La enfermedad infantil del soberanismo

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Hace unos meses me convocaron en un restaurante de Bollullos par del Condado a una reunión de antiguos militantes del PSA; para ser más concretos, de algunos dirigentes de Huelva y Sevilla que fuimos expulsados en 1981 del ya Partido Andalucista. Sí, nos expulsaron por radicales, por críticos, por defender la autodeterminación de Andalucía, por marxistas y por más cosas que ahora no recuerdo. Sinceramente, acudí bastante ilusionado al reencuentro tras casi cuarenta años, mientras pensaba que seguramente debatiríamos sobre el pasado, el presente y el futuro del nacionalismo andaluz de izquierdas, ahora desde el prisma de una madurez experimentada. Hablamos exultantes de aquellos días en los que sacamos de los baúles de la historia las primeras banderas verdiblancas de la posguerra , de nuestros exitosos o fracasados mítines por los pueblos más remotos, de nuestras pintadas en carreteras y muros (Andalucía es nación desde antes de Colón), de los patrióticos muchachos de Fuerza Nueva que nos recibían con cadenas y porras o de la policía y guardia civil que nos seguían como sabuesos. Todo maravilloso. Pero cuando llegamos a la actualidad yo deseé que me tragara la tierra. De los presentes, la mayoría se había instalado desde hacía tiempo en un mundo bucólico de familismo amoral y vacaciones intelectuales perpetuas, alguno presidía una importantísima hermandad de gloria; otros, los menos, seguían combatiendo en alguna plataforma cultural o ciudadana. Por ahora nada sorprendente. Un antiguo compañero, que en su día fue el más independentista del grupo, realizó un brillante discurso en el que exaltó las virtudes de un profeta llamado Albert Rivera al que por lo visto conoció en Barcelona. La conversión de Saulo en el camino de Damasco. Y añadió que se sentía español por encima de todo y que el soberanismo andaluz era una enfermedad infantil, o juvenil, que se curaba con los años, como el asma de los niños y las niñas o como la creencia en las hadas. Entonces deduje que mi caso era un caso muy extraño pues a la edad de sesenta y tres la enfermedad no había desaparecido; al contrario, se había cronificado. No creo que deban prodigarse encuentros como éste y menos con gente tan sana; mejor sería montar una plataforma de afectados por el soberanismo, una enfermedad rara, tan rara como la trisomía.

Y continuando con el soberanismo, todos saben que el lenguaje es un artificio que se adquiere gracias a nuestra naturaleza social y, por tanto, es producto de la sociedad en la que nacemos. Sin embargo, no todos conocen que el lenguaje sirve para definir y construir la realidad. Las palabras usadas remiten a conceptos, a teorizaciones e impulsan acciones individuales o colectivas. Además, algunas palabras, como signos que son , pueden cambiar su significado aun manteniendo íntegramente su significante. Una prueba de ello es el término autonomía. En el devenir político el concepto autonomía perdió su potente carga simbólica próxima a la autodeterminación, para referirse a una mera descentralización administrativa, a un parlamento subalterno muy limitado en sus competencias. Es, entonces, cuando muchos políticos sustituyen autonomía por soberanía en la búsqueda de una definición más acorde a su ideología política y a la realidad. Estamos ante el fascinante campo lingüístico de la Semiótica, donde se diferencia lo denotativo de lo connotativo en la relación paradigmática. La denotación es bastante neutra, académica; frente a ella, la connotación está cargada de valores, de significados, de simbolología, con un fuerte anclaje en el terreno de la interacción humana. Los políticos andaluces, no por convicción sino por presiones electoralistas, no utilizan casi nunca la palabra región, consecuencia obvia de aquel lejano 4 diciembre de 1977. En su lugar acuden a la palabra tierra al objeto de no tratar a Andalucía como país o nación. Tierra es un concepto físico, geográfico, aséptico, que en ningún caso compromete al político de turno ya que si empleara país en su derivada connotativa, por coherencia y consistencia, debería modular su discurso y su acción política, que se situarían cercanos al nacionalismo y eso nunca. Esta tierra, el sur, el sur del sur, son eufemismos comunes en los discursos de la derecha andaluza y también de la izquierda.

