Todo lo sólido se desvanece en el aire

1129

Hace 6 años murió el escritor y filósofo marxista estadounidense Marshall Berman. Su libro «Todo lo sólido se desvanece en el aire» es difícil que alguna vez se olvide. Este artículo nace del recuerdo de esa gratificante lectura y, evocado por ella, termina comentando algunos prejuicios de la izquierda española actual que recapitula en su evanescencia política la propia evanecescencia del mundo contemporáneo.

“Todo lo sólido se desvanece en el aire. La experiencia de la modernidad” comienza así:

“Hay una forma de experiencia vital, la experiencia del tiempo y el espacio, de uno mismo y de los demás, de las posibilidades y los peligros de la vida, que comparten los hombres y mujeres de todo el mundo de hoy. Llamaré a este conjunto de experiencias la ‘modernidad’. Ser modernos es encontrarnos en un entorno que nos promete aventuras, poder, alegría, crecimiento, transformación de nosotros y del mundo y que, al mismo tiempo, amenaza con destruir todo lo que tenemos, todo lo que sabemos, todo lo que somos. Los entornos y las experiencias modernos atraviesan todas las fronteras de la geografía y la etnia, de la clase y la nacionalidad, de la religión y la ideología: se puede decir que en este sentido la modernidad une a toda la humanidad. Pero es una unidad paradójica, la unidad de la desunión: nos arroja a todos en una vorágine de perpetua desintegración y renovación, de lucha y contradicción, de ambigüedad y angustia. Ser modernos es formar parte de un universo en el que, como dijo Marx, ‘todo lo sólido se desvanece en el aire’.”

En nuestras décadas más recientes, la globalización ha sido un proceso historico-político que puede inscribirse en esta descripción de la modernidad, pero, sin embargo, a la vez se ha catalogado como un fenómeno contemporáneo y reciente. Pero, la mundialización ha estado asociada al desarrollo del capitalismo y de la modernidad desde sus orígenes. La mundialización ha sido la expresión de la expansión capitalista a través de la producción y de la reconfiguración política del espacio y el tiempo. La incesante innovación y los procesos llamados de destrucción creativa inscritos en el ADN trepidante del capitalismo transfiguraron el espacio y el tiempo en el que transcurre la vida de los seres humanos. Categorías como mercados, jornadas laborales, fronteras, métricas, relojes, urbes, desiertos, turnos de trabajo, acortamiento de los viajes… ilustran esto que decimos. En 1978, Mobil Oil sacó un anuncio: «Autodestrucción innovadora!…” una precisa formulación del espíritu fáustico que palpita como fantasma interior en este frenesí de transformaciones, destrucciones y reconfiguraciones que trajo consigo el capitalismo.

Marx ilustraba esta autodestrucción innovadora del capitalismo con la figura del “l mago que ya no es capaz de dominar las potencias infernales que ha desencadenado con sus conjuros». La burguesía, continuaban Marx y Engels en El Manifiesto Comunista, no sólo “ha pisoteado las relaciones feudales, patriarcales e idílicas. Todas las ligaduras multicolores que unían al hombre feudal a sus superiores naturales las ha quebrantado sin piedad para no dejar subsistir otro vínculo entre hombre y hombre que el frío interés, el duro pago al contado. Ha ahogado el éxtasis religioso, el entusiasmo caballeresco, el sentimentalismo del pequeño burgués en las aguas heladas del cálculo egoísta”. El capitalismo además exhibió su “vorágine de destrucción y renovación” en su capacidad para devastar los recursos y entornos naturales, para arrasar, mediante el colonialismo y el imperialismo, con culturas nacionales y tradiciones ancestrales, desintegando vínculos históricos, dysneylizando, como vemos hoy día, los entornos históricos de las ciudades y colapsando los ecosistemas a base de una economía carbonizada e insosteniblemente depredadora.

