Mientras leía Metamorfosis del filósofo italiano Emanuele Coccia (Siruela, 2021) me asaltaba una y otra vez el recuerdo de otro libro, uno de los más queridos de mi biblioteca: En medio de Spinoza (Cactus, 2008), la transcripción de un curso que Gilles Deleuze ofreció en la Universidad de Vincennes entre el 25 de noviembre de 1980 y el 31 de marzo de 1981. En esas mismas fechas, yo no era yo, sino que estaba literalmente metamorfoseándome en el vientre de mi madre, ya que nací menos de un mes después del final de aquel curso. Ya en la primera de aquellas clases, Deleuze señala: “La acusación de «immanentista» ha sido, para toda la historia de las herejías, la acusación fundamental: «usted confunde a Dios y a la criatura». Esa es la acusación que no perdona”. Y entonces llegó Spinoza, el judío sefardí cuya impiedad le costó la excomunión de sus correligionarios, quien “fue precedido sin duda por todos aquellos que tuvieron más o menos audacia en lo concerniente a la causa inmanente, es decir, esta causa extraña tal que no solamente permanece en sí para producir, sino que lo que produce permanece en ella. Dios está en el mundo, el mundo está en Dios”. Su Ética se fundamenta en una arriesgadísima proposición teórica: “no hay más que una única sustancia absolutamente infinita, es decir, poseyendo todos los atributos, y lo que llamamos «criaturas» no son las criaturas sino los modos o las maneras de ser de la sustancia”. ¿Cuál sería la consecuencia de esta auténtica revolución conceptual? La desaparición de las jerarquías a la hora de entender nuestro mundo: “no hay ninguna jerarquía en los atributos de Dios, de la sustancia. ¿Por qué? Si la sustancia posee igualmente todos los atributos, no hay jerarquía entre los atributos, uno no vale más que otro. En otros términos, si el pensamiento es atributo de Dios, y lo extenso [lo corpóreo] es un atributo de Dios o de la sustancia, no habrá entre ellos ninguna jerarquía…Debido a que extrajo la causalidad inmanente de la secuencia de las grandes causas, de las causas primeras, debido a que aplastó todo sobre una sustancia absolutamente infinita que comprende toda cosa como sus modos, que posee todos los atributos, sustituyó la secuencia por un verdadero plano de inmanencia. En Spinoza todo pasa como sobre un plano fijo. Un extraordinario plano fijo que no va a ser en absoluto un plano de inmovilidad puesto que todas las cosas van a moverse. Para Spinoza sólo cuenta el movimiento de las cosas sobre ese plano fijo”.
A ese movimiento constante, impersonal, cósmico, flujo que no cesa de adquirir nuevas formas, Emanuele Coccia ha dedicado un libro apasionante y herético en el que, desde la radicalización de la hipótesis de Gaia (el planeta vivo “con carne mineral” pensado por James Lovelock y Lynn Margulis), se atreve a cuestionar la manera jerárquica en que pensamos la vida humana y no-humana, a invitarnos a abandonar la ilusión de la ciencia política, en tanto que disciplina del monocultivo humano, o a descubrirnos los orígenes y la impronta patriarcal de la ecología. Esta obra tiene un ritmo que nos hace danzar para celebrar la desacralización de la muerte, que no es el final de nada sino sólo un eslabón más de la metamorfosis que constituye la misma vida que compartimos con las demás especies de animales, plantas, hongos y microbios. Ni la biología hegemónica ni el discurso público quieren oír lo que Coccia nos dice en este ensayo: “las especies no son sustancias, no son entidades reales. Son «juegos de vida»…configuraciones inestables y, por ende, efímeras de una vida que ama transitar y circular de una forma a otra”. Más aún: “no hay ninguna oposición entre lo viviente y lo no-viviente”, pues “la vida es siempre la reencarnación de lo no-viviente, el bricolaje del mineral, el carnaval de la sustancia telúrica de un planeta ―Gaia, la Tierra― que no cesa de multiplicar sus rostros y sus modos de ser hasta en la última partícula de su cuerpo dispar”. El filósofo italiano es un verdadero mago de la metáfora: “cada yo es un vehículo para la Tierra, un navío que permite que el planeta viaje sin desplazarse…cada uno de nosotros es la historia de la Tierra, una versión de la misma, un desenlace posible…Siempre es Gaia la que dice «yo» en nosotros. Somos mundo. Cada uno de nosotros es mundano a su manera. Juntos somos su contenido, pero también y, sobre todo, su forma. El «yo» nunca es una función o una actividad puramente personal: es una fuerza telúrica”.
Plantea nuestro autor que todos hemos olvidado que hemos nacido. Compartimos ese rasgo interespecies con las demás formas de vida, ya que, si no naciéramos, como es obvio, no podríamos vivir. El problema es que vivimos en una cultura dominada y producida durante milenios por la parte de la especie humana que no puede dar a luz, y no habla de los varones, sino de los machos. De ahí que nuestra sociedad esté atravesada por el culto a la muerte. Otra herencia milenaria es el dogma cristiano de considerar diferente y superior el nacimiento humano respecto al de las demás maneras de estar en el mundo. Para soltar ese lastre que nos impide darnos cuenta de que la vida es una continuidad interespecies y no algo singular, personal, único e irrepetible, Coccia no apela a una racionalidad laica, sino a “combatir el fuego con el fuego, una mala forma de teología con otra mejor”. Habría que imaginarlo de otra manera, de otro modo más descentrado y anárquico: “si Dios participa del nacimiento, deberá encarnarse en cualquier ser natural: un buey, un roble, una hormiga, una bacteria, un virus. Si el nacimiento trae la salvación, es en cualquier nacimiento, en cualquier momento, en cualquier lugar. Deberíamos imaginar entonces que todo nacimiento es a la vez una forma de divinización, de transmisión de la sustancia divina, pero también y sobre todo de metamorfosis de los dioses. Dios comprendería entonces en su unidad a todos los vivientes y, a la inversa, cada viviente sería una experiencia de la multiplicación de la divinidad, en un carnaval teológico frente al cual palidecerían todas las religiones históricas”.
Hay más, mucho más entre las palabras, las líneas, los párrafos y los capítulos de este canto contemporáneo a nuestra capacidad de transformarnos, aptitud que compartimos con todas las especies de la Tierra, que, como planeta que es, no tiene otro destino que errar, migrar y extraviarse. Pero no es mi intención hacer un resumen, sino una invitación a su lectura como quien propone un viaje para escapar del orden doméstico, esa casa en el que todo tiene un espacio, una función, una identidad y un tiempo específico dictado por el jefe de familia. “Contra las casas, opera la metamorfosis”.