protección Animal presentada por Podemos en el verano de 2018 contaba con el apoyo de una veintena de colectivos animalistas y ecologistas, además de sindicatos como UGT, CCOO, USO, CGT, Ustea y Autonomía Obrera. El centro de la propuesta no eran las corridas, pero éstas se verían lógicamente afectadas de aprobarse la propuesta de Ley, que sólo consiguió el apoyo de IU en su trámite parlamentario. La Plataforma Animalista Andaluza y la Asociación Abogacía Andaluza por la defensa del Animal convocaron a los distintos partidos políticos en la última campaña electoral andaluza para tratar las distintas propuestas relativas al maltrato animal y, más concretamente, en relación con las corridas de toros. Las mismas entidades registraron en noviembre de 2018 una solicitud en el Ayuntamiento de Sevilla para impulsar una consulta sobre tauromaquia, sin éxito.
En primer lugar, intentaré delinear la vertiente ideológica de la dialéctica, para a continuación hacer referencia a la cuestión de los derechos culturales que se ha plasmado en el conflicto por parte de distintas Comunidades Autónomas y por el Ministerio de Cultura del último gobierno Rajoy. Ya dijimos que la nueva cara de la posición anti-taurina –debe entenderse, contra las corridas de toros principalmente, pero, depende de dónde, no sólo- hunde sus raíces en una nueva concepción de los animales, del animal humano y de las relaciones entre ambos. Identificamos al “anti-especismo” como esa doctrina que considera que Homo sapiens debe dejar de considerar al resto de especies como objeto, ya sea con finalidades alimenticias, recreativas, de investigación, industriales, cultuales, etc, promoviendo un nuevo horizonte ético que debe plasmarse en una política sobre los animales que los trate en pie de igualdad. El eticismo animalista se nutre de los avances en conocimiento sobre el genoma y sobre la neurofisiología de distintas especies, así como de los estudios sobre las relaciones humano-animales, que ponen de manifiesto la proximidad entre ellos y tienden a afirmar capacidades cognitivas y sensitivas en muchos animales –en particular las que tienen que ver con la capacidad de un lenguaje-. Es cierto que, paralelamente, el antitaurinismo, como expresión de un animalismo no científicamente fundamentado, también puede nutrirse de una percepción socialmente construida sobre los animales recreada en la cultura pop, especialmente a través del cine y otras plataformas sociales, basada en una humanización (proyección de cualidades humanas sobre el resto de seres) y en el rechazo a cualquier forma de relación violenta, de modo que los taurófilos suelen argumentar que el animalismo no es tanto un posición argumentada cuanto una sensibilidad humana. Sin embargo, su desafío se sostiene en la extensión de los principios de respeto aplicables a las relaciones con el resto de las especies, no sólo la humana, en una suerte de simetría que renuncia al antropocentrismo. En este contexto, la muerte del toro se lee como un signo de barbarie, de comportamiento execrable, tanto por conducir al animal hacia su muerte (un medio para un fin definido desde fuera por el hombre), como por hacerlo públicamente. Y esto es propiamente una argumentación ética, sobre derechos.
Para responder a este posicionamiento podemos destacar las aportaciones de Francis Wolff. Este filósofo francés entiende que someter al toro en la lidia hasta su muerte, y hacerlo públicamente, puede leerse como la manifestación de la importancia simbólica que tienen tanto el animal como el acto, contrastando vivamente con el sacrificio oculto mecanizado en el matadero. En su argumentario destaca la lectura ecocéntrica: la selección ganadera, en particular desde el siglo XVIII, de un animal orgánicamente constituido para embestir, ha mantenido la variedad genética, como la corrida se relaciona con un ecosistema (la dehesa), donde el toro es criado en estado semisalvaje con ciertas condiciones, generadas por el hombre bajo el principio de mantener a salvo sus cualidades de vida agreste, pues sólo de ese modo se garantiza su rendimiento en la lidia. Es un animal criado para su función ritual, a partir de la “tienta”, que ya describe Blanco White en sus Cartas de España. Es decir, fue creado para el combate, su naturaleza es la lidia, y es en ese contexto donde deben entenderse sus funciones ecológicas, sociales y económicas, incluyendo la alimentaria.
