No, no voy a acusar al presidente del gobierno de pertenecer al crimen organizado, que es una de las posibles acepciones del término mafia. Voy a usar el término mafia como un concepto para tipificar el comportamiento y el discurso –ese conjunto de acciones, acuerdos, concepciones, elaboraciones argumentales- que Pedro Sánchez, como primera figura, y algunos de los miembros del gobierno que él preside, han usado para referirse a la causa de la muerte de decenas de migrantes africanos en la frontera entre Nador y Melilla, entre los Reinos de Marruecos y España, entre el Magreb y la frontera sur de la Unión Europea, donde Andalucía. Voy a usar el concepto con una intención metafórica, diría casi que en sentido alegórico, no con la intención de describir, sino de hacer entender y aplicar al caso otro uso a mi juicio más apropiado del término mafia.
Hago referencia a mafia como práctica y filosofía política de gabinete, que adopta sus decisiones en un ambiente de conspiración, donde quienes van a recibir las consecuencias de las decisiones serán los últimos en enterarse de éstas, si es que se enteran. Un modus operandi donde se maximiza el aire de familiaridad: hemos de aprovechar todo lo posible los intereses comunes y de lo demás que se encargue otro, que es nadie, pues no es de nuestra incumbencia. Es mafia también un acusado desprecio por lo externo, lo diferente, que contrasta duramente con la expectativa de honorabilidad hacia el universo interior, hacia quienes participan en el sistema, los mafiosos (personas de honor), que están atrapados en un código de silencio que salvaguarda la posición sólo de quienes están dentro de ese mundo. Se trata, sin embargo, no de una hermandad, sino de un universo basado en una estricta jerarquía, en la que de quienes están en la cúspide someten a falanges disciplinadas que, en distintos estratos también organizados jerárquicamente, se despliegan en modo de racimo. El sistema de honor, al mismo tiempo que promete salvación en su interior, reproduce esa jerarquía, y la sirve. En cualquier caso, todos los que pertenecen a la mafia están comprometidos con mantener el statv qvo y con no infamar públicamente mediante información que pueda poner en el punto de mira a las personas de honor, especialmente a quienes se sitúan en la superioridad jerárquica.
Hecha la alegoría, vayamos a las suposiciones. Es difícil sustraerse a la idea de que hay una conexión entre el asalto a la frontera de Ceuta en mayo de 2021, favorecido por la gendarmería marroquí al servicio del gobierno alauita; el cambio realizado por Pedro Sánchez sin apoyo parlamentario y sin consultas a su gobierno en las relaciones diplomáticas con Marruecos, con la cuestión del Sáhara y el control de fronteras como piezas intercambiables; e incluso el espionaje sobre el teléfono del presidente vía Pegasus, en un contexto en el que también se han reproducido este tipo de acciones a otras personas relacionadas con el Sahara y Marruecos… Es difícil sustraerse a una deducción lógica que hile, de modo simple y sin atajos, estos elementos, o algunos de ellos, pero apenas podemos salir del terreno de la suposición, porque todas estas cuestiones se han llevado al estilo mafia.
Sí, quizá tuviera razón Sánchez cuando hacía referencia a la mafia como elemento conductor de lo que ha sucedido en Melilla. Pero a cambio de sustituir “mafias” (grupos organizados que reclutan, canalizan y facilitan los movimientos migratorios en condiciones infrahumanas), por “mafia” (ese estilo de llevar los asuntos privadamente, de favorecer intereses, de correr un velo espeso que opaca cualquier luz que nos permita conocer los entresijos de la cosa nostra, suya, de ellos). Así que me ha dado por pensar que tanto los movimientos en las relaciones Sánchez-gobierno marroquí, incluyendo unos supuestos acuerdos que no conocemos en detalle, como el tratamiento mediático posterior de la tragedia de Nador-Melilla son explicables desde el código de la mafia según el concepto apuntado, y no tanto desde las mafias aludidas en las intervenciones del presidente.
Acabo de escuchar una entrevista radiofónica al presidente del gobierno, tres días después de sus primeras declaraciones en las que validaba la intervención en la frontera y responsabilizaba a las mafias. Y hay que congratularse de que ya ha torcido el discurso: ha explicado que en la “frontera sur”, la política securitaria no puede ser la única vía. Ha insistido en que la política de “ayuda al desarrollo” en países de origen y de tránsito es una herramienta fundamental; que las migraciones constituyen un fenómeno multidimensional y complejo, en el que la empatía con los migrantes y la lamentación de las víctimas mortales (entre 23 confirmados oficiales y 37 denunciados, como suele ocurrir cuando la opacidad es la regla del juego), además de los heridos, también debe trasladarse a las fuerzas de seguridad españolas y a la gendarmería marroquí (pues entre éstos ha habido heridos y un muerto). Por supuesto, hay que solidarizarse, ha explicado, con las poblaciones de Ceuta y Melilla. Sin embargo, las mafias internacionales se han vuelto a mencionar como principales responsables de lo que está ocurriendo, pues son ellas las que, supuestamente, facilitan los palos, cuchillos y hachas en las manos de los migrantes irregulares en el gueto del monte Gurugú.
