El fin del extractivismo. Algunas condiciones para la transición hacia un postcapitalismo en Andalucía (II)

425

Límites sociales y biofísicos del capitalismo

A partir de los años 70 del siglo XX, el sistema entra en una fase en la que culminan algunas de las mutaciones, obstáculos y tensiones tendencialmente asociados a la reproducción del capital. Las dificultades para transformar dinero en más dinero en el ámbito de lo “productivo” o de la “economía real” han llevado al predominio de modos de acumulación basados en expectativas de ganancias que permiten una ficticia “creación de valor”. Estos modos son los que ahora, según Chenais, “marcan la pauta de las formas y los ritmos del crecimiento y la acumulación en el sistema”. En esta “economía de papel” en la que se confunde la riqueza con la deuda, la esfera llamada de la “producción” ha pasado en gran medida a ser una excusa para que el capital pueda revalorizarse.

Un camino en el que van agotándose las “fronteras” para impulsar la acumulación en la “economía real”, en el que la automatización y el crecimiento de la productividad que el capital procura discurren en paralelo con una disminución de la fuerza de trabajo necesaria y de las ganancias unitarias. Durante siglo y medio esta reducción pudo ser compensada con la ampliación de la producción de mercancías a escala mundial; una necesidad de crecer que exacerba la extracción y el consumo de materiales y energía hasta desembocar en la crisis ecológica. Desde hace más de cuatro décadas, este mecanismo compensatorio resulta insuficiente para alimentar la acumulación; ha sido entonces cuando el capital financiero (“financiarización”) “levantó el vuelo”, manteniéndose la ficción de una cierta prosperidad a la vez que se han acentuado hasta límites sin precedentes los procesos de “acumulación por desposesión”.

Desposesión a partir de la revalorizacion de activos patrimoniales, o de la creación de dinero (bancario, financiero) de la nada por parte de las grandes corporaciones, a través de la emisión de títulos que cumplen las funciones del dinero. Estos mecanismos permiten al capital financiero la apropiación de riqueza ya existente, y le proporcionan, sin nada a cambio, una enorme capacidad de compra sobre el mundo con la que adquirir, desde lo global, las propiedades del capital local y del Estado y las administraciones públicas, alcanzando así posiciones de poder y de privilegio crecientes en el cada vez más desigual reparto de la riqueza mundial.

La mercantilización envuelve ahora la vida no sólo como tiempo de trabajo vendido para la “producción” y sus requerimientos, o como tiempo disponible para el consumo, sino, cada vez en mayor medida, también como “tiempo de construcción de uno mismo conforme a las exigencias del mercado”, creación de “un modo de ser sometido a las normas mercantiles”. Se intensifica así la conversión de la relación con uno mismo y con los demás en una relación entre objetos en medio de un creciente deterioro social. Bajo las presiones del mercado mundial único y la “creación de valor” para los mercados financieros, empeoran las condiciones de trabajo y se acentúa la distancia entre el trabajo asalariado como “ídolo”, como “mediación social” principal y su escasez creciente, exacerbándose la competición por el empleo, a la vez que, como señala Baschet, “los tipos de trabajo que se realizan bajo los imperativos del valor tienen un carácter cada vez más superfluo desde el punto de vista de las exigencias de la vida humana”. Las desigualdades sociales, tendencialmente crecientes, alcanzan en este contexto cotas sin precedentes.

Todo esto sucede con la connivencia de un poder político que se adapta a las exigencias del poder establecido. Un poder en manos de grandes organizaciones empresariales que someten a los gobiernos cada vez más a sus dictados para hacer posibles sus negocios, en un contexto de “comunidad de intereses” entre la élite política y la empresarial, cada vez más unificadas. Se instala así un poder oligárquico, un “neocaciquismo con fachada democrática”, en palabras de J.M. Naredo.

Las necesidades de expansión generadas por la acumulación de capital y la mayor disponibilidad de energía trajeron, en la civilización industrial, el paso de una economía de la “producción” a una economía basada en la “adquisición” o “extracción” de minerales y combustibles, facilitada por un reduccionismo monetario que oculta los costes físicos y sociales de los procesos económicos. Desde los inicios del capitalismo, la cantidad de materiales utilizados no ha dejado de crecer, acelerándose desde 1950, e intensificándose en las últimas décadas. A principios del siglo XXI el uso de materiales era diez veces superior que hace 100 años, con un enorme crecimiento de los recursos abióticos, cuya extracción se ha multiplicado por más de 25. En los últimos 30 años la extracción mundial se ha más que duplicado, sin dejar anualmente de crecer, pasando de 36 mil millones de toneladas en 1980 a 85 mil millones en 2013, acentuándose en este período la tendencia creciente en la proporción de minerales y combustibles frente a la extracción de biomasa, que pasa en estas tres décadas de 1/3 a 1/4 del total. Se constata así la profundización de la diferencia que separa el comportamiento de la actual civilización industrial del de otras culturas y etapas de la historia de la especie humana; el tránsito de organizar la vida apoyándose en la fotosíntesis y sus derivados a sustentarla sobre la extracción de stocks de la corteza terrestre.

La tierra va convirtiéndose así, cada vez más, en una gran mina en la que incluso la agricultura es hoy una actividad extractiva que requiere la inyección de grandes cantidades de recursos. Es el camino de una permanente “rematerialización” en términos del volumen de materiales y energía utilizados. Este creciente uso de recursos, además de alimentar de manera insostenible la generación de residuos, convirtiendo a la Tierra en un planeta degradado, está llevando a una velocidad creciente al agotamiento de los mismos. En relación con los minerales, de proseguir las actuales tendencias, en 2050 su consumo total superará en cinco veces los niveles actuales, estando entonces la demanda de algunos muy importantes por encima de sus reservas hoy estimadas (oro, plata, cobre, níquel, estaño, cinc, plomo, antimonio), de modo que la humanidad tendrá que enfrentarse en no muchas décadas a una crisis de minerales cuya sustitución no será viable cuando la escasez del conjunto se haya generalizado. En esta dirección, el zénit del petróleo comenzó en 2015. Al del gas natural se llegará en 2020, y el agotamiento de ambos todo apunta a que tendrá lugar antes del fin del siglo XXI.

También el cálculo de la huella ecológica señala una profundización permanente de la insostenibilidad en el uso de los recursos. Desde 1975 aproximadamente, se utilizan recursos por encima de la capacidad regenerativa de nuestro planeta, de manera que en 2010 se utilizó el 150% (1,5 veces) de la biocapacidad de la tierra, y las proyecciones anuncian para 2030 el requerimiento de dos planetas; 2,8 para 2050. El cambio climático es en gran medida una consecuencia de este desaforado metabolismo. El capitalismo ha sobrespasado sus límites biofísicos, aproximándose al “precipicio ecológico”.

 Autor: Manuel Delgado Cabeza.

Este artículo de Manuel Delgado Cabeza, catedrático de economía de la Universidad de Sevilla, es parte del capítulo del libro coordinado por Pablo Palenzuela y editado por Icaria “Antropología y compromiso. Homenaje al profesor Isidoro Moreno”. Ed. Icaria – Universidad de Sevilla, 2017. Para facilitar la lectura se han suprimido las citas, que pueden consultarse, así como la bibliografía, en: Descarga capítulo completo “El fin del extractivismo. Algunas condiciones para la transición hacia un postcapitalismo en Andalucía”.