Lectores

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En estos tiempos de incertidumbre para la escuela andaluza, he recordado este relato que escribí hace algún tiempo. Una versión más breve del relato del mismo título, recogido en el libro «Al otro lado de todo». (Sevilla, Ediciones en Huida, 2017). Para que no se nos olvide lo que de verdad importa.

Una tarde parda y fría

de invierno. Los colegiales

estudian. Monotonía

de lluvia tras los cristales.

(Antonio Machado)

Mi niña chica está aprendiendo a leer, una labor lenta e ingrata, con altibajos y momentos de franco desaliento. Para cuando llegan, yo procuro estar cerca: la animo a que insista, a que domine las grafías y se adueñe de los sonidos. Después de un rato de aplicación, de inclinarse sobre el papel con ahínco, de trazar signos con su mano aferrada a un lápiz que pierde la punta demasiado deprisa, se afana, se aparta el pelo, sopla un poco, acalorada por el esfuerzo y, por fin, se retira y lee una frase breve, de un tirón; una frase que habla de las nubes de pronto adquiere sentido y ella identifica la palabra nubes y la entiende y parece que las avista en el horizonte aunque el día sea claro y despejado.

Mientras realizamos una y otra vez el dificultoso ejercicio, mientras observo su avance lento e inseguro, me veo a mí misma intentando en vano descifrar las letras grandes de un periódico que mi abuelo leía a diario, en verano a la sombra de la acacia y en invierno, al sol de media mañana. Yo era de alta como él cuando se sentaba. Me quedaba de pie entre sus piernas y él desplegaba el periódico ante mí, sosteniéndolo con sus manos mientras leía por encima de mi hombro. Yo le preguntaba y él me decía frases sueltas. Había muerto Carmen Amaya; recuerdo una foto en la que se veía la cara de la bailaora envuelta en un sudario. Mi abuelo me contó que la había visto bailar una vez y que tenía el pelo muy negro y los pies no se le veían en el suelo cuando zapateaba.

Otro día decía el periódico que los americanos habían invadido Cuba y yo no sabía qué podía significar aquello, pero sí interpretaba el gesto de mi abuelo, cuando se le hacía una arruga vertical en la frente que se la partía en dos. Solo le pregunté que dónde estaba Cuba, porque como no parecía ser nada tranquilizador que los americanos hubieran llegado allí, quería saber, al menos, si aquel lugar quedaba lo suficientemente lejos. Mi abuelo me contó que de esa isla, porque era una isla, venia antes, no ahora ya, el azúcar, el cacao y el café. Y yo odié a los americanos por llegar sin permiso a un lugar que debía de oler maravillosamente.

Recuerdo que ansiaba profundamente leer, para poder meterme en aquel hueco cálido, entre los brazos de mi abuelo, y seguir aspirando el olor de la tinta del periódico. Sin embargo, cuando empecé a ir a la escuela y conseguí deletrear, pegué un estirón y mi abuelo me dijo un día que no podía leer conmigo delante, porque ya no veía por encima de mi hombro. No me gustaba la nueva situación y la lectura perdió algo de interés, porque ya no iba acompañada de aquel abrazo cálido.

Mi abuela, que había nacido en el año uno, no sabía leer. Un día me confesó que le gustaría aprender y también, a escribir; aunque solo fuera su nombre. Déjame tus cartillas,  me dijo , pero no se lo digas a nadie. Se las di en secreto y le compré, como si fuera para mí, un cuaderno de dos rayas, que ella fue llenando con su nombre y apellidos y con una rúbrica elaborada. Cuando terminaba la plana, se retiraba para verla de lejos y admirar las letras, apretadas e iguales. Después, sonreía y guardaba la libreta en el cajón del repostero, allí donde solo trasteaba ella. Un día fueron al notario mi abuelo y ella. Cuando llegó la hora de firmar los papeles, mi abuelo dijo “Ella no sabe”. “Sí sé. Ya sí sé”. Me contó que mi abuelo no le preguntó nada, pero la miró con orgullo. “Tenías que haberlo visto. Siempre pasábamos vergüenza los dos”.