Además, los defensores de la tauromaquia tratan de argumentar que en torno al toro y al rito de la lidia se ponen en juego prácticas humanas y de relación humano-animal de una profunda significación y enraizada historia. ¿Sobre qué valores? El análisis histórico viene a delimitar unas funciones rituales y de culto a la fertilidad, que también simboliza lo ctónico, bien documentadas en actividades hoy perdidas o transmutadas, como el toro de San Marcos, que era amansado en el día de su onomástica, o el toro nupcial, en el que el animal debe ser punteado por el novio con banderillitas confeccionadas por la novia y capeado –era común con un lienzo blanco de la novia- para poder impregnar el trapo con el líquido vital de un animal que representaba fecundidad. Claro que ¿de qué modo puede trasladarse este universo simbólico al aficionado contemporáneo si ya ha periclitado? La antropología simbolista de los años setenta y ochenta vino a elaborar una serie de asombrosas lecturas, entre la que podemos destacar la de Pitt-Rivers. Lo que la lidia del toro pone en juego es una teoría sobre las relaciones intersexuales en la cultura andaluza: el lidiador representa en origen el principio femenino, que se masculiniza a lo largo de la lucha en el ruedo a través de distintas prácticas, hasta el momento definitivo de la estocada, símbolo fálico, mediante el que el toreador se apropia de la virilidad del animal. La lectura no era nueva, recuperaba interpretaciones de los años veinte y treinta, como la de Michel Leiris, para quien el principio masculino actúa como sacrificador y el femenino como víctima sacrificada. En ese mismo proceso ritual, la naturaleza se transmuta en cultura, la animalidad en humanidad, la sexualidad fiera en erotismo refinado, al tiempo que el toro es dominado por el torero, a través de los “engaños”[1]. La androginia de la estética del torero, para Leiris, no es sino una expresión de este tránsito entre principios antagónicos. En un sentido similar, Manuel Delgado interpretó la muerte del toro como la domesticación de la fuerza sexual masculina, de su violento ímpetu, para restablecer el dominio de la Diosa Madre. Para el antropólogo catalán las fiestas de toros, las populares no administradas por el Estado patriarcal en las plazas, son taurolatrías que se pueden conectar con los cultos mediterráneos a la Naturaleza, maternal. Pedro Romero de Solís ha publicado insistentemente sobre el carácter secularmente popular de los festejos taurinos, cuando su nudo cultural lo constituían las capeas tumultuarias que recreaban una experiencia de caos y (des)orden establecido y ha subrayado una función política en la creación de las plazas de toros de fábrica, circulares: significaron la recuperación del sentido de “pueblo” como comunidad política –categoría política clave de la contemporaneidad-, al favorecer el encuentro de los aficionados en un mismo punto y en torno a un acto que a todos trascendía. No es preciso seguir glosando este tipo de aproximaciones[2], para concluir que el rito que se despliega en la corrida de toros representa valores fundamentales que atañen a una lectura, decantada por el tiempo, del hombre sobre las relaciones fundamentales entre la naturaleza y la cultura, la sexualidad y su represión cultural, la animalidad y la humanidad, lo fiero y lo sublime, el principio de brutalidad y el de vulnerabilidad, la muerte y la vida, lo estético y lo grotesco, el orden represor y la liberación de energías sociales …. Además, las corridas escenificarían los grandes valores –ya representados en la mitología secular mediterránea-, pero dramatizados en toda su crudeza, en toda