Viene hablándose mucho del giro a la derecha de Andalucía. En lo que sigue voy a desarrollar algunas hipótesis a partir de los datos e informaciones que he ido siguiendo, no solo a raíz de las últimas elecciones, sino desde hace algo más de tiempo. Por lo tanto, estas notas no deben tomarse como una serie de afirmaciones tajantes, sino más bien como posibles interpretaciones de lo que está ocurriendo y que se prestan a la crítica y la discusión.
El primer punto para cuestionar sería la derechización de Andalucía en sí misma. Desde que existe la Junta de Andalucía hasta hace unos pocos años el PSOE gobernó de manera continuada, contribuyendo además de manera decisiva a los gobiernos de este partido a nivel estatal. Creo que es inútil a estas alturas ponerse a discutir si el PSOE como institución y aparato es de izquierdas o de derechas. No me cabe duda de que un examen objetivo de su práctica política lo situaría como un partido fundamentalmente liberal. No obstante, también es cierto que en Andalucía la afinidad a este parido para el ciudadano medio ha significado, si no ser de izquierdas, al menos no ser de derechas. Otro elemento sociológico relevante es que el voto útil de izquierda ha tendido a ir hacia el PSOE y ha habido una transmisión frecuente de votos entre IU y el PSOE del típico votante “sociológicamente de izquierdas”. De hecho, la hegemonía de cuarenta años del PSOE en Andalucía se cimentó en absorber este tipo de voto.
En los regímenes liberales, la hegemonía en un territorio de la derecha o de la izquierda (entendida de una manera laxa si se quiere) tiene sus claves en la lealtad y la reproducción ideológica. Es decir, las personas mantienen los parámetros fundamentales de su ideología política en el tiempo y además la reproducen en su seno familiar o en su comunidad (lo que generalmente se plasma en el voto). Durante casi todo el siglo XX en Europa occidental ha habido una reproducción del voto de izquierda dentro de los hogares y comunidades de clase trabajadora. Andalucía, como territorio relativamente pobre, puede enmarcarse en esa tendencia y la distribución del voto al interior de sus comarcas y ciudades también ha coincidido con este patrón.
La lealtad política se crea en contextos determinados, acontecimientos y procesos políticos que generan experiencias muy intensas, condicionando la percepción de la política de individuos y colectivos amplios. La hegemonía de la izquierda en Andalucía de la que recién hablamos tiene su origen en el proceso de la Transición de la dictadura a la democracia liberal. Se basa en gran medida en las comunidades rurales proletarizadas, algo más bien excepcional en Europa occidental, y en los vastos sectores de clases trabajadoras y medias urbanas. Aunque, al contrario que en la mayor parte de Europa occidental, se ha tendido a oponer una cultura rural de izquierda frente a un conservadurismo urbano, los barrios populares (otro concepto complejo) de las grandes ciudades andaluzas han sido (siguen siendo de manera disminuida) caladeros de la izquierda. El logro del PSOE fue hegemonizar este voto absorbiendo por el camino los partidos a su izquierda y el andalucismo.
El voto del PSOE es el que sigue aproximándose a un perfil de clase popular o trabajadora. Al mismo tiempo viene siendo un voto que envejece a pasos agigantados. Esto parece indicar que la reproducción está fallando. El votante sigue siendo fiel, pero es cada vez más viejo y podría estar reduciendo su base por una simple cuestión de mortalidad. ¿Por qué falla la reproducción del voto en la izquierda y no en la derecha? Podríamos barajar que los procesos de modernización y urbanización en Andalucía, atravesando flujos migratorios del campo a la ciudad y hacia otros territorios hacen que la vida de las nuevas generaciones difiera mucho de la de su padres y abuelos. La vida de las clases populares ha cambiado radicalmente en los últimos cuarenta años. Las nuevas generaciones en este tipo de espacios, que han sido tradicionalmente los caladeros de la izquierda, ya no se identifican con los valores y la visión de la política de las generaciones anteriores.
La cuestión campo-ciudad es relevante en este punto. Los cambios han sido incluso más intensos en la sociedad rural. Los procesos migratorios, la transformación del sistema productivo, el cambio cultural, etcétera. Las comunidades de proletariado rural han podido reducir su importancia y, sobre todo, han cambiado. Esto tiene que ver con la entrada de jornaleros inmigrantes, a los que no se les permite la participación política y que, forzosamente, tendrán sus propias tradiciones ideológicas que difieren de los locales. Pero también es el resultado de los cambios productivos, la pérdida de peso del empleo agrícola fuera de ciertos enclaves, el boom de la construcción y la hostelería con la movilidad laboral que implica, etcétera. Hay quien ha hablado de una normalización del mundo rural en Andalucía, para referir una convergencia con el resto del Estado español respecto de su rol conservador e incluso de su despoblamiento. Una terrible normalización, cabría que decir. Los enclaves más fuertemente ideologizados del mundo rural siguen subsistiendo, lo que se refleja en el mapa del voto en no pocos municipios de sierra y presierra. Pero son cada vez menos y cada vez por menos.
