Estoy pasando estas navidades en Brescia, una ciudad del norte de Italia, que es, al mismo tiempo, el sur de Europa. Circunstancias por todos conocidas han impedido que este año pueda celebrar estas fiestas donde nací y vive mi familia. Pero, pensándolo bien, si bien es cierto que existe entre nosotros una importante distancia geográfica, prefiero reconocer la cercanía mental que también se da entre estos dos puntos en apariencia tan alejados. Dentro de cada uno de nosotros, en lo que podríamos llamar nuestro mundo interno, no entendemos de lejanías, ni espaciales ni temporales, pues lo que funciona en la realidad física, externa, la que captamos a través de los sentidos, queda suspendido cuando hablamos del pensamiento, las pasiones, la imaginación o los sueños. Así, sin moverme de la cama y con los ojos cerrados (también abiertos, qué más da), puedo soñar o imaginar que voy caminando por Piazza Loggia, y al doblar la esquina o al cruzar la calle, me encuentro que estoy pisando la plaza del Ayuntamiento, donde está la casa familiar, y después subo el Mercado para besar a mi abuela Coral y, un poco más adelante, llego a Navarredonda para abrazar a mi abuela Amalia. Pero también podía haber llegado a México, a Turquía o al lejano Oriente. Esto, que todos sabemos y experimentamos en nosotros mismos, es una verdad que se dice demasiado poco, que se oculta a mayor gloria de los “realistas”, de esos que agarran la vida como un objeto que se mide, se cuenta, se pesa, se compra y se vende. Estamos rodeados de la gente de los proyectos, obsesionados con la acumulación de las cosas, los que en un futuro serán los más ricos del cementerio y que, hasta ese momento inevitable, evangelizarán a los demás en la conformidad y la resignación. Son los supersticiosos de la Realidad. Se les reconoce con una simple frase: “esto es lo que hay”. A los que yo respondo con otra frase, que tomo prestada de un pensador rebelde: la Realidad no es todo lo que hay.
El título de este artículo menciona una política del sur. Y aquí voy a intentar explicar qué quiero decir con eso. Para ello tengo que hacer un esfuerzo, porque mi trabajo consiste en explicar y argumentar ideas, conceptos, teorías basándose en una lista de autores y de libros que dijeron esto o aquello en tal o cual parte. Pero ahora no se trata de eso, es decir, de atiborrar al paciente lector o lectora con referencias bibliográficas para que comprueben mi erudición de profesor de Teoría Política. No, no se trata de impresionar con datos, sino de intentar cuestionar qué entendemos por política y de qué hablamos cuando hablamos del sur.
Propongo, entonces, empezar diciendo que política no es lo mismo que dominación, pero tampoco debería ser equiparada con la representación. Dominación, de hecho, viene de dominus, una palabra latina que quiere decir “señor” y que también es la raíz de, por ejemplo, domingo, “el día del Señor”. La política, en su origen mediterráneo, fue una creación artificial para vivir fuera del orden doméstico regido por los “señores”. Fue (y sigue siendo) un artificio, un invento, para que gente diversa y plural se organizara de forma común para lograr la libertad, es decir, la participación en los asuntos públicos sin tener que someterse a los dictados del señor de turno. Para ello, era necesario que se cumpliera un requisito previo: la libertad sólo es posible entre iguales. Aquellos que no tienen garantizada su existencia material, que no saben si van a poder comer al día siguiente, que no tienen un techo donde guarecerse, que no disponen de medios para curarse, no son iguales, por supuesto, a aquel otro que tiene esas necesidades básicas cubiertas. Por lo tanto, allí donde existen estas diferencias obscenas en el disfrute de bienes materiales, no hay ni puede haber política. Lo que hay en grandes cantidades es dominación. O representación de los dominados. Si hay una lógica que es completamente extraña a la política genuina es la de la familia tradicional, ya que la política —el arte de la ciudadanía— se inventó para salirse del principio de jefatura, propio de los grupos cerrados, esos que trazan un círculo para diferenciar entre “ellos” y “nosotros”. El ejército, la iglesia, las empresas o, paradójicamente, los partidos “políticos” se han organizado históricamente a partir del modelo familiar. Como la mafia. De ahí que en ninguna de esas formas de organización, de esos espacios de convivencia humana, pueda haber política. Lo que hay (y mucho) es sometimiento. Por eso justamente os decía antes que nunca tenemos que fiarnos de los que dicen “esto es lo que hay”. Nos están timando. Lo “normal”, lo “práctico”, lo “realista”, no es lo mismo en cualquier tiempo y lugar, pero siempre consiste en la construcción ideológica que beneficia a los que mandan. Y la labor del pensamiento crítico es la de proceder a la impugnación de este estado de cosas. Durante demasiado tiempo nos hemos tragado la propaganda de que la política es idéntica a la dominación, cuando su origen y objetivo fueron precisamente lo contrario.