su autenticidad, porque no es sólo un relato, sino un campo de acción existencial donde el riesgo de revertir el orden humano (la muerte del torero) está ahí. Dice Wolff que este rito se acomoda bien al estilo de arte contemporáneo, ése que elude su función representacional (ya el arte no debería recrear lo existente), sino que su función es construir, hacer, provocar (es decir, hacer hacer, la dimensión performativa, pragmática, transformadora del arte). La tauromaquia expresa la “presentación bruta del cuerpo, de la herida, de la muerte”. Si impresiona una corrida de toros es por el empeño en convertir lo crudo y fiero, el riesgo inminente de muerte, en intención estética. Todo es dramaturgia, pero todo es al mismo tiempo cierto, ineluctable, sin vuelta atrás. Es un momento de “verdad”. Por tanto, la realización del rito taurino, en cada tarde, en cada faena, tendría una función ética: desplegar los valores mencionados, y otros –como la confrontación entre la necesidad y la contingencia-, y hacerlo realmente, no mediante el discurso. De ahí que Víctor Gómez Pin titulase su segunda obra importante sobre el tema La escuela más sobria de la vida. La tauromaquia como exigencia ética (2002). La propia biografía del toro expresa dos tipos de relaciones humano-animales: la de cuidado que se realiza en el campo –dominada por la condición semisalvaje, pero tutelada al fin y al cabo- y la de la lidia, dominada por el sentido del sacrificio y sus significados.
Para la posición animalista, estos argumentos son inválidos, pues, siguiendo a Desmond Morris en El contrato animal (1990), “ningún animal debe ser revestido de cualidades imaginarias relativas al bien o al mal para satisfacer nuestras creencias supersticiosas o nuestros prejuicios religiosos”. Jesús Mosterín, filósofo que se ha erigido como ariete de la taurofobia, considera la ética como la racionalización externa sobre los modos de hacer y pensar, estableciendo principios generales basados en derechos universales, que en este caso se aplican a animales humanos y no humanos. Basa su argumentario en contrarreplicar los argumentos más recurrentes de los defensores de las corridas: el toro, rumiante, es pacífico por naturaleza y no tiene el ímpetu de lucha (debe querer decir, que no embiste reiteradamente); la corrida no es un combate propiamente sino un proceso de tortura para el desgaste del animal, por lo que el riesgo humano es despreciable; y ninguna práctica cultural es sostenible por sí misma –ello nos conduciría a la repetición ciega de patrones tradicionales, independientemente de sus funciones y significados-. Por ello, el argumento culturalista para la defensa de la tauromaquia, desde esta perspectiva, es rechazable, como insiste en su trabajo recopilatorio A favor de los toros (2010). Es sorprendente que una de las profundas raíces de este planteamiento está en el utilitarismo de Bentham, para quien es la capacidad de sufrimiento, de seres sintientes, el criterio para definir los límites de una comunidad moral que se ha ido ensanchando hasta que los avances en genética y neurofisiología han ido desdibujando los límites precisos entre las distintas especies de animales[3]. La Declaración de Cambridge sobre la consciencia (2012) concluyó que los animales con sistemas nerviosos complejos tienen capacidad para sentir sufrimiento y disfrute mediante experiencias conscientes, como cualquier torero o aficionado a los toros afirmaría sólo a través de su experiencia. Se trata de una suerte de animismo pero sobre bases científicas y no sobre los sistemas culturales de sociedades ancestrales basados en una concepción de la espiritualidad[4].
