Un paseo por Sevilla

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Había oído hablar del término turistificación, un término bien formado con el que se alude al impacto que tiene la masificación turística en el tejido comercial y social de determinados barrios o ciudades. No es que el neologismo me encante, pero menos aun me encantó haber sufrido en propia piel su significado. Las siguientes líneas refieren el hecho cierto y veraz que me sucedió el pasado 18 de mayo en nuestra ciudad.

Tras un tapeo con amigos en los aledaños de la Avenida de la Constitución, decidimos tomarla para un paseo por el centro de Sevilla, que no visitaba desde hacía meses, entre otras razones por la distancia en que vivo de él. No más pisarla, un trompetazo en pleno tímpano me aturde, casi me hace perder el equilibrio al comienzo de una espantosa turbamulta donde hibridaban los uniformes de cornetas y tambores, el calor volcánico y un ejército de orientales al acecho de cualquier rasgo de exotismo hispanoide. Sin duda lo encontraron en este evento de catolicismo popular envuelto en una estruendosa fanfarria, uniformes con galones, trencillas y cordones, abrochados hasta el cuello, brillantísimas trompetas, gorras impolutas sobre las cabezas de apuestos y orgullosos músicos a punto de emprender la marcha triunfal. El trasiego de gente era continuo en todas direcciones como el reflujo de las olas, los codazos interminables a derecha y siniestra a lo largo de un pegajoso turisteo de bermudas, sombreros y gafas de sol a pocos metros de la que parecía un fósil de la era devoniana, un convidado de piedra en aquel espantoso maremagnum: la catedral de Sevilla. Jamás la he sentido tan ajena, tan ninguneada. La joya del gótico sevillano, a ojos de aquella multitud amorfa y ruidosa, había dejado de ser una obra de arte para devenir uno de los dinosaurios reconstruidos del parque temático llamado Sevilla. Apenas podíamos dar un paso entre los cientos de turistas que inundaban heladerías y tiendas de souvenir con muñequitas de faralaes y toros de osborne en camiseta, una centrifugadora de gritos, risas y  sudores apretados bajo las axilas. Unos metros más adelante, nos colisiona una fanfarria de chicas absurdamente disfrazadas de picapiedra: despedida de soltera. Saltan, gritan, montan una conga con la que parecen disputarse la escasa atención de que goza la catedral, a la vez que me veo rodeado de orientales que devoran helados bajo sombreros cordobeses, no uno, sino cientos de sudorosos hijos del sol Naciente de los que intentamos huir tambaleándonos. La salida del infierno aún queda lejos, aún tenemos que atender a la siguiente estampa: un mendigo duerme ( al menos lo intenta, o lo parece ) a la puertas de un banco y consigue concitar buena parte del interés del respetable público. Además de sus canosas greñas, este santo inocente de nuestro patrimonio histórico-artístico reúne en torno a sí los enseres ambulantes de su miseria: envases de cartón, ollas, zapatos, mantas. Lo clicks de coreanos, japoneses y chinos forman un torrente inaudito y demencial. El cuadro aún se enriquece con el siguiente elemento castizo: a la cabeza del mendigo dormita un perro, un perro al que alguien ha colocado una flor entre la pelambrera de su testa. Ni Velázquez superaría la escena, ni mi estupefacción abrazaría mayores cotas. Pero las abrazó, solo había que esperar unos metros para el impacto del próximo esperpento, carente de desperdicio: un tipo imita a Jesucristo… Sí, tal y como señalo, un tipo ataviado con túnica y cruz al hombro escenifica una de las estaciones de la Pasión. Parece joven con sus melenas y barba, si intenta ser una de esas estatuas vivientes tan celebradas en el circo callejero mundial, desde luego fracasó estrepitosamente, porque era incapaz de disimular un ligero bamboleo y de evitar el pestañeo de unos ojos que van de un lado a otro, pensé que se estaría acordando de los antepasados de quien le recomendó venir a Sevilla a ganarse la lentejas de tamaña guisa. En cualquier caso, si cada click de móvil que originó se hubiese convertido en un euro, tiene garantizadas comida y fonda para un año y medio bisiesto. Deseamos seguir avanzando, escapar rumbo a la plaza de san Francisco que ya se atisba a cierta distancia… una niñata de la despedida de soltera me golpea en el hombro mientras corre delante de otra que parece querer pegarle, cuánta risa, bendito alborozo entre cuadrillas de fotoaccionistas chinos y coreanos ocupando y desocupando tiendas de souvenir por doquier, los cornetazos de la banda de Los Negritos amenazan con alcanzarnos si no aceleramos el paso, empiezo a notar que mi cuerpo pierde la verticalidad por momentos.

Mientras la plaza de san Francisco se nos antoja escenario de un edén prometido, si quedaba alguna puntilla que asestar a este toro sin luna de la que enamorarse, es cuando mi novia me advierte de la siguiente novedad: las ventanas y puertas del FNAC están cerradas cal y canto desde hace tiempo, igual que ojos que se niegan a ser testigos de la devastación. FNAC, un lugar de música y lectura, se ha exiliado de tamaño infierno: ¿a quién puede sorprenderle?

Al final alcanzamos San Francisco, donde si en tiempos pretéritos se jalearon cadalsos de herejes, hoy yo comencé las notas de este lamento por la Sevilla que intenté disfrutar un reciente sábado 18 de mayo. No me he inventado nada, lo juro. Quien vivió aquel día en aquel lugar y a la misma hora, lo puede atestiguar. No es que el panorama fuera a mejorar en la plaza, pero dejemos aquí el relato de este sevillano que tan solo consiguió reconocer a su ciudad cuando paramos en la Puerta de la Carne. La Sevilla que me hizo y deshizo, que me nació, amé y sufrí (aunque jamás de esta manera). Estoy absolutamente esperanzado y convencido de que las actuales  opciones políticas empeñadas en dirigir nuestro destino municipal, sabrán mejorar la escena, aunque desconozco en qué sentido.