Creo que mi niña intuye que cuando sepa leer se le acabarán prerrogativas tales como que le lea cuentos antes de dormir, momento que ella alarga todo lo que puede, haciendo que se le repitan las historias y sirviéndose de ellas después, cuando apago la luz, para combatir los fantasmas. Le he prometido que, aunque sepa leer, de vez en cuando le leeré algo.

Un día, justamente cuando estábamos aprendiendo a leer en la escuela, una de mis compañeras no vino. Macu no venía mucho y yo la echaba de menos porque éramos amigas y nos contábamos cosas en el recreo; además, a mí me gustaba que viniera, porque en su casa siempre la veía triste y en la escuela reía. No me importaba tener que esperarla cada mañana, hasta que la acababan de peinar. Tenía unas trenzas de pelo largo y sedoso y su madre se las peinaba cuando no estaba enferma y siempre sonreía mientras lo hacía.

Esa mañana, Macu no salió ni siquiera a decirme que no la esperara. A mediodía, cuando volvíamos de la escuela, la vi. Iba con su familia. Todos llevaban bultos y atados. Ella acarreaba sobre sus espaldas un colchón pequeño enrollado. Yo me figuré que era el colchón de su hermano chico. Iba llorando en silencio. No sé cuándo volveremos, me dijo. Yo me quedé parada sin saber qué hacer, viendo cómo se alejaba por la vereda que iba a la estación. En el recodo último que hacía el camino, se volvió y me dijo adiós con la mano. Yo recordé que se iba sin acabar de leer bien y me preguntaba si encontraría a alguien que la ayudara.

Estaba segura de que le sería difícil tener una maestra como doña Rosa, que tuviera tanta paciencia con ella, que se ocupara de su retraso por los días que faltaba, a la que le oliera el aliento a caramelos de naranja y limón, que tenía en un montón sobre la mesa y que nos regalaba cuando acabábamos la hoja de la cartilla, que sonriera con los labios pintados siempre del color de su nombre.

Doña Rosa a veces se reía mucho, pero no recuerdo que lo hiciera aquel día en que llegó por primera vez a la escuela una niña que vivía en un cortijo. La niña llevaba la cara de haber llorado y el flequillo despeinado.

– A ver, Luisa, ¿por qué no quieres venir a la escuela? Mira, aquí hay muchas niñas como tú y te lo vas a pasar muy bien.

Luisa callaba y miraba al suelo.

– Pero, mujer, no te quedes así. Di algo.

– Doña Rosa, es que no sé leer.

La voz de mi niña silabea titubeante, pero yo sé cuándo ella entiende bien lo que lee porque entonces se le ilumina la cara y sonríe para sí y para mí, como diciendo ¿has visto?Se siente orgullosa cuando me enseña un diario que ha empezado a escribir, con su letra desigual, en el que intenta evitar las faltas de ortografía, aunque ella no sabe que se llamen así. Por eso, nos anda preguntando a todo el mundo ¿“Pasárselo bien” es una palabra o dos?” ¿”Bien” con be chica o con be grande? La be chica se llama uve. ¿Por qué? Porque… Hija, no se dice “algotros”. ¿Por qué, si se puede decir “algunos”? Y se afana en contar con frases, a veces demasiado complicadas, que han venido sus primos y que ella se lo pasa muy bien, con b y otras veces no tan bien… separado, esta vez separado.

Mi niña grande aprendió a leer como si de una explosión se tratara. Después de varios meses de esfuerzo escolar, durante los cuales ocultó cuidadosamente en casa que era la única de su clase que no sabia hacerlo, un día llegó y dijo que ya sabía, admirada de su propia hazaña y sin acertar a explicársela. Ahora se ríe cuando lo recuerda. Su compañero Jesús, con sus doce años cumplidos, ha desaparecido una semana de clase, aunque hacía creer a sus padres que venía todos los días a la escuela. Así ha tratado de ocultar, todo el tiempo que ha podido, su vergüenza y su suplicio. Nadie se había dado cuenta de que no sabía leer.