En ese sentido, es cierto que la política podría comprenderse como una aspiración, un ideal, un propósito, pero eso no significa, en absoluto, que sea inútil. Ya que nos sirve, a diario, para desenmascarar los sucedáneos que nos ofrecen los medios de comunicación. “Política” ha acabado siendo un término prostituido por quienes han secuestrado su significado genuino, esos que pretenden decidir por nosotros, esos que se consideran expertos; cuando lo que nos jugamos es, ni más ni menos, la vida en común, que es siempre frágil y cambiante, en la que nada está garantizado y en la que todos tenemos algo que aportar. Así, sentimos que va siendo urgente politizar nuestra vida. Y eso va mucho más allá de preferir un partido u otro. A lo que nos referimos es a una toma de conciencia de lo público, a la indignación por el robo de los recursos comunes y a la participación en las decisiones que nos afectan cotidianamente. Democracia, como sabréis, es una palabra griega. También “idiota” es una palabra griega. En la antigua Atenas se llamaba de esa forma a los que no estaban interesados en los asuntos públicos, sino sólo en sus negocios privados y que, por ello, rehusaban participar en las asambleas y otros órganos deliberativos y de gobierno. Los idiotas eran, y siguen siendo, los que siempre van a lo suyo. Muchas veces basta con explicar de dónde vienen las palabras para dar una clase de teoría política.
Pero lo que acabo de decir no lo entienden en el norte. Porque la política ha nacido y crecido en el sur. Norte y sur constituyen, por supuesto, zonas geográficas, pero sólo relativamente. Andalucía es sur para Europa y norte para África, por ejemplo. No obstante, aún es más complicado. Hay sur en el norte y norte dentro del sur. Porque el sur, y esto lo han sabido desde siempre los poetas, es, sobre todo, un estado de ánimo, una forma de vida, una manera de estar en el mundo. De esta forma, la comprensión de la política que he desarrollado en los párrafos precedentes está inspirada en una teórica del norte de Europa, la alemana Hannah Arendt quien, a la vez, era de origen judío, es decir, pertenecía a una tradición cultural del sur y estaba enamorada de la sabiduría política mediterránea elaborada por griegos y latinos. Estoy convencido de que esta contraposición entre el norte y el sur tiene relevancia en nuestros días, porque tras ella descubrimos una disputa política entre imaginarios diferentes, el de los vencedores y los perdedores de la modernidad. No deberíamos olvidar que el mundo moderno se ha configurado a partir del expolio del sur a manos de todo lo que significa el norte. A nosotros, los sureños, nos ha tocado la peor parte: no sólo han ocupado violentamente nuestras tierras y esquilmado recursos, asimismo —y esto es más importante y duradero— han establecido colonias en nuestro mundo interno, fortalezas mentales que humillan y desprecian nuestras maneras de estar.
Digo estar y no ser porque es precisamente el compartir el presente continuo con los demás, la creación de vínculos solidarios y perdurables, la conciencia de que esta vida es vulnerable y, por eso mismo, merece ser celebrada, lo que caracteriza a la sociabilidad del sur. El ser remite a la esencia o las identidades y ése es el campo de cultivo de los patriotas —es decir, de los que dependen y matan por el “padre”, los que reproducen el modelo familiar— y eso, como he dicho, sólo lleva a un territorio estéril para la política, pero muy fértil para los dominadores.
De este modo, colonizadas nuestras mentes y nuestros cuerpos, hoy día es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. ¡Oh!, he mentado al capitalismo, ese extraño señor al que no le gusta que lo llamen por su nombre. Lo hago, lo llamo a esta reunión en la que estábamos tan tranquilos, ya que es pertinente saber que la sociabilidad del norte —basada en la eficacia, la productividad y el consumo: en vivir para trabajar y acumular— ha sido la condición de posibilidad para que reine en nuestra época una racionalidad amarga que pretende que concentremos la vida entera en el tener y dejemos de lado el estar junto a los otros, supuestamente improductivo. Lamentablemente, sé muy bien que es complicado enfrentarse a esta normalización cruel que privatiza cada rincón del mundo, que reduce al ciudadano a “empresario de sí mismo”. Un realismo del tener que arroja al vertedero de la historia esa otra sociabilidad sureña que abre la puerta a la política genuina, entendida como encuentro entre los diversos para dar forma a nuestros mundos comunes aquí y ahora. Ahora bien, tampoco creo que todo esté perdido. Los valores del sur, viejos pero resistentes como los olivos, pueden servir, de nuevo, como impulso de otra imaginación política subversiva. Hablamos de una pasión alegre que se rebele y trastorne lo que se da por descontado, que acompañe y cuide de aquellos que no estamos dispuestos a aceptar la sordidez de la competencia perpetua. En el sur sabemos, porque nos han criado así, que vivir es un arte cooperativo y repudiamos, como una imposición extraña y violenta, que nos recluten en la guerra de todos contra todos.