Construir refugios

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Reconozco que el emigrante/el extranjero/el forastero es la figura política que más me conmueve. Su misma presencia entraña un desafío a la identidad entendida como origen y meta. Me refiero a que simbolizan lo que se escapa por todos lados. Lo inaprensible. Lo que está en un lado u otro, pero no es en ningún sitio. El extranjero trae una política paradójica, pues nuestra tradición de pensamiento político se basa en el nómos griego que, según una etimología arendtiana, además de a las normas sociales y legales, designa a los muros que cercan la polis, al marcaje de un adentro y un afuera, al miedo y la separación respecto a los emigrantes, los otros, los extraños. Aquí observamos el horror a lo nómada. El pánico a lo que se mueve. Lo que, sin conciencia o con ella, se fuga. Deserta. Cruza un desierto de incertidumbre y, por ello mismo, agradece la acogida amable. No son héroes, aunque lo sean. Son héroes, o así lo veo yo, de las ganas de vivir. Siempre han estado ahí, procedemos de ellos, pero la conquista de un territorio oscurece los orígenes extranjeros. Todos venimos de forasteros, pero nos hemos organizado ancestralmente excluyéndolos de una forma u otra. Reterritorializamos con fronteras y jerarquías lo que alguna vez se ha desterritorializado. Concibo el miedo a la errancia como piedra angular y secreta de la arquitectura institucional en la que nos hemos criado. Nosotros y los bisabuelos de nuestros tatarabuelos. Todo país son generaciones de cierre cognitivo en torno a su génesis impura.

Deberíamos (¿podríamos?) romper esta dinámica incesante de exclusión, agujerear este círculo insensato y violento construyendo refugios, temporales o indefinidos; en todo caso, un lugar de descanso donde sentirse seguro. En su libro Seguir con el problema, Donna Haraway señala que “ahora mismo, la tierra está llena de refugiados, humanos y no humanos, sin refugio”. De ahí se deriva que un esfuerzo político a la altura de nuestro tiempo, el Capitaloceno, sea propiamente éste: la creación de refugios para la vida, es decir, para todo aquello que no para de moverse. Pero no sólo para la vida de los otros, ya sea la de humanos que migran o la de especies no humanas que perseveran en su querer vivir, sino también para nosotros mismos, ya que, aunque cerremos los ojos, los oídos y las bocas, nuestro modo de producción y consumo nos está convirtiendo a todos en refugiados en potencia. Habría, sin embargo, como plantea la pensadora americana, “una manera de vivir y morir bien como bichos mortales” que sería, a la vez, una forma de rebelarnos contra la extinción: consiste en “unir fuerzas para reconstituir refugios, para hacer posible una recuperación y recomposición biológica-cultural-política-tecnológica sólida y parcial, que debe incluir el luto por las pérdidas irreversibles”.

Ahora bien, ¿cómo crear esos refugios? ¿Cómo estarían organizados? ¿De qué manera se habita en común en el refugio? ¿Qué forma política es la más adecuada para un refugio sin puertas ni vigilantes? Cuánta imaginación nos hace falta. O quizá ya la tenemos, pero la volcamos en lo probable y no en lo posible. Y mucho menos en lo imposible.

No lo tenemos fácil para pensar cómo habitar este mundo de otro modo. Porque un refugio es una casa y nuestras casas son el refugio al que volvemos y nos guarecemos del frío o del odio, de las inclemencias sociales o naturales. Tenemos pocos precedentes pues, como apunta Emanuele Coccia, “de la casa la filosofía ha hablado siempre poquísimo”. Embriagado por la aspiración, asociada tradicionalmente a la identidad masculina, de llamar la atención en el espacio público, de tener poder e influencia en la ciudad, el pensamiento europeo ha terminado por olvidar el espacio doméstico al que, paradójicamente, está íntimamente vinculado, ya que los libros se escriben y se leen habitualmente entre cuatro paredes. Esta negligencia teórica sobre el habitar no tiene nada de inocente: precisamente por ello, por no dedicar reflexión a cómo construir un hogar, “la casa se ha convertido en un espacio en el que los agravios, las opresiones, las injusticias y las desigualdades se han ocultado, olvidado y reproducido inconsciente y mecánicamente durante siglos”. En la casa y por medio de ella, la desigualdad entre géneros ha sido fabricada, solidificada y legitimada. A través del orden propietario que las casas encarnan, nuestras sociedades se organizan sobre una hiriente desigualdad económica. Con la extensión del urbanismo moderno, esa manera de distribuir el territorio con el que se han edificado espacios que alojan familias exclusivamente humanas, se ha reforzado el antagonismo exasperado entre lo humano y lo no humano, entre la ciudad y los bosques, entre lo cultural y lo natural, entre lo civilizado y lo salvaje.

Nosotros, los refugiados del capitalismo terminal, tenemos que proveernos de nuevas imaginaciones y narrativas, otras maneras de contarnos cómo vivir en común, sin abandonar de nuevo el espacio doméstico a las inercias violentas de la genealogía y la propiedad. Puesto que vivimos en una época en la que si preguntamos a cualquier refugiado, de cualquier especie, sabríamos que “al borde de la extinción” no es ninguna figura retórica ni “el colapso del sistema” es una película de acción o suspense, va llegando la hora de que, como escribe Coccia en una obra apenas publicada, Filosofia della casa, el proyecto moderno de globalizar el urbanismo occidental sea sustituido por la tarea recíproca de abrir las casas que habitamos para hacerlas coincidir con la Tierra.