Los académicos de la RAE no leen a Bourdieu

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En 2018, Carmen Calvo solicitó a la Real Academia Española de la Lengua (RAE) un “Informe sobre el buen uso del lenguaje inclusivo en nuestra Carta Magna”. Los académicos se han tomado su tiempo para responder al requerimiento; por fin, el pasado enero han dicho que consideran “correcta”, lingüísticamente hablando, la redacción de la Constitución, por lo que no aconsejan cambios aunque sí alguna modificación.

Dicha respuesta podía haberla intuido la ministra, dado que, ya en 2006 desde Andalucía se hizo la misma pregunta, en referencia al Estatuto de Autonomía, y se contestó que no se veía la necesidad de utilizar el lenguaje inclusivo.

La actual respuesta indica que, en general, los académicos y las, escasas, académicas se remiten, con respecto al lenguaje inclusivo, a la llamada “doctrina Bosque”,  androcentrada, mantenedora de la invisibilidad femenina y defensora a ultranza del uso del masculino como genérico. (Ignacio Bosque publicó en 2012 un informe, “Sexismo lingüístico e invisibilidad de la mujer”, que fija la posición de la RAE desde entonces, y donde se refiere al masculino como un uso “no marcado”).

No es baladí que una de las pocas modificaciones que se proponen en la contestación a Carmen Calvo sea que, donde aparece la referencia al jefe del estado como “rey”, se indique también “reina”, o se añada “princesa” donde aparece solo “príncipe”, con lo que sus señorías, además de su androcentrismo, revelan también su clasismo.

Esta propuesta de modificación viene a poner de manifiesto que, una vez más, cuando al poder le interesa, bien que nombra en masculino y femenino. Hay ejemplos a lo largo de la historia. ¿Qué sentido puede tener que Urraca I de León, en el inicio del siglo XII, cuando entregaba una población a un beneficiario indicara que la entregaba “… con los hombres y las mujeres…”? ¿Por qué Isabel I de Castilla, en el edicto de expulsión del pueblo judío (Granada, 31 de marzo de 1492), indica expresamente que deben abandonar el reino “los judíos e judías”, “sus hijos e hijas…”? No creo que la reina que firmaba como “Urracca Rex”, porque suyo era el poder y si lo hubiera hecho como “reina”, se hubiera considerado consorte y no detentadora del mismo, o Isabel la Católica hicieran esta distinción como concesión al lenguaje inclusivo; como tampoco creo que ambos personajes fueran dos feministas radicales, es lógico pensar que temían, si no nombraban a las mujeres, que estas no estuvieran incluidas en el grupo de “los expulsados” o “los entregados”. Lo dicho: cuando al poder le interesa, bien que discrimina y nombra. Luego, volviendo la afirmación del revés, si no se nombra a las mujeres, será porque al poder no le resulta útil o necesario. Por ello precisamente tampoco es baladí que se siga hablando de los “padres de la Constitución” que nació, al parecer, huérfana de madres.

Además, la pertinaz actuación de la Academia en relación al lenguaje inclusivo indica que no es verdadera la afirmación de que ellos solo recogen lo que el uso ya le ha dado carta de naturaleza. Pues no, con el lenguaje inclusivo no parten peras con nadie y se les nota, y mucho, su interés por resultar normativos, por lo que hay que considerarlos, antes que condescendientes notarios, policías del lenguaje, que se permiten la broma de justificar los usos desdoblados, incluso en la literatura clásica en lengua castellana, como recursos para evitar la ambigüedad. Si esto fuera así, ¿se me podría explicar qué ambigüedad se está evitando cuando en el “Cantar de Mío Cid” se dice “éxienlo ver mugieres e uarones, burgeses e burgesas por las finestras sone”?

Por otra parte, el androcentrismo por el que se guían los señores y las, escasas,  señoras académicas no reside solo en la defensa a ultranza del masculino genérico como inclusivo, por universal, y referente de la corrección lingüística. Respecto a la aceptación de términos en femenino que nombran profesiones tradicionalmente ejercidas por varones, como arquitecta, jueza, médica o abogada, estas se incluyeron por fin en la edición del Diccionario de 2014, a pesar de la demanda y la realidad social existente; sin embargo, el término “modisto” fue incluido en el Diccionario en 1984, sin que existiera esa demanda, ni la realidad a la que aludía fuera cuantitativamente significativa; pero, claro, se trataba de darle brillo a una profesión que tradicionalmente habían ejercido las mujeres, modistas,  y que, precisamente por ello, carecía del esplendor que tiene el término “modisto”.

El señor Bosque fue más allá en su informe; tras afirmar que las decisiones sobre el lenguaje inclusivo no se deben tomar sin el concurso de los “profesionales del lenguaje”, se preguntaba “… qué autoridad (profesional, científica, social, política, administrativa) poseen las personas que tan escrupulosamente dictaminan la presencia de sexismo en tales expresiones y con ello en quienes las emplean”. En definitiva, que quiénes somos las mujeres para decir que nos molestan ciertos usos y significados, y menos para hacer que se cambien…

Décadas, muchas décadas deberán pasar hasta que los académicos y las, escasas,  académicas que ocupan los sillones comprendan que lo que hay detrás de este debate/combate no es la corrección gramatical, la adecuación lingüística o la competencia del las y los hablantes. En realidad, tras este rifirrafe por el lenguaje inclusivo, estamos hablando de las relaciones de poder y dominación que atraviesan, también, y se reflejan en el lenguaje. Y, en concreto, hablamos de terminar con la situación de privilegio y dominio masculino, ese que, según Bourdieu, “…está suficientemente bien asegurado como para no requerir justificación; puede limitarse a ser y a manifestarse en costumbres y discursos que enuncian el ser conforme a la evidencia, contribuyendo así a ajustar los dichos con los hechos”.

Justamente porque cuestionamos y contestamos la dominación masculina, queremos que los dichos se ajusten a los hechos. Por ello, entendemos la actitud beligerante y conservadora de instituciones como la RAE como justificaciones para el mantenimiento del statu quo, como resistencias a que su cosmos sufra alteración alguna, dado que, como dice Julian Huxley, “los cambios en el lenguaje pueden transformar nuestra apreciación del cosmos”, algo que hasta los propios académicos comparten, cuando en el Preámbulo de la 21ª edición del Diccionario se dice que la lengua es “un instrumento expresivo y conformador de una misma visión del mundo y de la vida”.

Y es que la lengua que hablamos nos habla y nos construye. Por eso debemos reivindicar una lengua libre y liberadora, como dice Yadira Calvo (cuyo trabajo “De mujeres, palabras y alfileres” recomiendo), una lengua que lejos de ser la lengua del imperio (Nebrija), la lengua del estado nación (RAE), la lengua del poder, nos sirva para armar el contrapoder, para armar el pensamiento sobre nosotras mismas y contar nuestra y otra historia.

A las mujeres, a los grupos subalternos, a quienes transitan la exclusión y la marginalidad no nos interesa tanto cómo hablamos, si lo hacemos bien o mal, cuanto cómo se habla de nosotras y cómo se nos habla.

Desde esta perspectiva, las reglas gramaticales, los usos normativos y la corrección lingüística son meros elementos anecdóticos, aunque significativos; resistencias de instituciones caducas para tratar de conservar su cuota de poder simbólico. Resulta grotesco el cacareo de estos sesudos varones, y escasas mujeres, tan grotesco como su lema (”Limpia, fija y da esplendor”). Al menos por razones de mercadotecnia, deberían renovarlo y, ya que tienen poderosos y adinerados patronos, buscar otro que se parezca menos al eslogan publicitario de un estropajo.