Tras las elecciones andaluzas (y II)

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Tras los resultados electorales del domingo, con casi unanimidad, los analistas políticos, los “todólogos” (especialistas en todo de radios y televisiones), e incluso la mayoría de los usuarios de las redes sociales, han coincidido en que la mayoría absoluta del PP de Moreno Bonilla supone un vuelco político en Andalucía, que ha dejado de ser de izquierda para pasarse a la derecha. Discrepo, porque esta afirmación parece desconocer dos cosas muy importantes: que en el PP se ha reagrupado gran parte del voto de la derecha (los que en las autonómicas de 2018 y las generales de 2019 fueron a Ciudadanos y una parte de los que en 2019 fueron a Vox) y que solo existiría un cierto “vuelco” si aceptamos algo no por generalizado menos inconsistente: que el PSOE sea un partido de izquierda.

Centrándome en lo segundo, considero que aceptar esta falsa premisa conduce a entender muy mal la realidad andaluza no solo de hoy sino de los últimos cuarenta años. Desde su refundación en Suresnes por el tándem Felipe González-Alfonso Guerra, el PSOE ha sido un partido social-liberal: dinástico, atlantista (satélite de Estados Unidos), defensor del Mercado como dios central de nuestra sociedad y enemigo acérrimo de la aceptación del carácter plurinacional del estado español. Nada que ver con los valores republicanos y de izquierda que dice representar (o que pudo representar hace casi un siglo) sino plenamente inserto en la globalización capitalista neoliberal y en la gestión de los intereses de la oligarquía española, europea y mundial, aunque en ocasiones se adorne con toques “progresistas” en cuanto a determinados derechos individuales (muy pocas veces colectivos). Su apelación a tiempos ya remotos, la retórica populista de algunos de sus líderes y, en el caso del PSOE “andaluz”, su habilidad, durante la transición política, para aprovechar las vacilaciones y metedura de pata de la UCD de Suárez y la inconsistencia y tacticismo del PSA-PA de Rojas Marcos, le permitió crear aquí un verdadero régimen político que duró 37 años con las muletas que en distintos momentos le regalaron el PA, IU y Cs. Las siglas del PSOE y las de la Junta de Andalucía llegaron a fusionarse en el imaginario de la mayoría de los andaluces mediante la ostentación selectiva de nuestros símbolos identitarios en momentos puntuales y la desactivación planificada de la conciencia política andalucista (ausencia de la historia y la cultura andaluzas en las aulas, no utilización del término nacionalidad, banalización de los símbolos identitarios, coincidencia en varias ocasiones de las elecciones autonómicas con otras elecciones, etc., etc.)

Entiendo que, para entender el resultado de estas elecciones hay que partir de que una gran parte de los votos al PSOE, desde hace muchos años, han sido votos conservadores: votos al poder establecido, a quienes tenían la llave, en ayuntamientos y en la Junta, para conceder o no favores en forma de subsidios, contratos, información privilegiada… o para sentirse bajo un cierto paraguas de seguridad ante las incertidumbres. Eran, sin ninguna duda, votos conservadores, frecuentemente maquillados por la coartada de que se trataba de “un partido de izquierda” y no “de señoritos”, como se estereotipaba al PP. Y, también, por la coartada de que ese partido contaba con el apoyo de los sindicatos autodefinidos como de clase y mayoritarios e incluso del PCE-IU (salvo en los primeros tiempos de Julio Anguita y su IU-Convocatoria por Andalucía, construida sobre la teoría de “las dos orillas” y desmontada prontamente desde el interior de su propia organización).

Lo que ha ocurrido ahora es que, tras el fin de régimen que significaron las elecciones de diciembre de 2018, muchos ciudadanos votantes tradicionales del PSOE han percibido que con el PP en la Junta no ha ocurrido el cataclismo anunciado. No han variado cualitativamente las políticas anteriores ni su lógica subyacente. Ciertamente, se ha dado una vuelta de tuerca más en el apoyo a lo privado y retroceso de lo público, pero esto no es ninguna novedad sino la continuidad de las políticas psoístas privatizadoras en sanidad o educación, de silencio ante el desmantelamiento industrial, de apoyo a la turistización salvaje, destructora de nuestro Patrimonio Ambiental y Cultural, e incluso de orgullo por el papel exportador de Andalucía (lo que no es sino reflejo del extractivismo agrícola y minero que sufrimos en nuestra función de colonia). Incluso algunas retóricas son exactamente las mismas, por ejemplo la de “Andalucía, locomotora económica de España”.

