Paisaje íntimo de la sierra: a propósito de un incendio forestal

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El clarear de las mañanas espoleado por los cantos de los gallos que rivalizan presuntuosos; el tono rosáceo del patio en los atardeceres, embriagadores por el aroma de las flores –de las que se han batido los abejorros en retirada-; el ambiente fresco de las alcobas interiores en la siesta; el cosquilleo de las burbujas que escalan por las piernas en la poza de la aceña; el jadeo de nuestros cuerpos nunca acostumbrados del todo al remonte de las empinadas cuestas; la contemplación del monte tras cualquier esquina del pueblo, donde no es posible el horizonte; la visión del caserío impertérrito desde las laderas del monte que lo abraza; las callejas de piedra vestidas de zarzamoras, que se dejan robar las moras todavía calientes por el calor; el olor acre de los higos que han caído, por maduros, y cuya pulpa ha sido restregada por las pisadas de caminantes descuidados; la hediondez de las zahúrdas donde cochinos desafortunados malviven, ignorantes de la suerte relativa de sus congéneres que corretean por la dehesa; el aroma anisado de las aulagas y el siempre intenso, medicinal, de las jaras; el sabor dulce de las ciruelas templadas que cuelgan tras una tapia cuya historia nos es desconocida; el rumor del oleaje de las copas de pinos viejos, de las encinas, de los castaños, antes de irse a dormir, en el crepúsculo; la subida a San Cristóbal, desde cuyas cimas uno se siente el condotiero de la sierra, al mismo tiempo que comprende su condición humilde ante la fuerza serena de los montes; el polvo de los caminos abrigando los pies, y el lavártelos, con agua fría del monte en la fuente de abajo; la pila del templo-mezquita que corona el pueblo y su reír sempiterno; la tumba excavada en la roca, último testigo de las muchas que, según la moderna arqueología, descansan bajo la solería del actual monumento; el humilde ábside de la iglesia leonesa más meridional que podremos encontrar en nuestra tierra, todo lo cual nos permite regocijarnos en la ensoñación de tiempos pasados, lejanos, acaso adivinados en algún lugar palpitante de nuestra imaginación…

Es éste, el de Almonaster la Real, límite noroccidental de la Sierra de Aracena, el rincón en el que busco refugio cada verano, huyendo de determinados tráficos inhumanos del estío, ese episodio contemporáneo de incivilidad. Todo este paisaje interior fue violentamente puesto en jaque el pasado viernes, 23 de agosto, por mor de un fuego declarado en el cénit de la tarde en el Cerro Gordo, en cuyas faldas descansa una de las laderas del pueblo. Tan próximo estaba el foco inicial del fuego, que los habitantes fueron inmediatamente evacuados a la vecina localidad de Cortegana. Los ritmos lentos, acompasados, agostados de las tardes de verano se vieron repentinamente sacudidos por la contingencia del fuego –se trata de un territorio forestal vivo, cuidado y no hay indicio alguno de que fuese provocado, aunque sí ha podido haber negligencia, atrevimiento o inconsciencia-. El miedo por anticipación, el vértigo,  se adueñó la tarde, pellizcándola donde más duele. Pero el incendio fue, primero, controlado y, después, apagado, tras un día completo de trabajo, en una muestra de eficacia admirable de una de las cosas que parecen funcionar bien en nuestro país: esa red de instalaciones, artefactos y personas que constituye el Plan Infoca en Andalucía.

Ahora queda la recuperación: la senda negra y caliente del fuego que ha calcinado 55 hectáreas de encinas, alcornoques y monte bajo, que el monte recupere su halo vital, después de la asfixia del fuego, que aún se percibe por su olor y el silencio que exhala. El ganado pudo refugiarse sin intervención humana y el ritmo lento de la vida de la dehesa tendrá que ir abriéndose paso nuevamente. Deseamos, con esperanza, poder contemplar la encina centenaria del cerro de San Cristóbal, que nos acogerá en su sombra, hozada por los jabalíes que acuden por el dulzor de su fruto; habrá que esperar a que la sucesión de veranos implacables y amables inviernos vuelva a tapizar el monte, y los lagartos podrán refugiarse púdicamente de nuevo. El lugareño seguirá renombrando, humanizándolos, sus caminos, callejas, huertas, caseríos, fincas, arroyos y barrancos, mientras que el visitante podrá continuar sintiéndose fascinado por lo que considera agreste y no civilizado. Volverán las riñas por el agua –cuando el año es seco- a la que todos los vecinos con huertas tienen derecho. Porque uno de los tesoros de esta tierra son las huellas del uso comunal del agua, que corriente desde fuentes, nacimientos, arroyos y manantiales es puesta a disposición pública, mediante sistemas de reparto basados en el derecho común y la costumbre, permitiendo el acceso a lievas para los riegos y a fuentes para los usos domésticos –hoy, sobre todo, recreacionales-. Lavaderos, fuentes, acequias, aceñas… son los escenarios de este discurrir del agua, que ayudará a la reforestación.

De nuevo, podremos disfrutar del esplendor estival de frutales, higueras, pinos, castaños o chopos, antesala del otoño de fecundas encinas y dispendiosos alcornoques y olivos. Para el invierno, si echamos la vista sobre la superficie, veremos como la vida se aferra a rocas y troncos: un tapete verde, minimalista sí, pero que no deja de ser vida; la misma que florece y dibuja el campo a partir de abril y mayo, para ennoblecer las fiestas. Todo esto será después de la sucesión de albas y atardeceres en la dehesa y el pueblo, todo irá de la mano de la continuación infatigable de tareas para la convivencia con los distintos ganados de la dehesa, y toda esta sinfonía de contingencias volverá a ajustarse para el disfrute de los urbanitas, pero sobre todo para la vida de los vecinos.