“Queremos ser libres, no valientes”

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Lusmore Dauda

A finales de 2019, una patera salía de una costa africana dejándose “olvidada” a una mujer que se ausentó unos minutos para orinar. La patera, sin embargo, sí partió con su hijo de 12 años. ¿Qué angustia no sentiría ese niño viajando solo, sin su madre? ¿Qué agonía no viviría esa madre al imaginar a su hijo solo en mitad del océano? Una agonía que todavía hoy perdura ante la falta de noticias del destino de aquella patera.

El día 8 de enero de este año que recién empieza, un bebé nació y murió en una barca rumbo a Lanzarote. ¿Alguien puede imaginar lo que debió ser ese parto en mitad del mar? ¿Alguien se puede figurar el dolor de esa madre al ver morir a su criatura cuando apenas acariciaba la vida?

Este último caso ocupó unos segundos en las noticias de telediarios andaluces y estatales. Unos segundos que apenas dejaron huella en gran parte de quienes se estremecen –y con toda razón- por casos como los de los pequeños Julen o Gabriel.

¿Por qué nos identificamos y empatizamos con las madres de estos niños y no, también, con esas otras madres africanas que ven desaparecer y morir a sus hijxs en mitad del mar? Unas muertes, por otro lado, totalmente evitables, resultado de unas políticas europeas de frontera racistas e inhumanas. Como reza una pancarta de la Asociación Pro-Derechos Humanos de Andalucía “Europa mata”, sembrando de cadáveres el Mediterráneo y dejando a la deriva las vidas de tantas y tantas personas que se resisten a creer que sus hijxs, maridos, mujeres o hermanxs ya no volverán a estar entre los vivos.

Sin duda, a la vista está que no basta con ser mujer o madre para empatizar con todas estas violencias que sufren nuestras hermanas africanas. Las hemos construido privilegiando otras categorías identitarias y dejando en segundo plano todo aquello que nos une, que es mucho, muchísimo… Hemos asumido los relatos que definen a estas mujeres como “otras” para justificar la violencia del sistema hacia ellas (hacia sus familias, hacia sus pueblos, hacia su tierra…). Relatos que las construyen como negras, como pobres, como subdesarrolladas, como inmigrantes, como ilegales, situándolas fuera de los límites de un nosotras compartido. De este modo, llegamos a no identificarnos con ellas porque, antes que una madre que ve morir a su hijx sin poder remediarlo de ninguna manera, vemos a una negra de un país en desarrollo que quiere entrar ilegalmente en Europa (siendo, en consecuencia, responsable de la muerte de sus propixs hijxs por querer saltarse las leyes). Aunque llegue a no percibirse así, la crueldad del relato no tiene límites, imaginándonos a estas mujeres, incluso, carentes del mismo dolor que en nosotras provoca la muerte de quien sale de las propias entrañas. Y vamos deshumanizándolas cada vez más y más, asumiendo sin cuestionamiento alguno estos relatos que criminalizan a quienes, sin embargo, deberían ser sujeto de nuestra más militante solidaridad.

Es básico luchar contra las ideologías que acompañan al sistema capitalista, que no es solo neoliberal y patriarcal, sino también colonial, por eso es vital superar esas imágenes que definen a las africanas en términos de subdesarrollo y atraso, porque las coloca fuera de nuestro grupo, autoproclamado moderno y avanzado. Sin duda, deconstruir las imágenes coloniales que tenemos de sus sociedades de origen no es fácil, requiere de un análisis complejo y de un cuestionamiento de gran parte de lo aprendido, tanto de sus sociedades como de de las nuestras. Pero ser conscientes de ello es fundamental para propiciar la empatía y construir un nosotras integrador y diverso propiciador de otros mundos posibles libres de categorías excluyentes.

“Queremos ser libres, no valientes”, y si esta proclama vale para reivindicar volver tranquilas a casa un sábado por la noche, también debe servirnos para reclamar vías legales y seguras para quienes desean llegar a Europa y mejorar sus vidas y las de los suyos.