Menos milongas: tu “patria” detesta mi barrio

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Los informativos de mayor audiencia lo tienen claro. Sus noticias nos muestran a diario a los autores del estribillo socio-político de moda: “España se rompe; están troceando nuestra casa común” (en realidad, no ven España como “nuestra casa común”, sino como su jardín privado, su excluyente club social). Dichos autores desfilan en telediarios prime time entonando la apocalíptica copla, destacando sus solistas (Isabel Díaz Ayuso, Cayetana Álvarez de Toledo, o José M.ª Aznar, quien lleva veinte años ya con la cantinela del supuesto fin de España…), sus duetos (Felipe González y Alfonso Guerra, viejos dinosaurios de Estado reclamando cuota de protagonismo) y sus coros (una avenida del madrileño barrio de Salamanca con miles de personas -casi billones, según el PP y ABC– cantando al unísono). Y si no alientas a la orquesta ni la defiendes ondeando la rojigualda, es que eres “anticonstitucionalista”, o más aún: “mal patriota”, “anti español” y demás jerga propia de los militares y los ultracatólicos de los tiempos de la Dictadura.

Entre los componentes de esta orquesta nacional contraria a la amnistía “que desean los golpistas catalanes” (orquesta que no dice ni mu contra la amnistía de 1977, la cual protegía -sigue haciéndolo- a genocidas franquistas), Andalucía tiene la suerte de estar representada por uno de los solistas estrella, un cabeza de cartel de los que salen tras los teloneros, cuando más focos hay. Se trata, claro está, de Juan Manuel Moreno Bonilla, capaz de lanzar sentidas y nada impostadas letras que iluminan cada rincón del país: “Desde Andalucía, no dejaremos que rompan la igualdad entre todos los españoles”. Ahí está er tío, luchando por nuestra tierra, la cual se mantendrá “igual al resto de territorios del Estado” si los secesionistas catalanes no consiguen su objetivo…

Aunque, pienso en eso de ser ‘iguales’ y me pregunto si en otras comunidades explotan a quienes trabajan en el campo, como aquí ocurre con personas que recogen fresas en Huelva o tomates en Almería (sobre todo, si el jornalero/a viene de un país africano). Me pregunto si en otras comunidades, el gobierno autonómico y los grandes capitales se adueñan, exprimen y destrozan sus principales enclaves naturales, igual que aquí permite la Junta con Doñana o con el litoral malagueño. Me pregunto si en otras comunidades, la población está igual de acallada que aquí contra la imparable privatización de sus colegios públicos, sus hospitales, sus ambulatorios u otros servicios. ¿Es esa la igualdad que Moreno Bonilla aspira a defender? Porque, en ese caso, ojalá fracase en su objetivo. De lo contrario, la dependencia, el servilismo, el extractivismo y nuestra débil voz en Madrid seguirán aquejando a Andalucía (por mucho que lo quieran tapar).

 

De lo exageradamente pretendido, a lo chiquitito: la belleza de lo sencillo

El caso es que, entre tanto debate de investidura y tanta proclama visceral, esta semana he escapado del temporal reaccionario. En su lugar, estoy disfrutando de rutas inspiradoras: al pasear por las plazas de los barrios que suelo visitar (y de otros que descubro), viajo a mi infancia y me doy cuenta de que, más allá de la trola patriotera que nos venden, es precisamente en esas plazas y esos barrios donde pervive la verdadera patria, la de mi gente y mi ambiente sincero. Ambientes que, resistentes y no dinamitados, suponen el mejor remedio contra las soflamas de ese poder conspiranoico que nos grita que Fulano o Mengano es nuestro enemigo, mientras son ellas (las soflamas del poder) las que detestan nuestra diversidad y nos inoculan falsarios “sentimientos únicos, idénticos”.

Mirar a mi infancia y a mi adolescencia es ver esas plazas con arbolitos tan típicas de cualquier pueblo o ciudad de Andalucía, donde se juntaba la chavalería para patear un balón, intercambiar cromos o jugar al pillar. Plazas salpicadas de preciosos patios vecinales donde suspirábamos por nuestros primeros amores. Plazas desde donde se veían cocheras y zaguanes abiertos de par en par, y donde escuchabas al pescadero tarareando por Camarón, o a la estudiante canturreando letrillas de carnaval. Plazas donde las mañanas eran un ir y venir al mercado, a los comercios o a tomar unas tapas. Plazas donde se juntaban las madres a la hora fresquita de la tarde para charlar a gusto, y a las que los padres salían para ‘debatir’ sobre a qué campo irían, las familias juntas, a echar ese dominguito bueno de dominó, naturaleza y fiambreras llenas de tortillas.