Viendo lo que ha sucedido en la última década en Reino Unido y Francia no es de extrañar que se valore la posibilidad de que la extrema derecha empiece a capturar el voto más popular. No obstante, por el momento, esto sigue sin suceder. La ultraderecha sigue siendo una fracción radicalizada de la derecha tradicional. El problema por ahora no es que la clase trabajadora o los hogares andaluces más pobres hayan pasado a votar a la derecha. El problema es que tampoco le votan a la izquierda. El voto de las comunidades más pobres, como se ha repetido y es bien conocido, es la base de las enormes tasas de abstención en Andalucía. En la encuesta preelectoral del CIS, en cuanto a nivel de estudios (un indicador del estatus y proxy del nivel de renta), los partidos más elitizados eran las dos coaliciones a la izquierda del PSOE, lo que coincide con una tendencia que viene al menos de las dos últimas décadas. Sin embargo, cuando se preguntaba por la autoadscripción de clase, los potenciales votantes de estos mismos partidos era los que se ubicaban en las clases más bajas. Es decir, podemos tener un montón de profesores de universidad que se consideran de clase trabajadora (en tanto que asalariados) y un montón de limpiadoras, peones de la construcción y agrícolas y camareros y camareras (oficios más frecuentes en la región) que se consideran de clase media.
Por otro lado, la cuestión de género parece ser más importante dentro de la derecha que de la izquierda. El partido más masculinizado es Vox y el más feminizado el PP (encuesta preelectoral del CIS). Esto tiene que ver con un voto ideológico de militancia machista en Vox, que ha servido a este partido para llegar hasta donde ha llegado pero que también le va a resultar un factor limitante, en la medida en que empuja el voto conservador femenino y/o mínimamente razonable al PP. En el lado contrario, por ahora no parece haber una contrapartida de un mayor voto femenino en los partidos a la izquierda del PSOE, que siguen relativamente masculinizados, a pesar de su discurso y de la visibilidad de los cuadros políticos femeninos. En el resto del arco político los partidos más feminizados son los más envejecidos y viceversa. Esto parece seguir una lógica estrictamente demográfica por el momento. La población joven está relativamente masculinizada y la envejecida feminizada por la sobremortalidad masculina.
Al contrario de lo que algunas críticas dicen de los partidos de izquierda, no creo que el problema sea que estos no interpelan a las clases trabajadoras. Los partidos de izquierda sí que intenta interpelar a la clase trabajadora, igual que a las mujeres o los inmigrantes. El problema fundamental es que esta interpelación no es respondida por las nuevas generaciones. ¿Por qué sucede esto? Mi tesis sería, en primer lugar, que las transformaciones sociales de los últimos cuarenta años han afectado en mayor medida a las bases de la izquierda y a la clase trabajadora en general, interrumpiendo la reproducción política que suele darse en los hogares. Podemos interpretar esto como efecto de la alienación y la ideología dominante, el triunfo de la ideología de la clase media y toda una serie de procesos que han afectado a la clase trabajadora desde las últimas décadas del siglo XX y que han sido bien estudiados. En cualquier caso, es evidente que las nuevas generaciones de clase popular no se identifican con la vieja retórica izquierdista, pero tampoco con la retórica más nueva y posmoderna. Una diferencia clave con lo que haya podido suceder en el pasado, o en la actualidad con otros grupos y perfiles, es que no ha habido acontecimientos o procesos políticos que hayan generado una politización en este sector de la población, produciendo nuevos códigos y lealtades. El 15M, que sí sería un acontecimiento de este tipo, continuando con una tendencia en los movimientos de protesta que se remonta al menos a la década de 1990, interpeló fundamentalmente a grupos de clase media. Con esto me refiero fundamentalmente a comunidades urbanas, universitarios o con niveles de formación altos, que tienden a ejercer labores técnicas o profesionales y con planteamientos ideológicos progresistas. En este contexto, creo que a una parte importante de la población que se mueve entre la precariedad y el trabajo manual, en pueblos y barrios lejanos al centro, la izquierda le resulta antipática, principalmente porque la asocian a una exhibición de superioridad moral y cultural por parte de estas clases medias urbanas progresistas. El salto cultural y la desconexión de la izquierda con la cultura popular también es clave. La izquierda intelectual siempre ha sido antipopular en tanto que cosmopolita y racionalista. De hecho, el elitismo es el mayor lastre que tiene en la actualidad la izquierda siendo la gran baza de la ultraderecha.
Las cosmovisiones reaccionarias recientes en Andalucía se han conformado a partir del rechazo a los procesos propios del independentismo catalán y del feminismo. El segundo es un hecho generalizable al conjunto del Estado. El primero puede ser especialmente importante en el caso andaluz, donde el significado de la nación catalana es problemático por los roles productivos antagónicos que han ocupado, y que ubican Andalucía en una posición subordinada simbólica y materialmente. Esto ha permitido la politización de nuevas generaciones reaccionarias que se han fraguado una visión política del mundo desde esos procesos. Este nacionalismo y machismo militante ofrece un campo interclasista con el cual la ultraderecha puede establecer comunicación con estratos sociales menos favorecidos, aunque todavía no lo haya hecho de manera masiva.
Esta situación, que no es buena, no se soluciona de un día para otro. Más que la derechización de Andalucía debería preocuparnos la tendencia a la pauperización de la izquierda, que no empezó ayer. Aunque no nos pareciera problemático que las bases de la izquierda sean grupo relativamente privilegiado (sin negar que haya también mucha precariedad en este ámbito), un problema evidente es el hecho de que se trata de un grupo con un peso demográfico limitado en Andalucía, aún más en la medida en que también existe una clase media profesional urbana muy conservadora e incluso reaccionaria. La movilización de esas comunidades andaluzas empobrecidas que están completamente despolitizadas parece complicada en la actualidad, pero debería ser el principal objetivo estratégico de la izquierda. En cualquier caso, no se puede seguir confiando en los errores del enemigo.