A pesar de estas profundas diferencias, hay un elemento que acerca a unos y otros, que los hace comparables. Cuando Wolff dice que el toro en las corridas, y especialmente en ellas, puede desarrollar su toreidad (su cualidad auténtica como animal, que es la embestida), no subraya que ello es resultado de un proceso de selección genética acumulado, en la que la mano del hombre es demiúrgica. Sería algo así como una “culturaleza” o una “naturocultura”, si se permite el neologismo. Especularmente, cuando los taurófobos plantean la existencia de derechos de los animales de carácter universal no deberían olvidar que éstos son establecidos por los hombres, por mucho que pretendan la objetividad: situarse desde fuera de cualquier condición animal y aplicarla a cualquier relación interespecie. Mientras que los animistas históricos (cazadores-recolectores) vivían una relación orgánica múltiple (simbólica, alimentaria, de parentesco) con otras especies con las que se sentían emparentados, el animismo del animalismo contemporáneo se ubica en un espacio diferente: el de una proximidad empática que se basa en la ciencia objetiva y que pretende un orden moral y político definido por el hombre en nombre de todas las especies, con las que ya no tiene más que relaciones construidas desde una nueva forma de objetivación: o el animal domesticado o el animal silvestre en una cápsula creada por la ingeniería humana. Es decir, no podemos salir de nuestra condición de humanidad, ni desde unas posiciones ni desde otras. Savater opinaba que la ética es un asunto humano, estrictamente, que descansa sobre un principio de racionalidad que fundamenta la posibilidad de libertad. Pero esa ética, como está proponiéndose desde el anti-especismo, se puede expandir, también, a las relaciones con los animales, en general, a todos las relaciones ecológicas, como proponen los antitaurinos. El animalismo aspira a algo que en la naturaleza no existe, pues en las relaciones ecológicas hay, también, gratuidad, crueldad, dominio… ¿Cómo salir de la paradoja de aspirar a una ética, humana, aplicable a todas las relaciones ecológicas, desde una posición no subjetiva, sino objetiva, reinante de modo universal sobre las relaciones con los animales?
La oposición entre ambas posiciones es lo que me lleva a plantear el debate en el terreno jurídico de la tauromaquia y las minorías culturales, una de las derivadas sorprendentes de este conflicto. Desde determinadas tribunas se ha encontrado el argumento del respeto a las minorías como una respuesta a la normativa de prohibición de corridas. Es la prohibición la que construye al taurinismo en minoritario, al menos políticamente. Desde el pluralismo cultural como perspectiva política, se reclama que una sociedad es más justa cuando logra una distribución equitativa, no sólo en lo referente a las posibilidades económicas, sino también en lo que respecta a las prácticas y sistemas de valores que expresan la diversidad cultural. Como argumentaba el jurista Juan Antonio Carrillo[5], a propósito de la prohibición de corridas de toros con muerte en Cataluña y su revocación por el Tribunal Constitucional, si una práctica como las corridas no atenta contra derechos fundamentales (y desde el punto de vista jurídico, los derechos animales aún no están reconocidos como fundamentales) no se puede prohibir. Y pone como referentes los casos de Francia o Colombia, donde las corridas son socialmente minoritarias, pero se contemplan precisamente por constituir un derecho de minorías culturales. Claro que, para asumir esta posición, es necesario reconocer los valores trascedentes en la fiesta de tauromaquia –independientemente de que el soporte social sea mayoritario o minoritario. Aquí estaría el nudo gordiano del debate: para determinados colectivos, las corridas expresan valores culturales (por resumir, la continuiudad y discontinuidad entre naturaleza y cultura, el juego con la muerte, la fiereza y la delicadeza efímera con intención estética, la sublimación del principio caótico de lo salvaje y lo tumultuario mediante el rito y el orden cívico que impone la corrida moderna), que no pueden ser reprimidos en atención a los derechos de las minorías. Desde una posición pluralista, a lo Kymlicka, los valores defendidos desde la posición antitaurina son igualmente humanos, y no pueden prevalecer sobre los valores de los defensores de la tauromaquia.
