Perdonen que me repita. Hace ya más de un año escribía en este mismo espacio un artículo al que titulé Agorafobia. Por entonces me preguntaba: “¿Cómo vamos a salir de esta situación tan excepcional si nos dan miedo los desconocidos? ¿Cómo vamos a proclamar que no queremos volver a la normalidad (porque la normalidad era el problema) si tememos la cercanía de quien siente el mismo malestar que nosotros? ¿De qué forma nos podemos componer con los otros para formar una multitud dispuesta a crear otra manera de vivir y no sólo otro modo de trabajar y consumir? Es decir, ¿cuáles serán las formas de politización que aparecerán a partir de la pandemia cuando nuestros aliados políticos, nuestros compañeros y compañeras, son también un factor de riesgo o contagio?”
Concluía ese texto con una advertencia para la que, de todos modos, tampoco hacía falta ser demasiado visionario, pues las tendencias hacia la institución de una sociedad de pánico al prójimo mediante las campañas estatales de responsabilización individual ya eran obvias por aquel entonces. Así, me pareció apropiado advertir de que “si no logramos inventar la forma de compatibilizar el cuidado de los demás y de uno mismo con la ocupación alegre del ágora, esa plaza pública donde se reúnen entremezclados propios y extraños, si continuamos, como hasta ahora, alimentando la agorafobia, se abre la terrible posibilidad de que la ‘nueva normalidad’ no sea otra cosa que el comienzo del fin del mundo, porque el mundo, amigas y amigos, no es el planeta Tierra, sino la trama imprevisible de las relaciones humanas.”
Ahora, en octubre de 2021, os escribo desde Italia, el laboratorio político moderno por antonomasia desde los tiempos de Maquiavelo y, por ello, también el único país europeo donde todos los empleados, ya sean públicos o privados, deben mostrar el certificado Covid (aquí denominado green pass) para acceder a su puesto de trabajo. Anteriormente, ya era obligatorio para entrar en institutos y universidades, así como para que te dejasen pasar al interior de cualquier lugar de ocio, es decir, bares, museos, cines o teatros.
Aclaro que estoy orgullosamente vacunado y, por lo tanto, poseo mi green pass que me permite trabajar, estudiar o tomarme una copa con mis amigos. La cuestión es que, al mismo tiempo, observo que, con este pasaporte pandémico, también avanza el fin del mundo. Los grandes medios de comunicación, tras más de un año entregados con pasión a la labor de diseminar el miedo, se han dedicado a demonizar o, lo que es lo mismo en nuestra época, a llamar fascista a cualquiera que se oponga a esta medida. Sin embargo, escribo este artículo precisamente para polemizar con este discurso que, al parecer, busca un consenso espontáneo. Mi posición es más compleja o más incómoda: afirmo que quienes acríticamente repiten estas consignas oficialistas demuestran la misma pereza mental que quienes proclaman que el virus es un complot del Nuevo Orden Mundial o el Big Pharma. Me parecen dos delirios especulares: uno es el reflejo invertido del otro.
El virus existe, el virus mata y las vacunas salvan vidas, pero el pasaporte Covid representa un instrumento escalofriante de control sociopolítico que ―ante unas tasas altísimas de vacunación voluntaria y sabiendo que los vacunados también podemos contagiar― poco tiene que ver con el cuidado sanitario y sí mucho con instaurar la desconfianza y el miedo como base de las relaciones humanas.
Mientras más individualicemos las culpas, menos exigiremos el reparto de la riqueza y se oscurecerá la responsabilidad de gobiernos progresistas y conservadores en la destrucción de los bienes comunes como la sanidad o la educación.
Por otra parte, parece que hubiésemos olvidado que la gran mayoría de la humanidad sigue sin estar vacunada y las patentes siguen sin estar abolidas. De ahí que, a medio y largo plazo, quienes más pagarán las consecuencias del pasaporte Covid serán, por tanto, los migrantes procedentes de ese fin del mundo provocado por 500 años de imperialismo europeo. Esto pasará desapercibido porque el racismo está tan normalizado en nuestras vidas como la respiración. Seamos sinceros: ya deberíamos tener claro que establecer jerarquías entre diversos tipos humanos representa la estructura ósea de nuestros cuerpos políticos.
Si el mes pasado proponía a mis lectores que construir refugios contra la extinción se nos presenta como la gran tarea política del siglo XXI, considero que seguir inventándonos nuevas formas de restringir la libertad de movimiento, la primera y más básica de las libertades, no parece ser, de ningún modo, un camino apropiado para dar una acogida amable a las diferentes formas de vida. Recordemos que la vida, si por algo se caracteriza, es justamente por no parar de moverse.