Ficción electoral

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Ilustración de Andrés Requena.

Mucho se habla estos días del resultado de las elecciones a Cortes generales españolas del pasado 10 de noviembre: que si el ascenso de la ultraderecha; que si la inexistencia política de Andalucía; o que si el ansiado -por algunos- gobierno de progreso pronto verá la luz. Muchos, muy variados y muy interesantes análisis se han realizado de lo sucedido. Algunos de ellos precisamente en este Portal, cuya lectura recomiendo por la lucidez de sus aportaciones. Sin embargo, modestamente creo que estamos magnificando la importancia del circo electoral y otorgando un poder que no merecen a las organizaciones electoreras.

Las elecciones son un estupendo termómetro social, no cabe duda. Pero no deja de ser una fotografía de una parte de la sociedad, en un momento determinado y sobre un ámbito de decisión muy concreto. Identificar elecciones con democracia o con política no sólo es una falacia sino, sobre todo, algo muy peligroso.

No voy a negar la importancia de las instituciones para crear parte de las condiciones necesarias para mantener, mejorar o empeorar, según los casos, las condiciones de vida de las personas que viven en un territorio. Es fundamental que las instituciones sean un instrumento que contribuyan a que nuestros semejantes vivan de una forma más cómoda, con acceso a servicios de calidad y en condiciones de dignidad. Pero seríamos unos necios si apostáramos todas nuestras buenas intenciones a ocupar las instituciones de gobierno, legislativas o judiciales.

Reducir la política a los partidos políticos y la democracia a las elecciones es lo que perseguía el régimen consolidado con la Constitución de 1978. No en vano, su artículo 6 deja claro quienes son los intermediarios de la sociedad civil, sus intérpretes autorizados y exclusivos cuando dispone que «los partidos políticos expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política». Podría haber mencionado otras organizaciones civiles u otros mecanismos participativos de gestión comunitaria, de formación de voluntades o de organización político-económica. Pero no lo hizo conscientemente. Cuando en épocas de circo electoral santificamos «la fiesta de la democracia» y ponemos todas nuestras esperanzas, anhelos, angustias y análisis en aquella, estamos capando nuestra soberanía como individuos libres y como pueblos conscientes.

La realidad es que nuestros políticos pintan poco o nada en la toma de decisiones realmente trascendentes para la sociedad. No es ya que cada cierto tiempo (antes era cada cuatro años, ahora cada pocos meses) votemos a unas personas que luego se olviden de nosotros (no existen aquí mecanismos de control del pueblo como el referéndum revocatorio de la dictatorial Venezuela, por ejemplo). Es que esas personas no son quienes realmente van a poder, por si solas, cambiar la realidad. Por eso no se comprende el afán de algunos por entrar en gobiernos, ni el espanto de otros porque entren. Hasta los patriotas más acérrimos manchan su ropa interior antes denunciar la utilización de nuestro territorio por ejércitos imperiales extranjeros que nos tratan como auténticas colonias. Callan impúdicamente ante la falta de corresponsabilidad fiscal -cuando no directamente evasión- de quienes más deberían aportar a su querida patria. O no dicen tampoco nada de la venta de soberanía que supone carecer de política monetaria o económica, y plegarse a organismos de elección no democrática en lo que respecta a la aprobación y ejecución de sus propios presupuestos.

Naturalmente esta ineficacia de la política lleva a un descrédito de la misma. Por si fuera poco, algunos se empeñan en emponzoñar aún más esta realidad, medrando sin escrúpulos dentro de las organizaciones diseñadas para ganar elecciones y ocupar puestos de poder en la Administración; o transitando con absoluta desvergüenza del ámbito público al privado.

La consecuencia inevitable de todo ello en una sociedad sin cultura democrática es el ascenso de ideas de marcado carácter autoritario e intransigente, profundamente egoístas, individualistas y, sobre todo, muy ignorantes. Bajo una gran bandera y frente a un enemigo siempre ha sido más fácil esconder las carencias intelectuales, el déficit de propuestas o las propias incoherencias personales y discursivas.

Y digo que en una sociedad sin cultura democrática esto es inevitable porque creo profundamente que no la tenemos. Miro a mi alrededor y veo, cada vez más, personas que no leen nunca, que son incapaces de ponerse en el lugar del otro, de aceptar que, quizás sus planteamientos pudieran estar equivocados o que, al menos, los de los demás pudieran tener cierto fundamento. Veo personas que carecen de sentido cívico, de conciencia de lo común, de educación. Que no asumen responsabilidades ni se implican en la gestión de los asuntos comunitarios más que votar cuando se lo mandan, charlar en la barra del bar y ver las tertulias políticas. Y lo peor es que estamos educando a nuestros hijos en este mecanismo perverso que considera la escuela y la universidad como una fábrica de trabajadores, que compiten entre sí y cuya muestra de solidaridad y buena ciudadanía es echar la botella de vidrio en el contenedor verde y pagar la cuota a una ONG, los progresistas, y la bolsa de caridad de la hermandad, los conservadores.

No, no es cierto que los políticos sean todos iguales y no los merezcamos. La realidad es que la sociedad es así: individualista, irresponsable, mezquina y profundamente ignorante. Pensar que una elecciones van a cambiarlo todo es engañarse y engañarnos. Nuestros políticos son fiel reflejo de nosotros mismos.

Pero no está todo perdido. Nunca lo está. Es fundamental hacer política, pero política de verdad. En las calles, en los centros de trabajo, en las organizaciones de consumidores, en los barrios y en las barras de los bares. Es vital tejer redes, afirmar nuestra capacidad como sujetos políticos, rebatir, dialogar, defender los espacios de toma de decisión, las soberanías de barrios, ciudades y pueblos. De abajo hacia arriba como defendía Blas Infante. Hacer pensar críticamente, ponernos en el lugar del otro. Siempre con empatía, con solidaridad y con ternura. Pero también con firmeza y determinación frente al odio y la ignorancia.

El pueblo andaluz tiene mucho que aportar aquí. Y ello con independencia de que se saquen o no diputados. Es la hora de hacer política en serio, no de preparar las siguientes elecciones. De llevar la democracia a la gente.