“Es lo que hay”, nos repiten desde pequeños. En el colegio, en el instituto y más tarde en la universidad. Nos presentan la realidad como algo inmutable, algo que hay que aceptar y no intentar transformar, como un dogma religioso. Sin embargo, esta realidad se hace pesada y cada vez más ajena a nuestros intereses. Nos vemos atados a una rutina que odiamos, a trabajos esclavos que nos desnaturalizan y nos enferman física y mentalmente. Nos roban los mejores años de nuestras vidas y sólo alcanzamos a decir: “Es lo que hay”.
Si quiero una vivienda o alimento necesito dinero, para conseguir dinero necesito trabajar, tal es el mantra del sistema capitalista. ¿Trabajar para producir qué? ¿Para beneficio de quién? ¿Aportando qué a la sociedad? Se nos presenta el empleo como una acción voluntaria, que dignifica al ser humano, que le otorga libertad e independencia. Asistimos, incluso, a discursos de partidos autodenominados de izquierda e incluso de ideología supuestamente comunista que nos hablan de la lucha por el derecho al empleo, ¡derecho! Como si hubiera opción a no hacerlo, a vivir sin dinero. Karl Marx lo dejó bien claro: “Su trabajo no es, así, voluntario, sino forzado, trabajo forzoso. Por eso no es la satisfacción de una necesidad, sino solamente un medio para satisfacer las necesidades fuera del empleo. Su carácter extraño se evidencia claramente en el hecho de que tan pronto como no existe una coacción física o de cualquier tipo se huye del puesto de trabajo como de la peste”. Nos hablan también de empleo digno, de mejores condiciones laborales. Sin embargo, debemos asumir que no hay nada de digno en tener empleo, en vender cuerpo y alma para poder sobrevivir. ¿Se imaginan un esclavo en el Antiguo Egipto celebrando que el capataz de la obra de la pirámide ha decidido sustituir el látigo de siete puntas por uno más convencional?. ”¡Salario mínimo interprofesional de 950 euros!”, grita hoy entusiasmada la socialdemocracia, No, nuestras vidas no valen 950 euros, nuestra libertad no está al alcance del salario mínimo.
Es el propio concepto de trabajo asalariado, su centralidad en el sistema capitalista, el que debemos poner en cuestión, no sus condiciones más o menos benévolas. Hablamos de centralidad porque es el trabajo quien determina qué rol jugamos dentro de la sociedad, a qué tenemos acceso, con quién, cómo y cuándo nos relacionamos. El trabajo asalariado es capaz de contaminar y destruir nuestros lazos afectivos más íntimos con nuestras familias, amigos o parejas. Todos conocemos este drama en nuestro día a día; el padre que tiene turno de noche y por el día no puede hacer otra cosa que dormir y grita enfadado cuando sus hijos corretean por el pasillo haciendo demasiado ruido. La joven pareja de jóvenes que aunque trabaja en turnos de 10 horas no alcanza a pagar un alquiler, cuando coinciden en su piso de la periferia se miran y no saben qué decirse. La madre soltera que compagina su maternidad con dos trabajos, uno fregando portales y otro de camarera en un bar. El amigo que trabaja en un almacén, con una espalda de octogenario por cargar durante horas cajas, que te dice que no puede quejarse, que al menos tiene un empleo. También cabe acordarse de los llamados “ninis”, aquellos parias que subsisten como pueden, sin empleo, desplazados y demonizados por una sociedad que te valora en función de tu vida laboral, todos aquellos que al no estar capacitados para incorporarse en plenas facultades al mundo laboral se les margina: drogadictos, alcohólicos, enfermos mentales, ancianos con pensiones ridículas, parados de más de 50 años que no volverán a trabajar. Podría continuar dando ejemplos pero todos los conoceís, todos los hemos visto, la eterna lucha por el pan nuestro de cada día.
Lo decía Heráclito, padre de la dialéctica, nada existe sin su opuesto. Por ello, cuando hablamos de “tiempo libre” nos referimos al elemento contrario al “tiempo oocupado en el empleo”. A un periodo en el que no estamos bajo la coerción del “tiempo esclavo”, es decir, de la jornada laboral. Si aspiramos a liberarnos tenemos la obligación de negar esta contradicción, debemos llegar a tal punto en el que no tenga sentido especificar que un período de tiempo es “libre” puesto que el tiempo de esclavitud, el trabajo asalariado y su centralidad hayan sido abolidos. Desde un auténtico pensamiento de izquierda nunca debemos caer en la trampa de glorificar o romantizar la clase obrera. Repetir viejas consignas estajanovistas de super-obreros orgullosos de producir más que nadie, poner flores en el altar del mismo dios que nos ata con cadenas, el dios empleo, jamás nos traerá ninguna libertad. El trabajo asalariado es coercitivo, es una violencia ejercida por una clase contra otra y como tal debe ser entendido y abolido. Ser miembro de la clase trabajadora no es ninguna panacea, quien enarbola su condición de esclavo sin querer transformarla no ha entendido nada.
La vida es otra cosa y hay que luchar por ella. De nada vale levantar una barricada sino sabemos cómo vivir tras ella, si no dibujamos un horizonte enteramente nuestro hacia el que caminar todo habrá sido inútil. Abolir el trabajo asalariado significa también abolir nuestra condición de esclavos asalariados, romper con nuestro actual “ser social” y, por tanto, transformarnos enteramente como seres humanos. Significa también construir nuevas relaciones en lo más cotidiano, tanto entre nosotros como con la naturaleza, que no se basen en la más pura mercantilización.
Hay quien leyendo esto se preguntará: ¿Cómo conseguiremos aquellos bienes y servicios que necesitamos para vivir si no es a través del trabajo? No se trata aquí de que el ser humano deje de producir en términos absolutos, sino de que deje de hacerlo en beneficio de una clase parásita que se llena los bolsillos con el sudor de los que trabajan. Porque la producción hoy en día sólo obedece a la competitividad del mercado y a los designios del dios dinero, no a satisfacer las necesidades reales de aquellos que producen la riqueza misma. Pensar la producción colectivamente, reclamar de cada cual según sus capacidades y dar a cada cual según sus necesidades debe ser nuestro lema de vida.
De acuerdo con las cifras conocidas hace unos días son más de 120 las personas que, sólo en Andalucía, han perdido la vida en su puesto de trabajo el pasado año 2019. Otros, en cambio, morimos en vida en jornadas laborales interminables y en condiciones inhumanas. Sin ver ni a familia ni a amigos, visitando mensualmente la consulta del psiquiatra y atiborrados de antidepresivos y ansiolíticos. No, no es casualidad el aumento exponencial del consumo de psicofármacos como tampoco lo es el de las cifras de suicidios, aunque estas son cuestiones que bien merecerían un artículo aparte.
Nos están matando, minuto a minuto, y desde nuestra catatonia sólo alcanzamos a decir: “es lo que hay”. Es hora de abrir una reflexión en torno a nuestro modo de vida, de armar una teoría política realmente revolucionaria que ponga en cuestión absolutamente todo. Negar nuestro día a día es el primer paso para recuperar las vidas que nos han arrebatado.
La vida es otra cosa y nos la han robado, recuperémosla.