La racionalidad instrumental y tecnológica de la modernidad capitalista no sólo engendró monstruos (el colonialismo, el imperialismo, el fascismo) y su intensa pulsión disolvente no sólamente desencajó de quicio culturas y tradiciones, transformó el espacio y el tiempo, espectacularizó el mundo y la realidad y desgarró las certezas y los mitos… además, ha desencuadernado las experiencias psicológicas y la subjetividad humana.

La modernidad capitalista ha transformado la imagen de sí que tenían las personas y sus relaciones consigo mismo y con los demás. Como consecuencia, los hombres y mujeres contemporáneos se viven atrapados en ansiedades confusionales fruto de un mundo en permanente incertidumbre, desintegración, vorágine de cambios y evanescencia. La subjetividad (pos)moderna es la del desarraigo, el consumo compulsivo, el ensimismamiento y la desnudez social (quizás, por ello, la profusión de toda la cháchara compensatoria del “budismo occidental” (Zizék) sobre “ser uno mismo”, “crecimiento personal”, “autodesarrollo”, etc.). El mundo capitalista neoliberal imprime desrealización a la vida social y desvitalización y desesperanza espiritual, sumiendo a las mujeres y los hombres contemporáneos en la incapacidad para “considerar sus condiciones de existencia y sus relaciones recíprocas” (Marx). El “frío interés” y el “cálculo egoísta” abatieron las ilusiones religiosas y políticas y encerraron a las sociedades en un presente continuo de sujetos consumidores, electores cada 4 años y espectadores impotentes de conmociones en un mundo volátil sin puntos de referencia morales y humanistas.

Y llegamos, entonces, a la pregunta central que me suscita este recuerdo del libro de Marsahll Berman: ante este mundo vaporoso y colátil, creador de desarraigos y subjetividades desnudas, desculturizadas y desconectadas, ¿qué dice mucha de nuestra izquierda evanescente? Que las banderas, los símbolos colectivos, las “fronteras”, los sentimientos de identidad, los lazos locales y nacionales y los reclamos de soberanía política bajo sentimientos de patriotismo y comunidad son atavismos, egoísmos burgueses y supremacismos etnicistas. Lo proclama una izquierda actual desorientada y con la risa bobalicona resultado de la estupida superioridad moral que da el dejarse colonizar por el cosmopolitismo neoliberal (destructor de fronteras y soberanìas nacionales para la libre circulación del capital y edificador de muros y alambradas para impedir la libertad de movimientos de las personas), un progresismo insustancial incapaz de percibir los nacionalismos dominantes naturalizados (invisibilizados), mientras denuncia a los nacionalismos minoritarios y criminalizados.

Si bajo la trepidación capitalista todo lo sólido se desvanece en el aire, cualquier proyecto superador de este horizonte de explotación económica y evanecescencia cultural y simbólica, cualquier esfuerzo intelectual y ético de reconstruir una visión emancipatoria y utópica para las sociedades humanas del siglo XXI habrá de basarse en la reivindicación de todos los imaginarios colectivos, de sus producciones identitarias y simbólicas, de la diversificación de la especie humana en naciones, culturas e identidades. El “nihil humani alienum est” significará en una sociedad mundial emancipada, no desdiferenciación, uniformización, desidentificación, homogeneidad, heteronomía y dysneilización urbana (estos siempre fueron los productos y resultados deseados de dominaciones y colonizaciones de unos pueblos sobre otros), sino mayor producción y profusión de identidades, demarcaciones y símbolos, que son la condición de posibilidad de los procesos de subjetivación, más valorización de la diversidad, mejot protección de la pluralidad, mayor tutela legal de los significantes culturales distintos y de las soberanías políticas autoconstruidas y cultivadas. Igual que la salud de un ecosistema natural se mide por la diversidad de especies que contiene, la justicia, la fraternidad y la universalidad de la ecología humana se han de medir por la pluralidad de culturas, naciones, identidades y símbolos que produce y protege como realidades democráticas, con libertad para expresarse y con autonomía y capacidad de autogobernarse y autoproyectarse.