Si hay concienciación y acción colectiva, hay esperanza medioambiental

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Los últimos días nos están trayendo el dolor de ver cómo los incendios abrasan extensos terrenos de la malagueña Sierra Bermeja. Su flora, su fauna, su variedad medioambiental, las casas de sus gentes…, todo tan frágil de repente. Desde el primer día, la cobertura mediática ha resaltado los titulares y el tratamiento informativo esperados: que si la policía busca al autor o autores del suceso, que si “miren el drama que están viviendo sus habitantes”, cómo los bomberos y otros equipos especializados se juegan la vida para apagar las llamas… Todo lógico, pero, además de esos datos, resulta poco razonable el hecho de que no muchos medios indaguen ni se atrevan a tratar de entretejer más posibles relaciones de causa-efecto que provocan estas tragedias ecológicas. Y aquí deberíamos recordar la diferencia entre medios de información (que pretenden informar) y medios de masas (que persiguen moldear la opinión pública).

¿Por qué apenas escuchamos o leemos que los incendios forestales en los últimos años escalan a la misma velocidad con la que proyectos macro-empresariales buscan invertir capital privado (a veces, también capital público) en la urbanización de las tierras arrasadas por los fuegos? Es casualidad que las grandes cabeceras (las de mayor audiencia) no toquen ese punto? ¿Es casual que la eterna y especulativa fiebre de la construcción casi siempre ronde parajes cuya riqueza ecológica haya sufrido recientemente o -de nuevo ‘casualmente’- sufra poco tiempo después algún desastre? (Lo explica de manera aguda, interconectada y lúcida Óscar Gª Jurado. Son posibilidades nada desdeñables, ahí están los archivos, con tramas de todos los colores. Por ello, aunque solo sea para prevenir que lo sucedido en la serranía rondeña no se convierta en el último caso de planes urdidos en la sombra o de hienas de la construcción al acecho de restos medioambientales aún frescos, es momento de decirle a la gente: no todo está perdido; en no pocas ocasiones la acción colectiva ha conseguido concienciar de tal manera que la protección del valor natural de un lugar acabase prevaleciendo sobre las ansias del capital.

Precisamente en la localidad de un servidor, Morón de la Frontera (Sevilla), muchos hombres y mujeres estamos volviendo en los últimos años a nuestros días de niñez. Felices reminiscencias al recordarnos en la Sierra de Montegil jugando alrededor de encinas y algarrobos centenarios, buscando espárragos con papá, presenciando el atardecer junto a mamá, escalando la cumbre con los hermanos y los amigos para ver volar de cerca a los imponentes buitres leonados… El perfume de pura vegetación, la evanescencia de las brisas llegadas de los pinares, la sensación inefable de saberse parte de lo sublime… Reflejos glaucos de la memoria donde reencontrarse con uno mismo.

Dicha Sierra guarda en sus entrañas un acuífero de gran valor, una necrópolis de la Edad del Cobre -desconocida, despreciada, expoliada-, y una fauna y flora propias. Pero esa Sierra sufre también, y desde hace ya demasiadas décadas, una actividad de explotación minera fruto de acuerdos político-empresariales pactados bajo cuerda que no deja de roer la piel y el alma del paraje. (“El poder es poderoso”, que diría aquel…). El conflicto ha sido objeto de protestas ciudadanas en las calles, campañas de visibilización, reivindicaciones de voces comprometidas (como aquellos versos del genial poeta local Alberto Gª Ulecia: “Y tras el curso del río, como la presencia remota, misteriosa e inmóvil de las esfinges, herido sin pudor por las dentelladas de antiguas y nuevas canteras, allí se alza Montegil, la sierra en cuyas entrañas manan fuentes de agua fresca como la nieve primera, y que desde la enorme masa, toda de piedra caliza, derrama una pálida luz sobre los campos, los animales y los hombres”); y muchos manifiestos, estando entre los firmantes de alguno de ellos personalidades de renombre mundial, como el escritor uruguayo Eduardo Galeano.

Pues bien, parece que en los últimos meses, y tras años de reveses judiciales, la tendencia comienza a cambiar (¡recuerden lo dicho al principio acerca de la necesidad y la importancia de la acción ciudadana!): ya hace unos meses se aprobó un Decreto Ley que lleva a retomar las alegaciones hechas al PGOU sobre el ejercicio empresarial en las laderas del enclave moronense, pero es que, en los últimos días, otro soplo de esperanza vuelve a inflar el espíritu de quienes tantos años llevan luchando por la Sierra. Las investigaciones, la acción de los colectivos y las muchas ventanas judiciales en proceso han sido (seguirán siendo) clave para esta sentencia que corrobora la paralización de las prospecciones en una de las canteras del paraje. Un reconocimiento a la labor de plataformas sociales, grupos político-asamblearios, organizaciones ecologistas y vecinos/as que defienden la recuperación paisajística del lugar y la legalidad estatal y europea en materia de normativa medioambiental. Una bocanada de aire fresco para no decaer, para confiar en que la albura del bocado tatuado en un costado de Esparteros no seguirá creciendo y que, ojalá, puede que incluso sus fauces exterminadoras sean en el futuro cosa del pasado.