Como, además, no se han conocido en estos tres años y medio escándalos de corrupción, contrariamente a lo que estábamos acostumbrados, y Moreno Bonilla no grita, ni amenaza, e incluso ha introducido banderas andaluzas junto a las españolas en los actos del partido (como antes hacía siempre el PSOE), mucha gente ha perdido el miedo ante lo que le decían que era la derecha porque no ve diferencias apreciables con la “izquierda” (la supuesta izquierda) a la que tradicionalmente votaba y ha dirigido su voto a las siglas  o la persona que representan ahora lo que ha representado el PSOE durante casi cuatro décadas: el poder, entendido este como fuente de beneficios o perjuicios, sobre todo a nivel individual. No se trata, por lo tanto, de que antes el voto fuera de izquierda y ahora sea de derecha (el famoso vuelco político) sino que el voto al poder, que es siempre un voto conservador e interesado, ha cambiado de papeleta en las urnas porque ha cambiado el escenario. El marco izquierda-derecha, entendidas una y otra como ideologías, es muy insuficiente, o incluso erróneo, para explicar lo ocurrido en estas elecciones.

Insisto sobre esto: gran parte del voto que esta vez ha ido al PP tiene el mismo contenido y hemos de darle similar significación que a gran parte del voto “tradicional” al PSOE. Ese alto porcentaje de votos (no mayoritario pero suficiente para decidir unas elecciones) ha cambiado de destinatario pero mantiene la misma motivación. Por ello, carece también de sentido hablar de “voto prestado” o aceptar la versión de Espadas de que su batacazo electoral es debido a que no ha conseguido “en tan poco tiempo” (?) llegar con fuerza a “sus” votantes, como si estos fueran propiedad de su partido o la identidad personal estuviera marcada de por vida por las siglas de una organización política.

Complementariamente, también ocurre que ondear banderas rojas, levantar el puño alguna vez o repetir el eslogan “Somos de Izquierda” ya no es suficiente para que quienes tengan un cierto nivel de conciencia política se crean esto último. Buena parte de quienes sí votan por ideología, han dejado de votar al PSOE, en distintos momentos, sobre todo esta vez, y se han marchado a la abstención. Podríamos preguntarnos por qué muy pocos de esos votos se han desplazado a la que es llamada con frecuencia “la izquierda de la izquierda”. El motivo principal de ello es que sus diversas versiones, casi sin excepción, parten de la aceptación de que el PSOE pertenece a la izquierda (aunque sea “moderada”). Esto es así porque el objetivo de esas organizaciones, sin apenas ocultarlo, es ser aceptados como sus socios (en realidad sus subalternos) aún a sabiendas de que no encarna los valores ni la política, necesariamente transformadora y no solo paliativa, que definiría a un partido de izquierda.

Al no existir una opción política que cubra realmente, y no solo de palabra, el espacio de la izquierda (que es, por definición, radical, entendida la radicalidad como la profundización en las raíces de los problemas y en la actuación para solucionarlos) crece la desafección respecto a las instituciones e incluso al ámbito mismo de la política. Y crece también la extrema derecha porque, al estar prácticamente vacío el espacio de la contestación al Sistema desde la izquierda, se le ha regalado a ella, a sus planteamientos y sus recetas monstruosas y descerebradas, el poder actuar sobre quienes están indignados por haber caído en la exclusión social, sentir amenazadas sus condiciones de vida o no poder acceder a unas condiciones dignas, o estar angustiados por la incertidumbre respecto al futuro. En este contexto, parece una broma o una cortina de humo afirmar que en Andalucía el problema de la izquierda ha sido, o es, su “fragmentación”. El principal problema es que, salvo en casos y lugares puntuales, los valores y, sobre todo, la práctica política de izquierda están ausentes de los partidos que así se autodefinen, aunque puedan tener dentro de ellos (cada vez en menor número) militantes que sí tengan esos valores. Frustrada prontamente la experiencia de Podemos, enrocado en su ADN político el PCE-IU y empeñadas ambas formaciones, unidas o no, en legitimar al PSOE para “gobernar” (?) con este, queda prácticamente vacío en Andalucía el espacio político-electoral de una izquierda transformadora, conectada estrechamente con los problemas de este país nuestro para ir al fondo de ellos, y con base en las potencialidades de nuestra cultura.

¿Podría ocupar este espacio Adelante? El principal problema para ello no es que haya conseguido solo dos diputadas (lo que ya ha tenido mérito, dadas las condiciones adversas bajo las que han tenido que realizar la campaña). Aunque tuvieran diez veces más escaños, pocas cosas podría cambiar solo desde el parlamento. La cuestión central es si Adelante será capaz de construirse en sus formas organizativas de manera realmente participativa, de abajo arriba, y desarrollar una acción política en conexión con los movimientos sociales y otros colectivos andalucistas y ecofeministas de nuestra sociedad civil. Con el objetivo de avanzar en la activación de la conciencia de identidad histórica, cultural y política del pueblo andaluz para que este se sepa sujeto y no objeto y actúe en consecuencia para luchar contra su dependencia económica, su alienación cultural (despojándose del síndrome del colonizado) y su subordinación política. Para que pueda actuar POR SÍ. Sin este objetivo en el centro, la eficacia del quehacer parlamentario sería de muy corto alcance, por más que Teresa Rodríguez y Maribel Mora se esforzaran en lo contrario.

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