En algunas ocasiones, políticos de IU-LV-CA o de Podemos-Andalucía en sus soflamas retóricas exigen para este país soberanía alimentaria o energética y en momentos puntuales piden soberanía a secas para defender un estado federal organizado desde arriba. Creo que estos mitineros y mitineras parecen desconocer lo que es el oxímoron, la contradicción en los términos, pues soberanía y estado federal verticalista son lógicamente incompatibles. Tampoco se puede reivindicar aisladamente la soberanía energética ya que siendo la energía uno de los principales factores económicos en el momento presente, jamás tendríamos soberanía energética sin soberanía económica y, por supuesto, jamás tendríamos soberanía económica sin plena soberanía política. Pero no importa, estos izquierdistas jacobinos andaluces están acostumbrados a inflar las palabras como globos en temporadas electorales para desinflarlas en sus reuniones internas. Allí en la corte , sus mayores les darán un leve tirón de orejas y les obligarán a mantener obediencia y lealtad, “ y que no me convirtáis a Andalucía en otra Cataluña, ¿habéis entendido?, que esa región es muy grande, que tiene una situación geoestratégica del copón, que como despierte Andalucía nos vamos a comer un marrón de coco y huevo y España, Europa, Estados Unidos y la OTAN nos van a meter un puro de cojones, que de financiación extraordinaria para Andalucía nada de nada, y punto y pelota”. Luego, los políticos y políticas de IU y de Podemos volverán a casa con el rabo entre las piernas y diciendo que ellos lo que deseaban en realidad era una soberanía sin soberanía, un café sin café, un café de achicoria, una soberanía en el marco de un estado federal republicano español vertebrado desde arriba. La gran paradoja.

Aun así, está generando bastante entusiasmo en algunas redes sociales la aparición de Adelante Andalucía, una confluencia de IU, Podemos y Equo, a la que se han incorporados dos pequeñas formaciones andalucistas (Primavera Andaluza e Izquierda Andalucista), organizaciones que aportan una minúscula cenefa blanquiverde al tapiz rojo y morado. De dicha plataforma han quedado excluidos, o autoexcluidos, las corrientes soberanistas o independentistas. Por ahora, sólo disponemos de dos datos empíricos para enjuiciar dicho proyecto, un manifiesto poético, colorista, emotivo, en el que están ausentes los grandes conceptos, las ideas programáticas esenciales o las palabras tabú como nación, soberanía, financiación, ruptura, republicanismo andaluz. El segundo dato empírico al que me refería es el desencuentro entre Teresa Rodríguez y Pablo Iglesias sobre el papel de Andalucía y Madrid en la dirección de los podemitas andaluces. Adelante Andalucía plantea, según dicen, una plena autonomía del proyecto frente a las direcciones estatales de los dos partidos confluyentes; lo que implicaría que en el supuesto de una elecciones generales Adelante Andalucía dispondría de grupo “propio” en el Congreso y en el Senado; mejor dicho, de subgrupo “propio” en el grupo de Unidos Podemos. Entonces, a su juicio, la voz de Andalucía volvería a escucharse en las Cortes españolas después de muchos años de ausencia. Al parecer quieren evitar lo que Carmen Lizárraga denomina “Efecto Despeñaperros” y yo llamo “Síndrome de Despeñaperros”, un síndrome padecido por casi todos los políticos andaluces cuando toman posesión de sus escaños en las Cortes españolas. Sus síntomas más generalizados son apatía, ceguera, mudez, sordera o ejecución de movimientos mecánicos carentes de reflexión. Asimismo, los parlamentarios y parlamentarias andaluces en Madrid sufren una amnesia total, olvidando el nombre de Andalucía y sus problemas. En algunos casos sus rostros suelen adquirir fisonomía canina y sus actos denotan una ciega lealtad a sus amos.

