The queen is dead. ¡Ojú!

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Es sabido que, en general, nuestra sociedad muestra una desmedida tendencia a hablar bien de quienes se van, ya sea porque dejan, o los echan de, un cargo, porque abandonan, o los despiden de, una empresa, porque salen, o los expulsan de, un partido político o porque, como en este caso, abandonan esta vida para la mudanza definitiva a los Campos Elíseos. Sea como fuere, parece cumplirse el famoso epitafio de que dejan tanta paz como se espera que hallen, donde quiera que vayan.

Esto, elevado al infinito, ha sucedido con la muerte de Isabel II. Tan desmesuradas y fuera de lugar han sido las reacciones publicadas que pareciera que a presidentes de repúblicas, jefes de estado y de gobierno e incluso a quienes están al frente de más o menos extensas comunidades autónomas se les acabara de morir una pariente muy cercana con quien mantenían una estrecha relación de cariño y amistad. Algo obviamente tan alejado de la realidad que hace que tales reacciones resulten ridículas y muevan más a risa que a empatía hacia la difunta. En algunas condolencias solo ha faltado decir que sentían una gran admiración por los sombreros de la finada…

Pero, de entre todos los ridículos, me afecta particularmente el del presidente de la Junta de Andalucía, quien en lugar de publicar, como mucho, una nota escueta y cortés de condolencia, se explaya con un decreto publicado en el BOJA. El texto que sirve de preámbulo al decreto, en su brevedad, menos mal, es harto significativo y hasta preocupante. Paso por alto que la reina finada sea para el señor Moreno un “ejemplo personal” (¿pensará “reinar” en Andalucía tantos trienios como “Su” Majestad británica?), porque cada cual es muy libre de elegir sus referentes personales: pero lo que de verdad me preocupa es el currículo de historia contemporánea que ha debido de estudiar el señor Moreno Bonilla y sus asesores-redactores del texto. Porque solo con una formación histórica muy deficiente se pueden hacer afirmaciones, juicios de valor y omisiones tan flagrantes como los contenidos en dicho preámbulo.

¿Acaso ignora el señor Moreno que la reina muerta ha sido, durante décadas, la cabeza visible de un imperio y de una política imperialista, de la que tenemos cumplida muestra en el solar andaluz? ¿Acaso olvida el señor Moreno la sistemática depredación que el imperio británico, como otros, ha venido ejerciendo en las zonas del planeta sobre las que ha extendido sus garras? Y si esta ignorancia y olvido no se deben a una formación histórica deficiente, entonces el decreto de marras obedece, pura y llanamente, a una actitud de sumisión y servilismo de quien, lejos de representar a  Andalucía con la dignidad que el pueblo andaluz merece, decide obviar la historia de colonización y expolio que ha padecido nuestra tierra a manos del imperio de “Su” Majestad. Creo que el suyo es un gesto político irrelevante para la casa real inglesa, aunque quizás le proporcione algún rédito político entre los suyos, pero que nos ha hecho pasar vergüenza a no pocos andaluces y andaluzas. Eso por lo menos es lo que yo he sentido.

Ahora bien, este gesto del presidente Moreno encaja en toda la parafernalia mediática montada por cadenas de televisión, periódicos, revistas y todólogos de plantilla, que han exhibido la misma sonrojante amnesia, ausencia de sentido crítico y de conocimiento de la historia contemporánea.

La verdad es que la operación de marketing mediático para vendernos una imagen, dicen que moderna y renovada, de la vetusta institución monárquica viene de lejos, aunque últimamente haya adquirido unos niveles de hartazgo y banalización verdaderamente sorprendentes. Si nos fijamos, el discurso de los medios de in-comunicación se ha encaminado a encajar las noticias sobre las monarquías europeas en la prensa rosa, antes que en la prensa considerada política. En esta prensa, de contenido aparentemente banal, se ha configurado un nuevo sujeto (¿histórico?), las royals, un grupo selecto de top models con glamour sanguíneo, conseguido a base de cruces con ejemplares de sangre regia y siglos de buena alimentación, de las que conocemos, o eso pretenden, su armario, su zapatero, sus marcas favoritas y sus total looks, con una profusión y un detalle que ni que fueran nuestras hermanas, nuestras primas o nuestras amigas. Un discurso mediático que, me temo, está dirigido a ser consumido principalmente por nosotras, las mujeres, con el objetivo, nada oculto, no ya de “acercar” las monarquías a la gente de la calle, sino de hacer creer a esa gente que ellos, y ellas, son como tú y como yo, amiga lectora, o sea, gente común y corriente. De este modo, las monarquías europeas hace tiempo que vienen llevando a cabo, con la ayuda de la prensa encanallada, una adaptación camaleónica al medio con la intención de borrar, o al menos suavizar, su estatus de privilegiados. En ese contexto, hasta los divorcios, escándalos sexuales, enfrentamientos entre hermanos y operaciones financieras de dudosa legalidad pueden interpretarse como actos de gente corriente.  Hace solo unos días, una revista en lengua española, de España, decía, sin que hayan despedido, que yo sepa, a la redactora, que los reyes de España y sus hijas estaban de vacaciones, con el noviete de Leonor, “como una familia cualquiera”…

Junto a la apariencia de gente corriente, el otro principio que sustenta el marketing mediático sobre las monarquías es, y no podía ser de otro modo, el de la opacidad. Es decir, de sus vidas y andanzas, debe trascender lo preciso, precisamente inventado o elaborado, pero no más; en realidad, a pesar del aluvión de “noticias” que se generan sobre las cortes europeas, nada sabemos sobre lo que sienten o piensan realmente, o si piensan, sobre la veracidad de sus gastos, sobre las amistades que frecuentan y, mucho menos, sobre la ideología que les resulta afín. Nada de ello se trasluce en sus apariciones oficiales, en sus aburridos discursos institucionales o en sus enigmáticos gestos. Una imagen, en definitiva, pintada para ser consumida por súbditos, y súbditas, que no quieren o no pueden dejar de serlo.

De este modo, los medios de incomunicación, ejerciendo el papel de los pintores de cámara de antaño, han configurado una propaganda política sobre las monarquías que se rige por los mismos principios que los de una compresa de higiene femenina: no se nota, no traspasa, con el objetivo de procurarles un camuflaje que les permita vivir, y muy bien, en sociedades que se dicen democráticas y en las que, por definición, no deben tener cabida los privilegios ni quienes los detentan.

Y ahí están ellos, incrustados en el grupo de la aristocracia del dinero, con sus cuentas corrientes engrosadas en el ejercicio de la jefatura del estado, disfrazado de sacrificio, entrega y cumplimiento del deber (no creo que sean necesarios ejemplos), formando parte de esa oligarquía de poderosos que han amasado su riqueza a base del expolio y la especulación financiera.  Mientras tanto, se nos intenta hacer creer que son como nosotros, ojo, no al revés, que si les pinchan, sangran, que se adaptan a los nuevos tiempos, porque la próxima generación será de reinas mayoritariamente (qué remedio, lo importante es la permanencia), y que la monarquía es garantía de continuidad, sin cuestionar de qué continuidad estamos hablando. Ojú.