Algo sucede cuando es la prensa de los poderes fácticos la que airea, destapa y envilece a las propias figuras que las han alimentado: sucede que han encontrado más alimento, en otra parte. La élite económica, esa gran conocedora del materialismo histórico, sabe que el cambio es parte fundamental del mantenimiento del poder. El cambio convence.
La figura del monarca ha sido clave para la Restauración de 1978 y ha servido de aglutinante en los pactos transicionales hasta el mismo día de hoy y recurrente colutorio mediático frente a las crisis discursivas de la arquitectura del Estado. Que los Borbones han sido unos ladrones es un hecho histórico, decía Garzón, y es que «cuando tienes instinto, no necesitas pruebas» (Reservoir Dogs, 1992). España ha sido y es un país estructurado a través de la especulación económica, inflacionista; lugar preferente del narcotráfico y de las organizaciones de trata de inmigrantes; un país con estructura predeterminada por directrices geopolíticas que nos sitúan en la periferia directa de uno de los nodos de poder internacionales: pobreza calculada, políticas negociadoras, amenazas de amenaza.
Por tanto cuidado cuando desde la izquierda nos vemos en titulares que nos dan la razón. El sistema tiene sus propios márgenes de seguridad; existimos por nuestro carácter de resistencia, pero también porque existen otras formas de menospreciar y comprar las luchas, que provocan una «luz de gas» en los sectores inconformes o subversivos y permiten a las élites y sus ramificaciones (estructuras ideológicas de Althusser, v.g.) albergar nuevas respuestas para su legitimación.
Dudo mucho que el monarca dimitiera por el cansancio de la edad; dudo mucho que el cambio de Gobierno se diera en su momento por la heroica labor de un hombre y sus bases; dudo mucho que jueces y periodistas mueran casualmente durante procesos judiciales; dudo mucho que la prensa tenga, ahora que «se cierran filas», tanta facilidad para localizar y perseguir casos de corrupción, tanto económica como política. Y dudo mucho que sigan ganando procesos electorales limpiamente, la verdad.
Toda esta serie de sucesos ha sido desencadenada por las calles, por la movilización política, por sectores críticos de la prensa, por el movimiento feminista, por el impacto internacional de nuestras luchas sectoriales y sindicales (a veces a pesar de las cúpulas sindicales) y por las confluencias políticas que, a pesar de lo que cierto revisionismo y cierta ortodoxia abanderen, han sido eficaces para traer a la mesa debates municipalistas (cuna del federalismo y el republicanismo) y para traer el conflicto, tan necesario para que la Historia avance.
Pero no nos equivoquemos: el último impulso ha sido servido por las élites. Que la Casa Real haya sido puesta en cuestión es cosa nuestra; que pueda ser juzgada, no. Vendrá la República, pero vendrá de mano de las élite si nuestra actitud es adaptar los titulares, que vienen de la prensa del régimen, para convencernos de que son obra nuestra. La monarquía parlamentaria española está mutando, ¡porque mutar es natural! Como decían en Teléfono Rojo, volamos hacia Moscú: «¡Caballeros, no se pueden pelear aquí, este es el Salón de la Guerra!».
No podemos abordar este movimiento, esta fase gatopardiana, con la frivolidad de levantar titulares mediáticos, ni mediante la negociación diplomática.
En 1978 y sucesos posteriores se generaron una serie de acuerdos en la superestructura que ocupa el Estado español, en concordancia con el papel que internacionalmente era necesario que España ocupase (mirando hacia el Oeste, no hacia el Este). Que los elementos más significativos de ese Régimen estén en profunda crisis y que, sin embargo, no estemos viviendo tiempos históricos de cambio a favor de las masas populares, sólo puede significar una cosa: que todo les va correctamente.
Ese fue el pacto español, y todo aquel en el Poder que ahora cae, lo sabía.
Pacta sunt servanda, amigo.
Pablo Alías Barrera.
Graduado en Historia y miembro de Editorial Atrapasueños.