Razón de mercado es razón de Estado

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A finales del siglo XVIII, el Estado español, dentro de las coordenadas de las políticas del Despotismo Ilustrado, prohíbe procesionar de noche a todas aquellas cofradías que venían haciéndolo en la madrugada del Jueves al Viernes Santo; igualmente quedan prohibidas las procesiones de disciplinantes, empalados y otros espectáculos que pudieran servir a la indevoción y al desorden en las procesiones de Semana Santa, Cruces de Mayo, etc… Se exige a los procesionantes y flagelantes lo que dos siglos antes había sido norma y certificación de cristiandad vieja, que se elijan otros medios más racionales, secretos y menos expresivos para demostrar devoción.

Se trataba, en suma, de suplantar las formas vacías -producto del miedo-, el fetichismo y la ignorancia, que habían sido promocionadas por el Concilio de Trento, por otras basadas en el fetichismo de la ciencia, la razón y, sobre todo, la productividad; pues no hay que olvidar que el exceso de ceremonias religiosas entraba en contradicción con las primeras reglamentaciones horarias del tiempo de trabajo, dictadas a finales del siglo XVIII, hasta el punto de que numerosos gobiernos europeos, presionados por los capitalistas, comenzaron a impedir a los oficiales artesanos las ausencias del trabajo por acudir a peregrinajes y procesiones, muchas de las cuales además, como hemos dicho, fueron prohibidas ya que “echaban a perder a los creyentes las horas que debían a su casa y a su patria”. La religión llevaba su tiempo, un tiempo que para el capital era precioso, y para el que instauraría la dictadura del reloj.  

El médico y eclesiástico J. Townsend, que visita España entre 1786 y 1787 se queja en sus cartas de que “si se llevan las horas de ociosidad, se verá que no queda más de un tercio, y tal vez incluso más de un cuarto para el trabajo”. J. Manso, en su “Estado de las fábricas, comercio, industria y agricultura en las montañas de Santander durante el siglo XVIII”, hace hablar a nuestros propios ilustrados para corroborar las palabras del viajero inglés “de los trescientos sesenta y cinco días del año, apenas quedan ciento cuarenta útiles”. En “Costumbres en común”, es el historiador E. P. Thompson quien recoge otra práctica institucionalizada en toda Europa: El “San Lunes”, día de asueto que el cuerpo demandaba para recuperarse de los excesos del alcohol durante el fin de semana. “San Lunes era venerado casi universalmente dondequiera que existieran industrias de pequeña escala, domésticas y a domicilio”.

A medida que se imponen las restricciones a un pueblo que celebra la vida religiosa a través del convite, el baile, el cante, el rezo y en definitiva en la fiesta diversificada en las veladas, funciones, romerías, peregrinaciones y procesiones, se proletariza su existencia cada vez más marcada por las exigencias del mercado laboral y no por los ciclos festivos que se van a ir viendo adelgazados en su duración o directamente suprimidos del calendario al mismo tiempo que, como hemos visto, desde las instituciones se abogaba por un puritanismo popular destinado a alejar a la población de las juergas, el alcohol y la fiesta. Bajo el capitalismo, la religión tendrá que resignarse a dejar de ser un acontecimiento público, un ritual colectivo, para convertirse en un asunto íntimo y personal, es decir, enteramente privado y, desde luego, mucho más rentable para el capital que un calendario jalonado por fiestas y resacas aunque sean en honor del santo patrón.

La batalla por imponer a hierro y fuego el fetichismo de la ciencia, la razón y, sobre todo, de la productividad, no había hecho, a finales del siglo XVIII, más que comenzar, pero su victoria será tan aplastante como definitiva y abarcará, finalmente, los ansiados territorios no sólo de los cuerpos sino también de las almas.

Hasta tal punto esto es así que, casi dos siglos después, a la luz del acuerdo del Consejo Nacional de Colonización de 12 de enero de 1967, podemos considerar esta colosal obra terminada, inclusive al extremo de que ahora es el Estado el que tiene que poner coto a la fiebre racionalista que había penetrado incluso en el estamento eclesiástico. Así, mientras con carácter de donación se ceden a las respectivas parroquias del Obispado de Badajoz los edificios -iglesia, casa rectoral, local de Acción Católica y huerto-, el Estado se reserva la propiedad de pinturas e imágenes para preservar así un patrimonio artístico en peligro a causa del efervescente espíritu iconoclasta derivado del Concilio Vaticano II.