En definitiva, nos situamos ante un conflicto ontológico, lo que quiere decir: entre dos mundos, dos sistemas de prácticas y significados que crean un mundo particular, cada uno con sus propios comportamientos, reglas y cosmovisiones, cuya interlocución deviene imposible, porque los atributos de uno y otro mundo son, como he querido mostrar, de difícil compatibilidad. Por un lado, los planteamientos que transitan por la definición científica de especies a partir de rangos neurofisiológicos, criterios “de naturaleza”, por decirlo así, de carácter universal y objetivos; por el otro, la ontología que construye el mundo a partir de la cualidad simbólica humana, como capacidad no compartible con otros seres de la naturaleza, a partir de dotarse a sí mismo de un orden, que es moral, normativo, mítico, imaginado. Mientras que el antiespecismo se ubicaría fuera de la condición humana –como una suerte de voz que define científicamente, objetivamente, los límites cada vez más imprecisos de los seres sintientes- y defiende la continuidad humano-animal, el especismo antropocéntrico asume, subjetivamente, la cualidad simbólica humana como límite que sigue separando a los animales humanos del resto y no quiere renunciar a unos valores que considera éticos. Los antiespecistas hablan por los seres humanos y por el resto de animales, mientras que los especistas lo hacen exclusivamente por sí mismos, porque no pueden imaginar qué valores ni qué normas morales defenderían otras especies, por muy desarrollados que tengan sus sistemas neuronales. Para eludir este escollo, el defensor de los derechos animales establece como principio ético ineludible el evitar sufrimiento a otras especies, y por esas horcas caudinas no puede pasar ya ningún valor cultural.
Al margen de este debate, queda la grosera manipulación política en el ruedo mediático entre nacionalismos y modelos culturales, que ha tenido su reflejo en distintos parlamentos. A las limitaciones y prohibiciones en los parlamentos catalán y balear de espectáculos con animales y toros, respondió el Ministerio de Cultura con la declaración de la fiesta de los toros como “patrimonio cultural” nacional, argumento usado por el Tribunal Constitucional para impugnar las medidas prohibicionistas (ver la anterior entrega). Pero ese conflicto normativo no ayudará en este debate. La prohibición de corridas en Cataluña ha tenido un fuerte componente “nacionalista”, como lo demuestra el hecho de que otros festejos con participación de toros se han salvado de la medida, y ese mismo componente nacionalista, ahora referido a España, lo ha tenido la respuesta del último gobierno Rajoy. Sin embargo, el catalanismo en Francia usa la corrida en la plaza como un marcador frente al centralismo francés. En otro sentido, para los defensores de la tauromaquia, ésta representa determinados trazos culturales de mediterraneidad, hoy ciertamente transformados, frente a un animalismo que encarna mejor los valores y la moralidad del mundo anglosajón y su espacio mental urbano de naturaleza impoluta.
Agradecimientos: Rufino Acosta, José Luis Gómez Melara y Santiago Montero han revisado el texto, haciendo comentarios que me han permitido perfilar algunas de las ideas del manuscrito primero.
[1] Ver al respecto Montero, S, Ruiz, E y del Campo, A. (2019) “Deception in practice Hunting and bullfighting entanglements in southern Spain”, Hau: Journal of Ethnography Theory, 9(3): 514-528.
[2] Es recomendable el texto de Jean Palette-Cazajús (2019), “Sobre dos prácticas de riesgo: toros y filosofía hoy”, Revista de Estudios Taurinos, 44: 37-140. Y la bibliografía de Pedro Romero de Solís.
[3] He aquí una contradicción: la teoría evolucionista apoyaría los planteamientos antiespecistas; sin embargo, no los procesos evolutivos son divergentes; es decir, la especiación avanza en un sentido de progresiva diferenciación.
[4] Siguiendo al etnólogo francés Philippe Descola, el animismo es un modelo de relación entre el ser cultural y el mundo según el cual los seres no humanos y humanos comparten principios anímicos, por mucho que su fisicalidad, su exterioridad, sea distinta.
[5] Carrillo Donaire, Juan Antonio: “De secta torturadora a minoría cultural”. Diario de Sevilla, 24/10/2016. https://www.diariodesevilla.es/opinion/articulos/secta-torturadora-minoria-cultural_0_1075392788.html#comments