La salida municipalista libertaria

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Como nos recuerda Pablo Carmona en el libro colectivo Territorios de democracia, las dificultades de la conversión del republicanismo federal español en partido y luego en Gobierno, puestas de manifiesto a lo largo del periodo 1869/1873, y su abrupto fin a manos de los espadones de la Restauración borbónica, dejó en reflujo todo el campo expedito a las sociedades obreras organizadas en torno a la AIT que, escarmentadas de las luchas partidistas y de facciones por el poder político, se habrían de mantener al margen del sistema parlamentario a la vez que iban dando forma a la idea de construir un federalismo municipalista sobre la base de una democracia radical, una economía colectivizada y el ideario de justicia social propios del pensamiento anarcosindicalista y otros movimientos sociales y proyectos de raíz obrera y republicana muy próximos a aquel.

Tras el fracaso del modelo político republicano federal en su asalto al poder, el movimiento libertario conquistó posiciones a través de la acción directa frente a los patronos en el mundo laboral y construyendo de una nueva hegemonía para la vida en común que iba de abajo arriba, intentando dar respuestas a las necesidades educativas, formativas, participativas, culturales, sanitarias, habitacionales, laborales, de consumo, etc. que se les planteaban a nivel local, y pensando lo regional y federal desde esta base. El proyecto es claro, se trataba de desarrollar sistemas democráticos y de autogobierno que no pasasen por la forma Estado, de ahí que el municipio libre o la comuna se alcen como la piedra angular desde la que organizar los sistemas de interdependencia territoriales a gran escala y la participación directa en las instituciones a través del  empoderamiento ciudadano en las luchas y los proyectos sociales que conforman la trama de lo local.

El municipio libre o la comuna, lejos de configurarse como un mecanismo para la autarquía o el aislamiento, debía arbitrar la tensión entre autonomía e interdependencia, debía garantizar la construcción de un aparato productivo cooperativo, descentralizado y acoplado territorialmente y, por último, debía asegurar la participación de todos en las instituciones de autogobierno sin necesidad de recurrir a instancias o estructuras estatistas. En lo económico no solo habría de desaparecer la propiedad privada sino que todo el peso de la organización y funcionamiento de la economía habría de pasar a las estructuras sindicales que, divididas en ramas de actividad y sectores productivos, articularían el funcionamiento de toda la actividad tanto en el campo como en las ciudades desde los principios de cooperación, organización, producción, racionalización, gestión y distribución de los recursos.

Los anarquistas también pensaron en la organización urbana, desde su visión naturista y ecologista cuestionaron la sostenibilidad del modelo urbano y abogaron por una vuelta a la naturaleza y a la limitación del crecimiento desmedido de las ciudades así como poner fin al urbanismo especulativo, insalubre e inhóspito.

Algunas de sus intuiciones se materializaron durante la revolución social de 1936, donde de forma espontánea se crearon en muchas zonas de España municipios y comunas libres federadas, pero, este modelo, ¿sería reproducible hoy en día? El capitalismo ha generado una economía deslocalizada donde el trabajo ha perdido centralidad frente a los flujos de capitales, una democracia autoritaria y alérgica a la participación de los de abajo, y una sociedad difusa, irresponsable y apática. Faltan  formación y ganas de formarse, la participación política, vecinal y sindical está bajo mínimos, los vínculos humanos en el ámbito de lo local andan más que maltrechos, desarbolados, las escasas luchas que se dan son puntuales y desconectadas entre ellas, en gran parte supeditadas a lo espectacular y a pesar de este panorama desolador no podemos dejar de reconocer que también están ahí los nuevos movimientos sociales (ecologistas, decrecentistas, anticapitalistas, antipatriarcales, etc.), algunas redes de apoyo mutuo, cooperativas de consumo y trabajo, redes de finanzas éticas, comercio justo, medios de comunicación alternativos y otras tantas propuestas y destellos de lo común, como aquel 15M que, siquiera en su origen, reconectó a una ciudadanía ávida de otro tipo de democracia y otra forma de vivir y gobernarnos, hoy desgraciadamente sacrificado a las viejas lógicas electoralistas. Cuánta razón la de Ángel Calle al afirmar en el aludido volumen que no se trataría tanto de ganar en el juego establecido sino de, como hicieron los libertarios un siglo atrás, alimentar estos otros juegos que apuntan a un cambio en el modelo productivo y un cambio en el modelo institucional, donde los de abajo tengan el protagonismo social de las luchas emancipadoras, donde se alimente la autogestión del poder, y no sean de nuevo encorsetados en los viejos o nuevos partidos, en los proyectos grupales que hoy se plantean como alternativas a la vieja política con el solo deseo de restaurarla. Para nada ha de servir el poder electoral si este apenas contiene poder social.