Son ejemplos de emoción ligada al amor y el respeto por la naturaleza, y la historia de la humanidad ha inmortalizado muchos casos similares. Hace más de 150 años, una misiva atribuida al jefe indio Noah Sealth y dirigida al presidente de los colonizadores Estados Unidos, Franklin Pierce, comenzaba: “¿Cómo se puede comprar o vender el firmamento, ni aun el calor de la tierra? Dicha idea nos es desconocida. Si no somos dueños de la frescura del aire ni del fulgor de las aguas, ¿cómo podrán ustedes comprarlos? Cada parcela de esta tierra es sagrada para mi pueblo. Cada brillante mata de pino, cada grano de arena en las playas, cada gota de rocío en los bosques, cada altozano y hasta el sonido de cada insecto, es sagrada a la memoria y el pasado de mi pueblo. La savia que circula por las venas de los árboles lleva consigo las memorias de los pieles rojas…”. Es la emoción de quienes hoy claman justicia para el agonizante Mar Menor, en Murcia; o la de quienes organizan salidas en Mallorca para recoger basura en playas y en la Serra de Tramuntana; o la de las organizaciones indígenas amazónicas que denuncian la destrucción del mayor pulmón del planeta; o la de los grupos ecologistas alertando sobre las explosiones petrolíferas que agujerean los Polos…

Demostraciones de que todos y todas nosotras podemos sumar nuestro granito de arena, y de que cada una de nuestras acciones son no un punto aislado en el cosmos, sino que tienen consecuencias: el agua que despilfarras contribuye a vaciar embalses y dificulta combatir las sequías; el residuo que tiras a la calle acaba a través del alcantarillado empozoñando ríos o pantanos; tu voto electoral puede ir a partidos que destinan los ‘fondos verdes’ no al impulso de energías limpias ni a proteger las cosechas de los agricultores, sino a enriquecer a grandes compañías; cuando declinas la posibilidad de participar o, al menos, de informarte sobre qué es y cómo actúa una cooperativa, estás poniendo palos en la rueda de la evolución y de un día a día sostenible y respetuoso con la madre Tierra.

Y aún podemos hacer mucho más: no ser indiferentes a las evidentes consecuencias del cambio climático; explicar a nuestros menores la importancia del reciclaje y la reutilización; dejar la tontería de coger el coche hasta para ir a la vuelta de la esquina; informarnos mejor sobre cuanto hay tras la gestión y el consumo del agua (muy recomendable leer a Isidoro Moreno; dejar el uso masivo de plásticos; abandonar el consumo incontrolado; animarse a apoyar campañas que explican y denuncian cómo son rociados de pesticidas y productos agroquímicos las verduras u hortalizas que luego ingerimos, y las consecuencias de la agricultura intensiva, y el calentamiento de los mares que provocan pérdida de barreras de corales o desorientación y muerte en especies marinas, y las prácticas capitalistas que esquilman recursos naturales en tantas comarcas, y los asfixiantes humos que tragamos a diario en las ciudades (y en algunos pueblos), y la pérdida de especies animales, y la desertización, y la tala voraz de árboles, y la permisiva actitud de las instituciones ante las fábricas y empresas que emiten gases tóxicos… Son mil los ejemplos. Pero la indiferencia no puede ser una opción.

El compromiso para combatir una problemática empieza cuando somos capaces de reconocer nuestros propios errores. Estamos hablando de ejercer una responsabilidad ética, cívica y ecológica. Y hemos de ser optimistas, porque cuando se logra aunar ilusión, conocimiento, divulgación, conciencia social e iniciativa colectiva, pocas cosas pueden parar la lucha. Cuando tal fusión se produce, hasta los más jóvenes lo perciben y se suman al carro, e incluso lo lideran, he ahí el inspirador movimiento Fridays For Future, con la infancia y la juventud diciéndonos: “Somos los herederos de vuestras acciones, y merecemos que hagáis lo que esté en vuestras manos para que el día de mañana podamos seguir disfrutando, defendiendo y aprendiendo del medio ambiente”. ¿De verdad aún no hemos entendido el mensaje? Las nuevas generaciones no han perdido todavía la esperanza: ¡No la perdamos nosotros!

Autoría: Juan Diego Vidal Gallardo. Periodista y escritor moronense. Mirada siempre atenta a la(s) cultura(s), las causas sociales, la diversidad, la igualdad o el colectivismo.