En esas plazas (quien dice una plaza, dice un universo) habitaban decenas de vecinos, cada uno en su casa o piso, pero todos siendo piña. Si había que limpiar huertos o arriates, las tareas se repartían. Si había que cuidar al hijo de alguien en apuros, se hacía sin problema. Si otro tenía una dicha que compartir, el vecindario entero lo celebraba. Si el dolor atravesaba a una familia, el vecindario entero sufría con ella. Si había una calle o una farola con desperfectos, el vecindario lo denunciaba ante el ayuntamiento. Si alguna decisión institucional o empresarial podía afectar al vecindario, allá que salía su gente para protegerlo como fuera. Gentes únicas en su diversidad y diversas en su unidad: desde la abuela que llevaba una eternidad regando las macetas, hasta el migrante recién llegado de Nigeria, pasando por la sindicalista y madre soltera con tres churumbeles, o la joven pareja que se las veía canutas para prosperar. Todos mirando por los demás.

Esa plaza se prolongaba en un barrio entero. Y ese barrio era la suma de cada grupo y cada asociación de vecinos y vecinas, las cuales lograban mantener, generación tras generación, la esencia del enclave, al tiempo que luchaban por mejorar lo que urgía.

Dicho todo lo cual, y de regreso al presente, he aquí una serie de dudas: ¿qué vamos a celebrar, llorar, reivindicar o proteger colectivamente, si tal colectivo deja de existir? ¿Cómo podemos aspirar a mantener la fraternidad que marcó nuestros años de pibes, si las plazas ya no las habitan vecinos implicados, o si los barrios se atoran de cadenas de fast food, fondos buitre y apartamentos turísticos de usar y tirar? ¿Cómo reclamar una mano amiga para luchar contra la precariedad, si hace lustros que decidimos no auxiliar a quien, una calle más arriba, necesitaba mi ayuda para detener su desahucio? ¿Es que ahora nos importa más ir a nuestra bola, sin preocuparnos por los demás? ¿Priorizamos poder comprar un cochazo y un chalé con piscina en un barrio exclusivo, “y ya se las aviarán los otros”? ¿Tanto hemos cambiado en tan poco tiempo? Y, centrifugados por semejante conversión al individualismo y la indiferencia, ¿ahora nos rasgamos las vestiduras por que las élites que han hecho de mí un ser desapegado de los míos (los de la plaza de mi barrio), nos alerten de que “otros” quieren romper “nuestra convivencia”? ¿En serio? ¿Esos tipos encorbatados y centralistas de Madrid, y sus esbirros de San Telmo, diciéndonos que “otros” pretenden quebrar “nuestra casa común”?…

 

No más cuentos. La lucha está en la gente humilde de las plazas

Qué va, no me trago la patraña. Que no cuenten conmigo. Mi convivencia, la de mi barrio, la de las plazas en las que jugaba de niño, esa que construíamos día a día gentes humildes, diferentes y unidas, es dañada desde hace tiempo por las mismas élites que hoy copan los telediarios diciendo defender “la igualdad de todos los españoles”. Así que: mentira. Nunca nos trataron como a iguales. Siempre nos quisieron súbditos de los dueños del IBEX y de sus esquiroles sureños, los señoritos de patilla gruesa y cortijo largo. Que se queden con sus banderas, con sus fondos de inversión y con su “igualdad” entre ricos. La única patria por la que seguiré luchando, hasta el final de mis días, es la que siento como mía: la del barrio lleno de plazas con macetas y arbolitos, uno donde los niños y niñas salgan a jugar, donde la juventud (sea de donde sea, hable las lenguas que hable, venga de donde venga) mire al futuro con esperanza, y donde nuestra gente anciana pasee tranquilamente, orgullosa de sentirse parte de ese todo enriquecedor.

Un todo cuyas necesidades, sueños e ilusiones son comunes a las del 95% de los barrios de todo el mundo: barrios donde convive (convivimos) la clase trabajadora. Barrios que son un cosmos en el que la palabra ‘vecino’ lucha por no perder su poderoso significado. Un cosmos ejemplificado en una plaza, la cual bien pudiera ser cantón independiente. Plazas a las que llevaría yo, un día de estos, a algún que otro patriotero de los de “España es una y nada más”. ¿Que a qué plaza me lo llevaría? A una de Cádiz, por ejemplo, donde, desde su balcón, alguien con musho áge le dijera con guasa: “Váyase usted al carajo, ome”. Y que el patriota cogiese la acepción de la frase que más le gustara.

Esos barrios (tan de por aquí abajo) sí son mi patria. Esa red de barrios y plazas sí me representa, y no esa otra patria por la que suspiran los señores que hoy piden nuestro apoyo contra una amnistía o contra legítimas aspiraciones independentistas, mientras ellos, por lo bajini, siguen maltratando a las gentes de mi barrio.