Es decir, que se traslada que los centenares de personas que intentaron el asalto a la valla, jóvenes de 20 años que vienen de Chad, Niger, Eritrea y, sobre todo, de Sudán no son hijos de su tiempo ni de su tierra, sino seres violentos, migrantes e irregulares por más señas. Como si el marco en el que han llevado sus vidas, las condiciones de (im)posibilidad en las que ellos y sus familias llevan viviendo, no importasen en absoluto para empatizar (como se ha puesto de moda) con ellos. No ya con los muertos, sino con los vivos que pertenecen a una generación que se suma a otras más que viven un cuadro que sintetizo muy brevemente y que defino como la mafia responsable en primera y última instancia de la masacre de Nador.
Un proceso de expropiación de bienes y trabajo (“recursos” los llaman desde el Norte) que se remonta a siglos; una deriva “descolonizadora” que distribuyó grupos étnicos de modo arbitrario y, al cabo, criminal, en distintos estados inventados por la ingeniería política y la explotación económica; el acaparamiento del sistema industrial existente en ese momento por las potencias coloniales; la destrucción progresiva de los sistemas de cultivo y de pesca locales por dinámicas como la “revolución verde” o la política de tratados de acceso a sus mares que prometían ayudas; mecanismos de ayudas económicas que se convierten en losas financieras intercambiables por nuevos modos de relaciones asimétricas y de explotación de ecosistemas y personas; un sistema de intercambios comerciales en los que se extrae de allí (entre otras muchas cosas) petróleo crudo, gas natural, oro, diamantes y otros minerales hoy estratégicos para el capitalismo del norte, y que exporta allí petróleo tratado, medicamentos, coches y maquinaria, promoviendo algunas islas de industrialización especializada y muy seleccionada en determinados bienes que acaban convirtiéndose en competidores de los mercados europeos (sobre todo, productos “primarios”, y Andalucía sabe de estas competencias). Es en este contexto en el que hemos de entender los conflictos entre distintos grupos étnicos, que no son tribales, sino la expresión de las contradicciones que la historia de África ha ido generando, unas pugnas que horadan las bases de sociedades estables, con organizaciones institucionales robustas, autonomía económica y soberanía política. Así se convierten en pasto para el control mafioso de flujos financieros, de depósitos naturales de agua, de tráfico de armas, cada vez más de drogas, y de personas, de trata de seres humanos, río revuelto para el aterrizaje de grupos terroristas, todo lo cual imposibilita cualquier modo de autonomía política y promueve el control de grupos militarizados cuya sobrevivencia se sostiene en el mantenimiento de todas estas derivadas anteriores. El resultado: en 2005 había seis conflictos armados reconocidos en África, mientras que en la actualidad ya se ha superado la veintena, como es esperable en sociedades en los que esos señores de la guerra se convierten en garantes de la protección civil y algunos servicios sociales para una parte de la población, una “protección” de la que escapan miles de personas, muchas de las cuales terminan hacinándose en las fronteras del norte del continente. ¿Y decimos que estos hacinados están acuciados por esos grupos oportunistas, las mafias, que organizar el tráfico de los miles de personas que se mueven, primero, entre los estados africanos para, a continuación, una parte de ellos intentar saltar alambradas o navegar la sima marina atlántica o mediterránea? Las mafias que organizan estos flujos existen. Pero ni éstas, ni la existencia de “migrantes” “subsaharianos” o “magrebíes” “irregulares” –que no son más que un modo de tipificación encubridora, anonimizante con el que los denominamos para estigmatizarlos- son los principales responsables.
La mafia es una trama mucho más viscosa, que atraviesa estratos temporales profundos, que hunde sus raíces en estrategias definidas al socaire de las opiniones públicas, que son zarandeadas con esos discursos simplistas e infantilizadores. Lo que me gustaría saber es la historia de esos jóvenes, en sus pueblos y ciudades, campos, selvas y playas; las trayectorias y situaciones de sus familias, en sus distintos países. Y para ello no puedo ni llamarlos genéricamente migrantes irregulares ni acudir a las mafias que se aprovechan de sus estrategias de salida, ni entenderlos simplistamente bajo el lema “las vidas negras también importan”. Hay que hundir las manos en esa masa pegajosa de la mafia que a todos nos pringa, a uno y otro lado del Mediterráneo y del Estrecho.