Mujeres rurales, mujeres diversas y plurales

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Benalúa.

Como es habitual por estas fechas, prácticamente desde los diez años, vuelvo a mi casa, a mi pueblo, en el verano. Siempre llego con ganas de recobrar un ritmo más sosegado, de descansar, de reencontrarme con los lugares de mi niñez y con amigas y familiares que no veo en todo el año. Llego, en definitiva, desde la ciudad, a eso que llaman “el mundo rural”.

Para empezar, quizás convenga desvelar el sentido de la expresión “mundo rural”, que parece aludir a un ente homogéneo y aparte, del urbano, se entiende. Otro tanto ocurre cuando se habla de la “mujer rural”, una etiqueta asentada y hasta sacralizada por los organismos estatales y supraestatales, de modo que desde 1995, cada 15 de Octubre es el Día Internacional de la Mujer Rural.

La realidad, sin embargo, es distinta y diversa.

En primer lugar, el llamado “mundo rural” forma parte de una realidad más amplia, la de los estados y los espacios socioeconómicos y políticos – llámense Unión Europea, Estado español, Comunidad Autónoma o incluso Mediterráneo occidental-, donde dominan intereses no siempre explícitos y no siempre positivos, pero que determinan el desarrollo tanto de las áreas urbanas como de las rurales, así como las condiciones de vida de sus habitantes.

En segundo lugar, el “mundo rural” está conformado por elementos, realidades y situaciones tan diversas que en absoluto se puede hablar de homogeneidad, sino de lo contrario, de su radical heterogeneidad. Heterogeneidad interna, puesto que en él conviven distintos grados de desarrollo cultural, económico y de expectativas, y también heterogeneidad externa, porque no es lo mismo hablar del campo en Francia y en España o de las zonas agrícolas de la Baja Andalucía y del Altiplano granadino.

En cuanto a las “mujeres rurales”, mis paisanas también son diversas y heterogéneas. Las nacidas en el pueblo conviven con las venidas de pueblos cercanos, por razones económicas o sentimentales, e incluso con otras mujeres, una minoría, llegadas de países centroeuropeos. Las gitanas comparten presencia con las payas, las católicas practicantes se relacionan con las agnósticas y las evangélicas. Las hay con formación universitaria, pero también con formación de grado medio o elemental. A esta diversidad de origen, etnia y cultura se suman las diferencias económicas: no viven igual las mujeres que están al frente de un negocio propio, en solitario o con la familia, que quienes trabajan a jornal y por temporadas en el campo o quienes son asalariadas en los negocios del sector servicios y agroalimentario del pueblo.

Cualquier persona que observe el desenvolvimiento de la vida cotidiana en este pueblo de la hoya de Guadix verá principalmente mujeres, empleadas en las tiendas de ropa, panaderías, supermercados, guardería, biblioteca, peluquerías, entidades bancarias; por no hablar de la empresa de atención domiciliaria a personas dependientes o del taller de costura de trajes de novia, que surte a una marca de campanillas, donde solo trabajan mujeres, a jornada completa o a media jornada. Sea como sea o donde sea, mis paisanas en edad de desarrollar el llamado “trabajo productivo” trabajan denodadamente por mejorar sus vidas y las de sus familias. Sin embargo, el acceso al empleo es algo que no debe atribuirse al llamado “desarrollo endógeno” ni a las políticas de emprendimiento de los últimos años. Mis paisanas, a principio del siglo XX, trabajaban en la fábrica espartera, desarrollando un trabajo durísimo físicamente, como jornaleras, en el campo, como “sirvientas” y “en lo que pillaban”. Más tarde, a mediados de siglo, sin que desaparecieran los otros empleos, estuchaban azucarillos en la fábrica azucarera, o, ya en los sesenta, enlataban melocotones en la fábrica conservera, antes de que la competencia la hundiera.

Ellas han sido las sostenedoras de la economía familiar en los periodos de crisis: en la emigración de los sesenta, levantando la casa, se decía entonces, para seguir al marido, al padre o a los hermanos, a lugares que ni siquiera sabían situar en el mapa; en los ochenta, cuando se cerró la Azucarera, como consecuencia de la reconversión industrial llevada a cabo por el PSOE, administrando los recursos menguantes y echando jornales; en la última crisis, acogiéndose a cualquier posibilidad de “emprendimiento”, aunque ello supusiera una aventura incierta económicamente y costosa personalmente.

Mujeres migradas, mujeres jornaleras, mujeres empleadas o “emprendedoras”, amas de casa con doble jornada, con escasa colaboración por parte de los varones. Gitanas y payas, jóvenes y viejas, con formación universitaria o elemental, mujeres hacendosas todas, a quienes se ha impuesto la laboriosidad como el rasgo distintivo de las buenas mujeres, en oposición a la ociosidad de las malas mujeres. Mujeres rurales, diversas y plurales, segmentadas para convertirlas en el grupo social de incidencia de las políticas llamadas de “empleabilidad” y “desarrollo local”. Mujeres que deben competir por los escuálidos recursos que se destinan a estas políticas y cargar con la responsabilidad de un posible fracaso.

Y no olvidemos a las mujeres mayores, las  principales víctimas del debilitamiento de las políticas sociales, alejadas de sus hijos y a veces sin familia cercana, limitada su movilidad por el uso de unos servicios públicos – sanitarios y de transporte- que  les permiten abandonar el pueblo rara vez. A nadie se escapa el horizonte de soledad y aislamiento que padecen estas mujeres en su vida cotidiana.

Las veo en su trajín incesante de hormigas laboriosas, cansadas, soportando quizás el peso de un trabajo y una responsabilidad excesivos. Y me pregunto si son felices estas emprendedoras rurales, estas mujeres laboriosas en cuyos hombros se hace recaer la tarea de mantener un “mundo rural” dinámico y “desarrollado”; si les compensa tanto esfuerzo por alcanzar un determinado nivel de consumo, instalándose en un tipo de vida cada vez más alejada del ritmo vital de los procesos naturales.

Pienso que mis paisanas vivirían mejor si hubieran podido decidir cómo y en qué dirección querían transformar sus vidas, teniendo en cuenta los conocimientos tradicionales, las formas de sociabilidad, los ritmos de trabajo y descanso y los deseos y expectativas reales de las gentes de esta comunidad. De este modo, quizás fuera posible una vida mejor para sus familias, que a ellas las extenuara menos y las hiciera más felices, habitando una comunidad alejada del espejismo de ruralidad construido para consumo de quienes vienen de fuera y se lo pueden permitir.