Con razonables dudas sobre la coherencia y eficacia de Adelante Andalucía ha surgido en mi corazón, más que en mi mente, una leve esperanza en torno a este proyecto a pesar de que padezco la enfermedad incurable del soberanismo. Debo suponer que IU-LV-CA; mejor dicho, el PCA, haya vivido otra conversión como la de mi antiguo compañero que conoció a Rivera en Barcelona pero en sentido inverso. La conversión de Saulo en el camino de Damasco. Tal vez los nuevos comunistas hayan escuchado la voz de Dios entre las ruinas de aquel palacio que deslumbró e ilusionó a tantos y a tantas en los años ochenta; una voz divina que los alentara a encontrar la máscara del soberanismo andaluz para desfacer los entuertos de su errática política. Probablemente la radiante juventud de Podemos-Andalucía se haya percatado que es preciso un eje fundamental para poner orden en su ciclón de ideas y propuestas tantas veces inconexas. El eje fundamental al que me refiero debería ser la centralidad de Andalucía, del pueblo trabajador andaluz, en el discurso y en el relato.

La victoria aplastante del modelo autónomo y andalucista de Teresa Rodríguez sobre el centralista y españolista de Isabel Franco es un indicador palmario de que algo se está moviendo, de que algo está cambiando en su organicidad y que algo puede cambiar en nuestro país. Si además lees a Maribel Mora o a Carmen Lizárraga comprobarás que la Semiótica es muy diferente a la que estás acostumbrado. Palabras como soberanía, nación, federalismo, suenan ahora con mejor música, con mayor credibilidad. Y ya no estamos únicamente ante el grito apasionado, a corazón abierto, de Teresa. A tanta pulsión ahora se le suma la razón ética, la cual debería propiciar la reflexión serena, el programa preciso y la estrategia inteligente al objeto de renovar la conciencia andalucista, republicana y soberanista.

Hay múltiples razones para criticar cómo se ha conformado Adelante Andalucía y también muchas razones para que los andaluces y andaluzas sintamos una nueva ilusión. Si celebramos la necesaria caída de Rajoy aunque le diéramos, desde la teoría del mal menor, el gobierno a Pedro Sánchez, creo que también tendríamos que darle puerta urgentemente al PSOE-A, una organización españolista, clientelar, caciquil, cínica e hipócrita. Y yo celebraré como el primero el instante en que esta banda de truhanes, serviles, mediocres y farsantes abandonen el palacio de San Telmo empujados por una izquierda coherente que recuerda cada día el profundo mensaje de Blas Infante.

La verdad es que desconozco los derroteros por los que se moverá Adelante Andalucía, si los dirigentes estatales de Anticapitalistas fagocitarán el proyecto en su beneficio, si el PCA será capaz de romper su vínculo subalterno con el PCE y desconozco, lógicamente, los resultados de las próximas e inmediatas elecciones autonómicas. Con todo ello y a pesar de considerarme soberanista doy a este ilusionante movimiento un voto provisional de confianza pues a mi edad uno se conforma con poco. Me siento como el mendigo subsahariano de la esquina del Pasaje que se santigua cuando recibe la miserable limosna de veinte céntimos, una de esas monedas que parecen escapar de la cartera por su escaso valor. El mendigo agradece la limosna, reza a su Dios y sonríe abiertamente.

Yo, como enfermo de soberanismo que soy, me siento muy feliz cuando observo que otras personas contraen mi propia enfermedad. Mal de muchos consuelo de tontos. Y puede que sea tonto, o que me haga el tonto, pero estoy harto de ostracismo, de torres de marfil donde elucubran los más puros intelectuales andaluces, harto de viejos y viejas que piensan que los comunistas les van a quitar su pensión de seiscientos euros, de españolistas que no saben qué es España, de jóvenes abstencionistas que se colocan continuamente de marihuana, de cubatas o de incienso, harto de tantas susanas y pepotes que rezuman petulancia en su ineptitud y de cientos de amnésicos andaluces que dormitan, o han dormitado, como lirones en las gradas del Congreso o del Senado. Un paso adelante es un paso más. Lo peor para nuestra querida nación andaluza no es que fallezcamos los viejos enfermos de soberanismo ya que los jóvenes, más pronto que tarde, contraerán esta patología. Lo mejor es una epidemia de soberanismo y lo peor es quedarse inmóvil.

Diego Martín Díaz
Sociólogo y profesor de educación secundaria.