Campos de sangre en la Andalucía del siglo XXI

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Foto de Teresa Palomo.

El martes pasado nos volvimos a despertar con una lamentable noticia que desgraciadamente en los últimos años se viene repitiendo: “Dos centenares de personas se quedan sin techo en Huelva tras el incendio de un asentamiento chabolista”. El incendio ha tenido lugar en Palos, en el mismo lugar en el que un joven inmigrante de 23 años perdió la vida en diciembre pasado por un suceso semejante. En 2019 se registraron en estos asentamientos 19 incendios similares a este.

En los años 80 del siglo pasado, Antonio Gala publicó en la prensa un artículo desgarrador sobre la situación de los campos andaluces al que tituló Campo de sangre. Era un grito de indignación contra unos dirigentes que habían traicionado a quienes los eligieron; políticos que habían dado la espalda a un pueblo, una de cuyas reivindicaciones históricas seguía siendo resolver “la cuestión agraria”. Cerrada la espita de la emigración cuando convino a los mismos intereses que la habían abierto, el medio rural andaluz volvía a atravesar, desde mediados de los 70, una dramática situación social que llevaba a Gala a rememorar cómo “la tierra con las mejores condiciones agrícolas” daba a sus hijos “ceniza y amargura como alimento”, y a preguntarse “¿quién puede darme explicación de esta verdad atroz que, cuando la medito, me ensangrienta la paz y los papeles?”.

Hoy, cuarenta años después de aquella traición, reproducida y ampliada en tantos ámbitos por sucesivos gobiernos “progresistas”, en los campos andaluces continúan viviéndose situaciones sociales que en aquellos tiempos nos hubieran sido difíciles de imaginar. Una de esas “verdades atroces”, la de los asentamientos de chabolas de inmigrantes en Huelva sería más que suficiente para cuestionar en su totalidad ese “orden” establecido, incapaz de resolver los problemas que genera, y que se sostiene cada vez en mayor medida en una única razón: la de convertir el dinero en más dinero. Una razón que, como nos advertía José Saramago en su discurso al recoger el Nobel, “utilizamos perversamente cuando humillamos la vida”.

Hoy son ya más de cuarenta los asentamientos de chabolas, localizados en los municipios de Palos, Moguer, Lucena, Mazagón, Lepe y Cartaya- y en los que, sobre todo durante la campaña agrícola, miles de personas se refugian, abandonados a la miseria. Descampados donde se arman habitáculos con la basura que genera la agricultura intensiva, -palés, cartones y plásticos ya inservibles en los invernaderos-, sin puntos de agua, sin electricidad, sin recogida de basura, con zanjas como letrinas, en el mejor de los casos. Condiciones “simplemente inhumanas”, según el relator sobre extrema pobreza y derechos humanos de la ONU, que tras su visita en septiembre de 2019 afirmó que “las autoridades hacen la vista gorda con las condiciones de los jornaleros inmigrantes” que “viven como animales”. Una vulneración total de los derechos humanos a la que no sólo no se ha buscado una solución ante esa y otras muchas denuncias, sino que en estos días el confinamiento ha venido a agravar.

Conviene recordar que estas personas vienen de países y pueblos en los que la extracción y apropiación de riqueza desde el capital global localizado en el Norte supone la destrucción masiva de los medios de vida de estos pueblos. Vienen desde el Sur huyendo y expulsados por formas de hacer dinero que con frecuencia y eufemísticamente desde el Norte se etiquetan como “ayuda al desarrollo” cuando en realidad son nuevas formas de colonización y de conquista.

Esta “zona de sacrificio” dentro del modelo de agricultura intensiva onubense no ha parado de extenderse desde hace más de dos décadas con la connivencia de todas las administraciones y de todos los poderes fácticos, convirtiéndose en una pieza más de su funcionamiento. Una fuente de suministro de fuerza de trabajo que rebaja las condiciones y los costes de esta “mercancía” en la zona. Elemento esencial para que el capital global que controla la cadena alimentaria pueda satisfacer la “necesidad” de apropiarse de renta y riqueza que tienen sus inversores; sin tener que reparar en los costes sociales o ambientales que el modelo genera. No cabe más servidumbre.

Foto de Teresa Palomo.

Ante esta ignominia, desde el sistema político la preocupación se centra en que el modelo pueda seguir funcionando. Así lo ha expresado el Gobierno central con el reciente Decreto del 7 de abril de 2020 por el que, ante la imposibilidad de contar esta campaña con los contingentes de inmigrantes contratados en origen -mujeres en grandísima medida-, se trata de garantizar los requerimientos de fuerza de trabajo “mediante medidas extraordinarias de flexibilización y empleo para que la cadena pueda seguir funcionando”.

Frente a esta auténtica barbarie que hoy supone el mantenimiento de estos asentamientos ¿Esa es la atención que se está dispuesto a prestar desde la política? ¿Puede seguir siendo de recibo ese desentenderse de todas las administraciones ante la urgencia de un plan para terminar con esta pesadilla que padecen tantas personas? ¿hasta cuándo se puede seguir tolerando lo intolerable?

Las palabras con las que Antonio Gala hace más de cuatro décadas terminaba su artículo continúan hoy teniendo plena actualidad. “Algo hay que hacer definitivamente” “Hacéldama, que quiere decir campo de sangre, se llamó al sitio donde se ahorcó Judas”. “Que sobre el campo de sangre de Andalucía se ahorquen las traiciones” porque si nadie se conmueve ante un desgarro como éste, “entonces, bueno será que pase lo que tenga que pasar y que caiga quien tenga que caer”.